viernes, 30 de diciembre de 2011


No podíamos despedir el año con una noticia mejor que ésta: se publica en un solo volumen la Trilogía de la Guerra Civil de Juan Eduardo Zúñiga (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), acaso la obra literaria más importante de cuantas se han escrito hasta la fecha sobre el conflicto de 1936. Se trata en efecto de la reunión de tres libros de cuentos (Largo noviembre en Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria). Ahora suman treinta y cinco historias autónomas y a la vez profundamente interconectadas. Historias en minúscula que componen un fresco único sobre aquel conflicto fratricida en el que la historia de España eclosionó tras siglos de decadencia, de incuria, de estolidez. Dos son las novedades principales de este volumen. La primera que incluye dos cuentos nuevos respecto de la edición crítica de Cátedra Letras Hispánicas, la inmediatamente anterior. “Caluroso día de julio” en el primer libro, e “Invención del héroe” en el que cierra el volumen. Y la segunda es justo que los tres libros han sido reordenados por el autor. Hasta hoy se había considerado (en función de su publicación primera y de la edición crítica de Cátedra realizada por Israel Prados) que La tierra será un paraíso precedía a Capital de la gloria. Pero no era así: siguiendo una lógica temporal interna ahora los tres conjuntos se ordenan teniendo en cuenta el período de tiempo que cubren. Al frente los cuentos del primer asedio, desde noviembre del 36 (con los primeros libros) y al final los de la ciudad sitiada, por decirlo con palabras de Herbert, el poeta polaco que visitó Madrid. De ese modo, “El último día del mundo” también será ya para siempre el último cuento de la trilogía, lo que de por sí es razón más que suficiente para un “cambio” que habría que analizar con mucho tiento. Lo esencial claro está no sólo es eso sino la textura de esta obra, el modo en el que Zúñiga narra un tiempo de guerra que él viviera en vivo en plena adolescencia. Labor omnia vincit escribió Virgilio. Pues eso: no sólo es que el autor dejara que décadas de tiempo asentaran en él las vivencias de aquel drama histórico y fenomenal sino que han sido décadas de trabajo exterior (el que le ha llevado a rastrear con pasión e inteligencia varias culturas del mundo) e interior (el trabajo más difícil, el de la comprensión, la compasión y la tolerancia). Se alude a menudo con justicia a la dimensión ética de la cuentística de Zúñiga, pero que nadie se confunda. Su eticidad es su literariedad, o sea la luminosidad de su obra, la ausencia de todo relativismo moral o político y el compromiso con una verdad hermanada con la belleza y con el bien. Palabras mayores que en el caso de Juan Eduardo Zúñiga están más que justificadas. La constante y fuerte apelación a la consciencia con el guante de seda de los artistas más genuinos. No se lo pierdan.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Notas para un diario 224


"A veces pienso que la comedia de mis libros es una sátira sobre su falta de conclusión", le escribe Saul Bellow al profesor Chase en mayo de 1959. Ese auto-conocimiento, esa flexibilidad y esa libertad sólo la tienen los más grandes. Días de lectura intensa, a la espera de la escritura que vendrá pronto. Una acción prepara la otra, como las palabras alistan el alma y preparan los actos, y todo ello mueve a la ternura del contemplar. Yo he visto la lectura siempre como un adentrarse en un bosque, de modo que cuando un cuento comenzaba con ese emplazamiento me parecía redundante. Ahora mismo, leyendo a dos grandes entre los grandes (el novelista Bellow en sus cartas de Alfabia y el poeta vasco Claude Esteban en sus ensayos de poética, Critique de la raison poetique) me he encontrado en un camino en medio de un bosque muy frondoso, con árboles rectilíneos, negros y delgados como los de la foto y con un suelo morado, color de brasa, ardiente de vida y de amor a la vida y a la gente que nos rodea, o sea un paraíso para alguien como yo dado a los afectos auténticos. En un ensayo titulado Un lieu hors de tout lieu, Claude Esteban, poeta del tiempo mucho más que del espacio como casi todos los que a mí me interesan, habla del adagio virgiliano labor omnia vincit. Lo explica con palabras memorables: ce labeur telle que Virgile le comprend, ce travail que peut vaincre toutes choses, c´est celui, intrinsèquement, du poet – d´une conscience qui se refuse à la disparité de l´immediat, à l´usure, à la dispersion du multiple, et qui aspire à reunir derechef, para un acte véritablement religieux, l´exercise de mots et l´horizon des choses… La pietas virgilienne, celle qui s´éxprime dans les Géorgiques, tout autant que dans l´Enéide, n´est pas autre chose qu´un appel à la conscience de chacun, une invite à renouer le dialogue avec la sainteté des choses et des êtres. Ici, et dès à présent – sans plus rêver à une Arcadie antérieure ou à quelque Olympe. En otras palabras, que toda poética está destinada al fracaso, al divino fracaso del que hablara Cervantes con conocimiento de causa. Sisífico trabajo del alma, por tanto. El mismo al que alude Saul Bellow en una carta, nota, un billet realmente, que le dirige a su admirado John Cheever cuando tiene noticia de que éste padece una enfermedad incurable. Diciembre de 1981. Bellow no quiere decirle demasiadas cosas. "Puedes arreglártelas sin ellas". Me encanta esa timidez franca, maschile. Pero sí le escribe una o dos esenciales. Le habla de un "vínculo significativo" entre ambos. Bellow no sabe muy bien de qué se trata pero se arriesga a definirlo así: "… sometimos nuestras almas al mismo tipo de educación, y esa formación esotérica en la que tuvimos el descaro de persistir, bajo la mirada hostil de la América exotérica, es lo que nos une". Se trata del mismo trabajo de una vida entera al que aludía Claude en la frase de Virgilio. El trabajo de transformarse a uno mismo. "Cuando leí tus cuentos reunidos me emocionó ver la transformación que se producía en la página impresa. No hay nada que importe de verdad, salvo la acción transformadora del alma. Te amé por eso (sic). Te amaba de todos modos, pero por eso especialmente". No hay ni que decir que a mí esa es la única liga en la que me interesa jugar. Como escritor pero también como persona. Todo lo demás me parece cerrado, mediocre, deprimente.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Una lista (¿heterodoxa?) con los mejores libros del 2011


1. Cartas de Saul Bellow (Alfabia)
2. Mis ceniceros de Florence Delay (Demipage)
3. El pez escorpión de Nicolás Bouvier (Altaïr)
4. Decir la nieve de Menchu Gutiérrez (Siruela)
5. El silencio de los libros de George Steiner (Siruela)
6. El Crak-Up de Scott Fitzgerald (Crak-Up, Buenos Aires)
7. Sobre el dibujo de John Berger (Gustavo Gili)

En efecto y a mucha honra ésta es una lista heterodoxa. La literatura es heterodoxia – libertad radical, juego, atrevimiento, superación del límite– o no es nada. No queremos mentir a nadie: no sentimos en absoluto seguir una senda poco transitada y discrepar amistosamente de los demás. No nos interesan los libros de masas, como no nos interesa la comida basura, la que se enfría en el camino entre la bandeja de plástico con papel publicitario y la boca de uno. No nos hemos educado para eso, para lo burdo, lo fácil, lo artificialmente engordado y lo ya sabido. Al contrario, cada día aspiramos a deseducarnos. Ad aspera per astra. En literatura como en la vida hay que volar alto, aunque a veces se sienta vértigo y la sensación de estar un poco solo. La gran literatura, la que muchas veces coincide con lo pequeño, con números menores en este combate de David contra Goliat que es el mundo globalizado, ha aparecido en España con el año casi finalizado. Mejor: tenemos todo el 2012 para leer el imponente volumen con las cartas de Saul Bellow, acaso el más sutil y completo, el más humano de los narradores judíos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. El autor de Herzog, de Carpe Diem, de El legado de Humboldt y de las fascinantes Aventuras de Auggie March queda retratado al hilo de sus días en esta colección de cartas en las que de paso reaparece toda una magnífica generación de escritores. No es necesariamente un libro para leer de golpe. Lo veo más bien como una enciclopedia biográfica que se puede consultar sin descanso. Un must, uno de esos volúmenes indispensables que contienen una parte decisiva de la intrahistoria literaria de la modernidad. Siete libros porque el siete es un número mágico que significa infinito: en esta lista no están todos lo que son, faltaría más, pero los que están sí que son merecedores de una o mil lecturas. Florence Delay o Menchu Gutiérrez cogen un tema: la nieve, los ceniceros en los que se han ido apagando una a una los pitillos fumados sola o en compañía, por placer por nervios por ansiedad para crear. La nieve proteiforme, literaria, mágica, purificadora. La literatura como el juego libre de las facultades. Escribir para jugar, para ensanchar el horizonte del mundo. El mundo exterior e interior por el que viajó el insondable Bouvier. El mundo de los libros mil veces recreado por George Steiner. El mundo de las líneas del dibujo practicado por John Berger. El mundo del fracaso, de la ruptura, de la imposibilidad de ser retratado bajo la mirada de Cervantes y de Sterne por un Scott Fitzgerald intuitivo, tenaz en el fracaso, ilusionado, vencido finalmente por la vida.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Papá Hemingway


Debemos a la insistencia de Lumen, como en su día se lo debimos a la Einaudi de Cesare Pavese y Natalia Ginzburg la recurrente y a mi juicio más que benefactora presencia de los grandes autores norteamericanos de varias generaciones atrás. Dorothy Parker, Mavis Gallant, Eudora Welty, Leonard Michaels y por supuesto Hemingway. A ningún aprendiz de escritor (todos los somos) debería faltarle en su biblioteca el volumen de Cuentos de Papá Hemingway que Lumen publicó en 2007, y ahora diré porqué. Cuando se cumplen cincuenta años de la muerte del escritor, la misma editorial publica un espléndido libro, un álbum fotográfico completísimo con documentos inéditos que provienen directamente de la Colección Hemingway de Boston. El trabajo de recopilación y disposición del material gráfico realizado por su nieta, la actriz Mariel Hemingway, y los textos del profesor Vejdovsky, de la Universidad de Lausana, están bien ensamblados y no tienen una disposición estrictamente biográfica; sin apartarse de un hilo narrativo básicamente temporal, las ocho secciones pretenden abarcar asimismo los grandes temas o facetas de la vida del autor y su implicación en su universo narrativo. Sin perder nada de la fuerte atracción de todas ellas (la tierra natal, la guerra, París, el mundo del toro, África, el Pacífico, etc), gracias a la lectura indirecta de todas estas realidades que conformaron su mundo, poco a poco aparece vivo, renovado, el perfil de un gran creador literario. La disposición por facetas, con no pocas idas hacia detrás y hacia delante en el tiempo, el enfoque temático y hasta recurrente de esos núcleos vitales y literarios nos permite entrever en toda la grandeza y la complejidad la figura de un escritor extraordinario. Porque Hemingway fue ante todo eso, más allá de un posible fetichismo más o menos kitsch del que todos hemos participado alguna vez. Yo he recorrido, con su libro de memorias París era una fiesta en mano las callejuelas de detrás de Saint Etienne du Mont en el quinto arrodissement parisino, me he sentado en la Closerie de Lilas y he pernoctado a propósito en Burguete y en el Hotel Ayestarán de Lequmberri en Navarra. Y es verdad que, como decía John Cheever, Hemingway tenía la capacidad de hacer que los colores de un ambiente reverdecieran en sus palabras. La vida se hacía más vida y leyéndole nuestra capacidad de percibir las cosas se afilaba a ojos vista. Pero con todo no es eso lo principal. Lo determinante, lo más valioso, está en sus cuentos (más aún que en sus novelas). En el modo en el que esculpió, con un técnica que consistía sobre todo en suprimir lo superfluo, la realidad humana, la auténtica, multifacética, contradictoria, dolorosa realidad de la existencia humana.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Raymond Roussel


En esta exposición (Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel, MNCARS) ocurren algunas cosas extrañas: cuando acudí a verla, muy poco después de su apertura, aún no disponían del catálogo (me alegro de que esas cosas pasen hasta en un centro de la relevancia del Reina, yo que organizo cosas a pequeña escala sé que esas cosas pasan). Ahora que lo tengo por fin entre las manos, veo que lo presenta no la Ministra de Cultura, como suele ser habitual tratándose de un centro “nacional”, sino el Ministerio, así, en abstracto e impersonal. La razón no puede ser otra que el hecho de que la Ministra había dimitido in extremis. Pero yo he visto, en esa retracción, el anuncio de que nos quedamos sin Ministerio. Y eso sería la americanada que nos faltaba. Vaya por delante que soy superfan de Roussel. Lo he leído todo. He utilizado en clase, como un texto fundamental, su ensayo Cómo escribí algunos libros míos. Me parece un tipo genial, precursor de una parte importante de lo mejor que ha ocurrido en el arte del siglo XX. Uno de los precursores, mejor dicho. He leído mucho de lo que se ha escrito sobre él. La “biografía” de Mark Ford (Siruela) es una de las mejores biografías literarias que conozco. Las “Actas relativas a la muerte de RR” (recién reeditadas por Gallo Nero) son a mi juicio la mejor de las enquêtes de Leonardo Sciascia. Lieris especialmente, pero también Ashbery, Blanchot, Breton, Cocteau, Robert Desnos, Foucault, Elisabeth Roudinesco o Jean Starobinski le han dedicado páginas luminosas y desiguales. Paul Éluard le escribió un poema precioso. Perec, el novelista americano Harry Mathews o Vila-Matas han seguido algunos de sus pasos. Sus conexiones con Oulipo, retrospectivamente con Julio Verne, con los surrealistas, con la literatura de viajes, con el cine experimental y con pintores como Max Ernst, Picabia o Matta son más que dignas de consideración. Ahora bien, por meritorio que sea desde varios puntos de vista este show (fomentar el diálogo entre las artes, recuperar una figura valiosa, presentar ante el público algo que no es fácilmente digerible, y mucho menos en una sola visita), mientras me paseaba por la instalación Roussel sentí un malestar cierto. No sé si era la iluminación dudosa, láctea, insuficiente, no sé si era la inmensidad de lo catalogado y expuesto allí (del orden de medio millar de piezas, demasiado bibelot, ¿no?). Sea como fuere el malestar perduraba. Pensaba que la mayor parte de todo aquello tenía asiento más que suficiente en un catálogo. En uno tan espléndido como el que se ha hecho. Eso basta pensaba yo. Cada vez me deprimía más, y me apresuré a irme deprisa cuando al fondo, en un rincón por el que merodeaba como un perro sin saber adonde mirar, dispuesto a falta del catálogo a bajar a La Central a comprarme cualquier cosa que tuviera que ver con Roussel, me pareció ver dos pequeños cuadros de Dalí. Había tres pero yo me fijé sólo en los dos más pequeños. Me interesó especialmente uno: Visage paranoïaque. 18,5 x 22,5 cm. Había visto algunos cuadros de esa época en el dormitorio parisino de un viejo poeta amigo mío. Uno de los que inventó el Zodiaco con el que Dalí sobrevivió varios años en la capital francesa. Recordaba el color perla de las playas dalinianas. Todo el mundo y el sueño que contenían esas dulces “playas del imaginar” de las que había hablado Montale. No puedo precisar cuánto tiempo estuve delante. Me importaba poco la relación de aquel milagro con el mundo rousseliano. De nuevo un cuadro una obra se abría ante mí. Sin explicaciones, de golpe. Y es que una sola cosa de belleza es una alegría para siempre… o, como dijo Borges memorablemente: “es imprescindible una tenaz concatenación de porqués para que la rosa sea la rosa”.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Notas para un diario 223


-Álvaro, qué contenta estoy, he descubierto algo importante.
-Ah, ¿si? Cuenta, cuenta.
-He descubierto un argumento definitivo que demuestra la inmortalidad del alma.
-…
-Mira, se trata de lo siguiente: es la voz, la voz humana, ¿te has fijado? No cambia.
-¿Cómo que no cambia? ¿Qué quieres decir?
-Pues eso, si te fijas, la voz humana apenas cambia a lo largo de la vida, y está ahí, ahí está el reflejo de que el alma es algo invariable, fijo, definitivo. Se expresa en la voz y en su inmutabilidad…
Me disponía a contestar algo a esa afirmación entusiasta cuando el taxista, que buscaba a tientas el número de la calle de París a la que nos dirigíamos, dio un brusco frenazo. Empecé a notar el efecto de los dos wiskis de malta each que mi amiga y yo nos habíamos endingado ya en su flamante apartamento con vistas al Luxembourg.
Ahora, tras introducir el code, menos mal que ella tiene buena cabeza, nos esperaban cuatro pisos y cuatro tramos de escalera de esos inacabables y, como los había ascendido muchas veces antes, decidí guardar las pocas fuerzas que me quedaban, no fuera a ser que el alma se me saliera literalmente por la boca. Conocedor de la física y de la metafísica griega, era más que sensible al argumento pero cuando se trata de sobrevivir y de no quedarse sin aire, prefiero ser prudente.
Alcanzamos la altura deseada entre risas y resoplidos y nos esperaba con su sonrisa franca nuestra anfitriona. Fue verle y recordar de golpe la pregunta con la que termina su libro esencial sobre el alma: "Quel médecin de l´âme aujourd´hui nous en guérira-t-il?" (Histoire naturelle de l´âme). Con su inteligencia habitual, intuyó que nos traíamos entre manos algo importante y nos preguntó de qué se trataba. Después del paréntesis alpino, le comunicamos el contenido de nuestra charla.
Y allí estábamos, en el barrio primero de París, a dos pasos de la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias en la que sucede el milagro de La leyenda del santo bebedor (nunca más a propósito), rodeados de cuadros de Zoran Music y otros pintores venecianos, de libros, un grupo heterogéneo de amigos y amigos de amigos que nos pasamos la noche, champagne viene, foie va, hablando de la inmortalidad del alma. Me preguntaba si eso no sería directamente, en una cena en España, un acto de profunda mala educación. Creo que sí: una amiga mía, hace una semana, me propuso ante una cena que habláramos de qué significaba para cada uno la Navidad. Me hubiera encantado pero… . Por lo visto hay que estar en París para hablar de ciertos temas que no sean el fútbol, la política, la economía, el golf o la casquería. Me sentí a la vez alegre por estar allí y triste por todo lo en que mi país se deja de lado.
Parecía, de verdad que aquello parecía, el interior de una película de Rhomer.

sábado, 17 de diciembre de 2011

viernes, 16 de diciembre de 2011


Giotto (Casimiro, 2011) es un breve pero sustancioso ensayo de Roger Eliot Fry, uno de los dos tres críticos de arte más influyentes de la modernidad. Fry era una figura destacada del llamado grupo de Bloomsbury, del que participaban personalidades tan extraordinarias como Virginia Woolf (que de hecho le consagró una biografía), el filósofo Bertand Russell o el economista John Maynard Keyness. Fry fue un genio de la crítica de arte, una mente abierta, analítica, de una honestidad y una lucidez que se dan muy pocas veces. Después de una juventud volcada en la ciencia, dedicó muchos años a ver sobre el terreno el arte italiano. Fue amigo e interlocutor de Bernard Berenson, al que conoció poco después de que este publicara su revolucionaria trabajo sobre los pintores del Renacimiento italiano. La obra de Berenson enseñaba a mirar a los cuadros directamente, a privilegiar los criterios formales en el arte y a establecer relaciones significativas entre la forma y el sentido de las obras. Fry aplicó de un modo inteligente y flexible estos principios, comenzando por estudiar la obra de los pintores del primer renacimiento, Duccio, Cimabue, y sobre todo el Giotto, cuyos frescos fueron para él una referencia permanente. Poco a poco fue recorriendo los siglos posteriores del Renacimiento y se dio cuenta de que la elipse que conectaba a aquellos primeros pintores del entorno de San Francisco y de Dante con los autores que estaban pintando entorno a 1900, especialmente en Francia (Cézanne, Matisse, etc). Esa fue la gran aventura vital de Fry, establecer ese lazo de unión que a nadie se le había ocurrido (¡cuántos disgustos y enfrentamientos le trajo con tanta estructura anquilosada, y eso incluye a museos, universidades y revistas!) y con él revolucionar la visión artística para varios siglos. Todo este momento áureo del pensamiento y la creatividad se refleja serenamente en un escrito como Giotto. Escribe Fry de manera memorable: “Sin restar valor alguno al genio superlativo de Giotto, debemos convenir que el momento de su advenimiento fue propicio. La óptica de la imaginación es, en efecto, variable: en una época como la nuestra, los hombres y los acontecimientos se engrandecen en la medida en que se pierden en la niebla del pasado; pocas veces vemos a un hombre realmente grande hasta mucho después de haber recibido la consagración de la muerte. Hay, sin embargo, períodos en los que los hombres tienen mayor confianza en los propios juicios, períodos de tal actividad creativa que los hombres pueden atreverse a sopesar las reputaciones de su generación con las del pasado; ; entonces el efecto magnificador y mitopoético, que para nosotros sólo llega con el tiempo, se da al instante y engrandece a los coetáneos a proporciones heroicas. Así vio Dante a los de su tiempo – hasta pudo verse a sí mismo–: en las proporciones que aún hoy tienen”. La grandeza inmensa de Roger Fry está en que pocas décadas más tarde, “vio” a sus coetáneos (nunca a sí mismo) como los genios que realmente fueron.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Decir la nieve (Menchu Gutiérrez)

Aparentemente Decir la nieve (Siruela, 2011) es un discurso sobre cómo la literatura ha reflejado, desde sus orígenes, en varias tradiciones occidentales y sobre todo orientales, la fascinación de los poetas por ese fenómeno climatológico tan atractivo, tan sugerente. La autora recorre todos los aspectos de esa vivencia universal, deteniéndose especialmente en algunos autores clave – en el Kabawata de País de nieve, en el Saint-John Perse de los poemas níveos, en el Maupassant de tantos de sus cuentos envueltos en nieve, pero también en Andersen, en Tólstoi, en Danilo Kis y en otros muchos– para mostrarnos la amplia gama de matices con las que la sensibilidad poética ha representado el encuentro con la nieve. Desde la alegría a la tristeza, de la admiración al horror, su paradójica capacidad polar, su efecto especulativo (de espejo), de los sonidos y silencios que entraña hasta lo que podría ser lo más específicamente literario: su simbolismo. Pero creo que ésta sería una lectura chata y reductiva. Menchu Gutiérrez no va a eso, a ella le importa poco la erudición, la acumulación de citas, la exhaustividad, no quiere probar nada que no sea su emoción (el hechizo, el amor) ante las nieves. Leer así esta joya literaria sería lo más parecido a no entender apenas nada. Me explico. Un libro vale lo que vale su composición. A eso es a lo que los autores literarios de verdad dedican su tiempo, sus energías creativas, su saber y su don. ¿Cómo cuento yo esto? ¿De qué modo lo dispongo en palabras, en forma discursiva y narrativa? Todo el mundo puede hablar de la nieve, todo el mundo puede exponer sobre ella lo que ha leído y adornarlo o relacionarlo. Nada. No es eso, no: lo esencial se juega (valga la palabra) en la estructura interna del texto, y es una pena que poco a poco no aprendamos a percibir en los libros también este aspecto esencial. Ha sido en el curso de la lectura, cuando estaba fascinado por la belleza de las citas, por las situaciones literarias a las que Menchu Gutiérrez alude y comenta, cuando me he dado cuenta de que el hilo que une, que explica, que ensambla su delicado pensamiento poético es precisamente algo muy parecido a una nevada. Ella va dejando caer, como copos en una tormenta de nieve, cada uno de esos fragmentos, de esas lecturas, de esos recuerdos. Y poco a poco se van posando en el lector y van cubriendo cada pequeño rincón de su alma que, de paso, queda sumida en un enorme silencio blanco. Frío y caliente a la vez porque la belleza del hielo arde. Son cristales de frío, todos distintos, todos perfectos en sus dibujos. Vistos de lejos son inmaculadamente blancos, pero si nos acercamos, si los saboreamos como se merecen cada pasaje del texto se convierte en una preciosa figura transparente. En un material espejo, sí, pero uno donde se refleja la transcendencia.

sábado, 10 de diciembre de 2011

La puerta en el muro (Notas… 220)


Es verdad que últimamente, desde que escribo para el periódico, este blog ha perdido un poco de su carácter personal. A cambio mi diario, el de verdad, crece a diario. Está inédito y probablemente lo estará siempre porque ahí digo las cosas directamente, pero eso es una decisión que no me atañe a mí sino a mis hijos. En nada, tampoco en los soportes en los que escribimos, hacemos una casa para siempre. Y de mayor a uno le visten los demás y le llevan donde no siempre querría estar. Más de uno y de dos me han reprochado este alejamiento relativo en el blog. Otros no han dicho nada pero yo sé que lo piensan. Lo entiendo porque todo ha quedado a medias, aunque por otra parte eso es lo suyo. No obstante, la foto de la artista alemana Anne Marie Trock me da la oportunidad de escribir algo que llevo dentro desde siempre. La convicción de que en esta vida hay que encontrar la puerta en el muro. He hablado mucho de esto en hobbyhorse, de una manera y de otra, a veces de manera directa mencionando a Kafka y a Evelyn Waugh también (utiliza literalmente esa expresión al hablar del amor de Charles por Sebastian Flyght). Cada uno sabrá cuál es su muro y cuál es su puerta. Cada uno sabrá con qué instrumento tiene que golpear para derribar las paredes negras del miedo; cada uno sabrá cuántas vueltas dar al son de tambores hasta que los muros caigan y dejen algún paso. Yo sé bien cuál es la mía y con qué tiene que ver. De que se encuentre esa puerta o no depende la felicidad.

viernes, 9 de diciembre de 2011

La música en un tranvía checo (Karla Olvera)

© Jimena Orozco

Karla Olvera (Pachuca, México, 1981) ha presentado en la Feria del Libro de Guadalajara La música en un tranvía checo y otros ensayos, una inteligente aproximación a los diarios de Kafka, Pessoa y Virginia Woolf. Publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, con La música en un tranvía checo, Karla Olvera ha obtenido en su país el prestigioso Premio Nacional de Ensayo Jóven 2011. Resulta difícil entrarle a bote pronto a este breve pero enjundioso ensayo que aúna en sus páginas tanto de bueno. Recuerdo la frase de Eliot sobre que la crítica (la lectura estudiosa) de literatura era la actividad más exigente para la mente civilizada y aquella otra de Jacques Rivière que decía haber sentido las mayores emociones de su vida al contemplar, leyendo, una mente que razona y que hila esas perlas reencontradas. Pensaba en exigencia y en emociones al leer el ensayo de Karla Olvera. Pensaba en su rigor matemático (not so far d´Oulipo): su afición dantesca al tres y a sus múltiplos, los nueve capítulos dedicados, de tres en tres, a los diarios de Kafka, Pessoa y Virginia Woolf, née Stephens. Y su afición no menos acusada a la elipsis que se cierra como un círculo sobre un punto ya establecido previamente. En su capacidad insólita para establecer sutiles relaciones entre lo pequeño y lo grande, lo abierto y lo cerrado, en el dibujo de un microcosmos en un macrocosmos. Parte de un frase, casi casi se puede decir que cualquiera podría servir con tal de aparecer encontrada como un objeto de sorpresa, y se extiende y la amplifica, la unta sobre la superficie de la página, nuestra piel que la absorbe con una dulzura solar. ¿De qué habla pues esta autora? De todo, de nada, de la vida entre páginas, de la vida de los libros y de las personas. Un bello ejercicio de libertad.
Entrevista en teinteersa.es

miércoles, 7 de diciembre de 2011

De nuevo Bergounioux


Los libros de Pierre Bergounioux funcionan como una hélice, nunca mejor dicho en este caso. Tienen siempre un rotor central, en un sistema giratorio que va desde el centro hacia fuera, y parten de un eje sobre el que después se trazan innumerables círculos. El mecanismo, quizás heredado de la novela faulkneriana concéntrica, produce aire fresco, desplazamiento hacia delante e incluso, como ocurre en un helicóptero, una vertiginosa propulsión hacia arriba. En este caso el centro es una foto, la instantánea que un caza alemán toma de la cola instantes antes de derribar un avión de guerra norteamericano, en concreto un avión Boeing modelo 17 letra G, y de ahí el enigmático título de esta novela-crónica-meditación publicada por Alfabia (2011). En algún momento de su juventud el narrador vio una película en la que aparecía esa imagen que quedó grabada en un espíritu como el suyo, al tiempo analítico y contemplativo. ¿A partir de qué juego macabro alguien graba ese último instante, el del impacto, de un avión a punto de desplomarse sobre la tierra llevándose consigo la vida de sus tripulantes? Se trata sin duda de una necesidad técnica (la de poder estudiar más tarde los ángulos de impacto) pero no está exenta de una obligación de valoración moral. Tampoco los aparatos destruidos eran precisamente aviones de salvamento. Son inmensos bombarderos, pájaros de la muerte que dejan caer a toneladas la metralla sobre territorio enemigo. A partir de ahí, con esa forma helicoidal ya mencionada, Bergounioux va describiendo magistralmente (acaso sea éste su texto más logrado) los innumerables aspectos de la cuestión abordada: de la mecánica aeronáutica a los uniformes de los aviadores, apenas un puñado de adolescentes, más “carne de cañón”, y sus vidas imaginadas en un acto de profunda empatía con ellos, la inserción de todo eso en la Segunda Guerra Mundial, en la historia de la guerra y de la humanidad, la civilización que ha producido tales ingenios voladores junto a la mayor carnicería humana que quepa imaginar. El combustible que hace girar la pluma-hélice del autor es la palabra. Lo explica así: “Las palabras tienen un sentido preciso e inexplicable. Porque están aparentemente talladas en el aire, porque las respiramos como si fueran inmateriales, algo cercano a lo imponderable, muy dúctiles, dóciles; que bien pareciera que aquello que designan no pudiese, por contaminación o por simpatía, ser encerrado en la dura realidad de las cosas, sino que son ligeras, maleables, un poco lo que uno quiere”. Sobre las palabras la literatura, aquí sobrevolada por la poética del gran Faulkner, el que mejor comprendió la sintaxis narrativa, el modo circular en el que había que acercarse a la anécdota. Faulkner, Hemingway y Kant, pero también Pierre Michon que responde, como si fuera un personaje en un diálogo platónico, a su amigo en un epílogo magistral. Michon, Bergounioux, Echenoz, Quignard, Delay, otra gran generación de escritores de Francia.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Gerard Manley Hopkins


Se puede decir que Hopkins ha tenido suerte entre nosotros. Lo llevamos traduciendo más de medio siglo, con desigual fortuna, a un lado y a otro del Atlántico, en un intento de acercarlo renovado al lector hispano. Tres autores de entre los grandes han intentado también explicarlo (Cernuda, Dámaso Alonso, Muñoz Rojas), pero queda tanto… Pienso que cada intento, como el que ahora le dedica Rivero Taravillo (El mar y la alondra. Poesía selecta de Gerard Manley Hopkins, Vaso Roto, 2011), es al tiempo un logro y también un recordatorio de la distancia que una poesía como la de Hopkins implica para una cultura contemporánea cada vez más chata y acomplejada, cada vez más metida en la niebla parda de la suficiencia.
La selección de los poemas me parece impecable. Está lo esencial: algunos de los primeros poemas, ese gran poema-libro que es El Naufragio del Deutschland y un puñado de los poemas de madurez, un conjunto difícilmente superable que incluye obras maestras como La grandeza de Dios, El mar y la alondra, que da título al libro, The Windhover (dedicado por el poeta al Cristo, al que consideraba el único crítico ante el que rendir cuentas), Inversnaid, varios de los llamados “Sonetos terribles”, incluido el estremecedor Consuelo de la carroña que Hopkins afirmaba escrito no con tinta sino con sangre y por fin esa sima que es Que la naturaleza es un fuego heracliteano y del consuelo de la Resurrección.
No se puede improvisar una valoración sobre una traducción en un breve nota como ésta. También a las traducciones les hace falta que pase el tiempo. La edición bilingüe permite ver en la página par, como en un espejo, cada apuesta del traductor. Rivera Taravillo hace que Hopkins suene bien y en lo que he visto hay mucho acierto fonético, léxico y sintáctico. Es un trabajo serio que nace del entusiasmo. Si toda traducción es difícil, Hopkins es un triple salto mortal. No sólo es cultísimo y sutilísimo (toda Grecia, la metafísica medieval y el judaísmo pero también el gran norte están contenidos en sus versos). Pero sobre todo es un alma rota, y de ahí se deberían inducir muchas cosas también en el plano lingüístico. “…yo soy, y ese cualquiera, ese tío, ese tiesto, ese trasto, esas trizas…” Hopkins se consideraba un hazmerreír, una broma (joke), un botarate pero en un juego místico, en un diálogo o cántico de amor con una persona divina, algo que hoy nos suena a película de Hollywood pero que para el poeta es lo único real, lo que sostiene todo el edificio como el espíritu que desciende amoroso sobre un mundo torcido en God´s grandeur.

sábado, 3 de diciembre de 2011

viernes, 2 de diciembre de 2011

Xenius


La prestigiosa colección "Obra Fundamental" de la Fundación Banco de Santander publica una amplia selección de la obra narrativa de Eugenio d'Ors (1881-1954), seleccionada por el filólogo, escritor catalán y gran amigo mío Xavier Pla. Cada obra de D´Ors contiene un mundo. Un sistema. Y a la vez es como un un rayo. Fulminante, vibrante, eléctrico. Casi cada una de las piezas que escribió, breves o largas, casi cada párrafo, cada frase está preñada de pensamiento y de sistema, en un juego que va de lo lingüístico a lo simbólico y de ahí hasta lo metafísico. D´Ors crítico de arte, D´Ors columnista, el Xenius, el creador del género periodístico de la glosa orsiana, pero D´Ors también ensayista y filósofo, una de las mentes más productivas de la cultura catalana y española del siglo XX. Ahora tenemos a la mano otro modo de presentarse del autor, otra forma de convergencia hacia ese punto de belleza poética al que siempre apuntó: la narración orsiana, la de Oceanografía del tedio, una de las novelas o nivolas decisivas de la historia literaria moderna, y la de tantos otros de sus relatos que la edición de Xavier Pla recoge con ordenada generosidad.
Leer la entrevista completa en teinteresa.es

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Elfyn/Tolaretxipi


No es éste el primer libro de Menna Elfyn (Swansea, País de Gales, 1951) que se ha publicado en español. El primero fue Ángel de la celda (Bassarai, 2006), una excelente traducción salida de las manos delicadas de la poetisa y traductora vasca Eli Tolaretxipi (San Sebastián, 1962). Ahora, de nuevo, animada por la editorial asturiana Trea, Tolaretxipi recoge el testigo de la poesía de Menna Elfyn y nos ofrece en un solo libro, Mancha perfecta (2011), una amplia selección de los últimos libros de la autora galesa. En concreto, recoge poemas de El beso del ciego (2001), de Mancha perfecta (2005) y de Poemas nuevos (2007).
"La lírica
traducida es como besar
a través de un pañuelo, dijo el bardo.
Por lo que a mí respecta, abrazo esos poemas entre páginas
que hacen regresar a los amantes de las palabras.
Que el poema lleve pañuelo
y deje sobre mis labios
su beso velado".
En este poema de Menna Elfyn, sabiamente elegido por la traductora, se concentra una parte de la tensión que late en este libro breve pero inmenso. Es la tensión de la lengua buscada, una lengua existencial lograda a través de la insuficiencia de las palabras y de la torpeza humana, de la tensión del miedo por la pérdida, pero la pérdida del que no arriesga y se deseca, del que se mantiene estático en una posición estéril de aparente dominio.
Hacia tiempo que no encontraba una poesía tan bella, tan radiante, y un pensamiento poético que se acomodase tanto a lo que yo pienso del hombre y de sus cosas. Escribir, vivir, es perder y modificarse, reinventar a cada paso el modo de ser en el que nos adecuamos al momento que pasa, "sacudir la varita mágica por una sardina", como dice en un espléndido verso la poeta. Ser es una nueva forma de pobreza. Una caricia en la oscuridad. Un hambre de las migas que caen del mantel de la vida, por decirlo de nuevo con palabras de Elfyn/Tolaretxipi.
"Dos cabezas, un almohada.
Caricias antes del amanecer.
El viejo aventamiento./Toda una vida dichosa"

lunes, 28 de noviembre de 2011

Cien años de Gallimard

La actual Gallimard nace a finales de mayo de 1911 cuando André Gide, aconsejado por Paul Claudel, decide asociar la Nueva Revista Francesa, NRF, a una casa de ediciones creada a tal efecto. Para ello cuenta con Jean Schlumberger y con Gaston Gallimard, la persona que ocupa la gerencia de la empresa y que desde el primer momento busca, sin perder la impronta que Gide y la NRF otorgaban a la nueva editorial, una cada vez mayor independencia del autor de Los monederos falsos, tentado de hacer de Gallimard algo a su medida. En 1913 Gaston Gallimard compra a sus primeros socios todas las participaciones de la editorial y toma el control de la misma. La idea se redefine: quiere inicialmente una empresa abarcable, con pocos gastos, ediciones poco decoradas, un repertorio amplio y abierto. Con dos obsesiones: la independencia respecto de cualquier servidumbre ajena a la calidad literaria (contrariamente a lo que se piensa, las ediciones de Gallimard han sido mucho menos restrictivas o sectarias que la mayoría de las editoriales) y el trato personal y directo con los autores. Los diferentes miembros de la familia Gallimard que han dirigido o trabajado en la casa (Gaston, Claude, Antoine, Isabelle, etc) se han distinguido por su amistad con muchos de los escritores. Junto a estos dos aspectos, el acierto de Gallimard ha estado siempre en el sexto sentido que han desarrollado sus directores para elegir a los colaboradores, directores de colección, miembros del célebre comité de lectura. La lista es realmente impresionante (de Rivière y Paulhan al principio a los Claude Roy, Camus, Kundera, Handke, Sollers, Le Clézio, Pontalis, Pierre Nora…) y el estudio de las fichas de lectura que se pudo llevar a cabo en parte durante la exposición en la Biblioteca de Francia resulta tan sorprendente como provechoso para los amantes de la literatura.
Hay algunos hitos en la historia de Gallimard que han hecho correr ríos de tinta y que están lejos de haberse esclarecido del todo. Las devastadoras consecuencias en Gaston de la primera guerra, la lucha por la independencia ante el vendaval del surrealismo, del existencialismo, del Nouveau-roman que amenazaba siempre con identificarles con algún movimiento o tendencia concreta, los casos “Gide” y “Proust”, la expansión comercial de entreguerras, mal entendida por algunos autores “de élite”, la discutida posición de los responsables en la etapa colaboracionista de Vichy, la muerte de Camus y Michel Gallimard en accidente de coche en enero de 1960, las alianzas empresariales y la renovada lucha por la independencia en los ochenta y en los noventa, etc. Cada situación merecería un capítulo aparte.
Sea como fuere, la historia de la editorial de la rue Sébastien-Bottin conforma una parte importante de la historia de la edición literaria en Francia, el país que durante el siglo XX ha servido de catalizador de lo más relevante que se ha escrito en el mundo. Cien años de aciertos, con pocos errores, cien años de lucha por el proyecto familiar de situar a la literatura en el alto puesto que debería corresponderle en la vida de la sociedad.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Notas para un diario 220

Me dicen que en El Prado, en la exposición de l´Hermitage, está el admirado Scholar de Rembrandt, un cuadro que siempre quise ver. Estoy deseando llegar a Madrid en Navidad y ponerme delante de esa tela, a ver qué pasa. Algo profundo y desconocido me vincula a ella, y confío en que cuando esté delante sabré qué es. O al menos prepararé el terreno para que un día, en un bus o en el metro, en la sala de espera del dentista tal vez, esa joya se me abra y me revele todo lo que tiene que decirme. Ha sido un fin de semana muy próximo a la pintura (gracias querida Menchu). También he meditado sobre este otro cuadro de Van Eyck, la no menos célebre Maddona del canónigo Paele. Una obra maestra llena de significado iconológico. El juego de miradas es lo principal claro. Como parece reflejar el instante en el que Paele se ha quitado la lente de aumento para mirar, más allá de páginas y legajos, al Niño, Libro Vivo. Precioso momento de persuasión cristiana. ¿A quién mira el estudioso de Rembrandt? Me gusta el guiño especular de las hojas colocadas sobre el libro. Reflejan la intuición vilamatiana de que la materia prima de los libros son otros libros. Pero esa mirada, plena de deseo y de fuerza, a quién se dirige. De esa respuesta depende toda una filosofía del arte y de la vida. Yo no lo tengo claro tampoco. Son esas cosas que tal vez veamos en el último instante, como Zeno, el personaje de Svevo al inicio de la novela: "Lo sé todo. Ahora lo comprendo todo". A lo mejor no se puede responder mucho más, ni mucho menos, que lo me dijo en estas mismas páginas el gran Pitol a una pregunta análoga: es uno y no es uno quien escribe sus libros.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Zeus, Deus y el Innombrabe


A diferencia de lo que ocurre en países como Alemania o Francia, en España se lee poco, y dentro de ese poco no entran ni la poesía ni el ensayo. Yo me pregunto si, aunque sea remotamente, existe alguna relación entre este hecho (aparentemente banal o mera cuestión de gustos) y nuestra creciente pobreza material. Pero no seré yo quien responda. Digamos que me faltan datos. Me limitaré a destacar, en estas notas críticas, el mucho y buen ensayo que se lea o no ciertamente se publica en español en muchas y variadas editoriales. Creo que es de justicia hacerlo y no se me ocurre por mi parte otra modo de concurrir al esfuerzo colectivo por intentar evitar la miseria que nos atenaza.
Dentro del ensayo, un capítulo especialmente apasionante es la historia de las ideas, y dentro de ésta la historia de las mentalidades y de los llamados procesos de inculturización. A ese fin se dirige el libro del latinista Agustín López-Kindler titulado Zeus vs Deus. La resistencia de la cultura pagana al Cristianismo (Rialp, 2011). El trabajo de López-Kindler, dedicado a entrever como durante el periodo de la antigüedad tardía, los últimos siglos del Imperio romano de occidente y el comienzo de la Edad Media en el siglo VI, la cultura pagana se resistió a la presencia cada vez más abarcante de la religión cristiana y de la cultura a la que iba dando lugar. Tema apasionante y de consecuencias de un alcance tan largo que llegan con toda su fuerza hasta nosotros: la asunción por parte del Estado romano de la religión cristiana como religión oficial del imperio creo una forma de relación política que hoy en día no está del todo superada, por ejemplo en España. La cuestión es muy amplia y el autor la sintetiza en unos cuantos hitos, con frencuencia en la relación polémica entre autores paganos y autores conversos a la nueva religión. Más interesante aún resulta la confrontación cuando, con el paso del tiempo, los contendientes son ambos cristianos pero conciben la cultura clásica sea como un estorbo para llegar a Dios sea como el paso previo natural que debe de ser sobrenaturalizado. El libro es claro, preciso y bastante abierto en una cuestión en la que la estrechez de miras, cuando no el fanatismo abierto de algunos hace imposible la síntesis cristiana con todo lo que de valioso tuvo la herencia greco-romana.
A otra cuestión, distinta pero conexa, se enfrenta la reedición por Trotta del libro de Jürgen Habermas Israel o Atenas. Ensayo sobre religión, teología y racionalidad (2011). Este volumen contiene media docena larga de ensayos que, de un modo u otro, tratan de una cuestión que se podría enunciar así: cuál es el estatuto, de conocimiento específico y único, de esa realidad que llamamos convicción religiosa, qué tipo de conocimiento aporta, cuál es su ratio, su razón de ser, y que relación tiene con la razón filosófica y con la norma democrática. Convencido de que ese rastro hay que seguirlo no sólo en un plano teórico sino también en el estudio detenido de la evolución histórica del legado greco-romano (Atenas) y del judaico (Jersusalen), y en particular en la plasmación lingüistico-cultural de ese legado. El título no plantea necesariamente una exclusión. El castellano lo permite, como cuando decíamos "Bizancio o Constantinopla". Aquí la cosa no es tan simple, pero con sus agudas distinciones Habermas ha limpiado enormemente la cuestión de la parte de la roña que la ha cubierto durante demasiado tiempo.
Por último, en conexión con el libro de Habermas quiero mencionar brevemente el recientemente aparecido trabajo de Élisabeth Roudinesco, A vueltas con la cuestión judía (Anagrama, 2011). El título (parece que parte de un tedioso cansancio con la cuestión) no anuncia el lenguaje asombrosamente ágil, de periodista avezado (he leído sus trescientas páginas en dos largas noches), con el que Roudinesco despliega la “cuestión judía”, o más concretamente una historia del antisemitismo desde la Ilustración y la Shoá hasta los episodios de los campos de Sabra y Chatila, vista muy desde Francia. Apasionada, infiormada, rápida, ofrece lo que a mi juicio es el mejor reportaje sobre las complicidades del mundo intelectual con el antisemitismo político en los últimos dos siglos.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Notas para un diario 219


Para mi hija Inés y todas las niñas de ocho, nueve y diez años
Cuando, en víspera de Navidad, te llamaron y te dijeron que te quedaras con los mayores, dando por sentado que estabas en "el secreto" juego de los adultos. Cuando no te dejaron acostarte con los pequeños y seguir "creyendo" o al menos "querer seguir creyendo", cuando cortaron de golpe con un cuchillo envenenado tu infancia, ¿qué sentiste?, eh, dime, ¿qué sentiste?: la tristeza por todo lo que dejabas atrás, por la inocencia de un país perdido o la alegría y la excitación – el élan– de descubrir un nuevo mundo lleno de posibilidades futuras, incluida la de velar como otro guardián entre el centeno por la inocencia de los más pequeños…

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El maestro Eliot


Intento en estas breves notas críticas orientar al lector en otro momento complicado para el mundo de la producción editorial, momento en el que conviven y al mismo tiempo tratan de sobrevivir proyectos diversos, con frecuencia antagónicos. Y no ya entre editoriales distintas, lo que sería lógico y natural, sino a veces en una misma casa o grupo, cuando no en una misma colección. Las razones para que esto ocurra pueden ser varias: tienen que ver con las exigencias de la cuenta de resultados, con la indefinición o la falta de ojo, de gusto, de criterio, con bicefalias al timón de un mismo barco o, por qué no, con la pervivencia buscada en un mismo proyecto de dos líneas, una más volcada al mercado y otra a la excelencia, donde la primera aguantaría el “lujo” que podría suponer la segunda.
Sea como fuere, con un mérito enorme, la editorial barcelonesa Lumen viene publicando (además de su colección de poesía, a mi juicio la mejor del panorama editorial español), los cuentos de un puñado de autores de primera fila (Eudora Welty, Flannery O´Connor, Leonard Michaels, Bernard Malamud o Mavis Gallant, por citar sólo a los americanos del norte) en un país en el que para nuestra desgracia ese género narrativo se considera algo menor cuando no directamente desdeñable. Por si fuera poco, Lumen nos ha ofrecido en los últimos años volúmenes antológicos de crítica, autobiografía y ensayo literario: Cyril Connolly, Janet Malcolm, Edith Sitwell, Koestler, Natalia Guinzburg, Juan Benet, Gil de Biedma. A esta categoría pertenece sin duda La aventura sin fin (2011) del poeta y crítico angloamericano Thomas Sterns Eliot.
Tampoco desde el punto de vista de lo que los ingleses llaman editing, es decir, de la producción literaria y concreta de un volumen por parte de una cabeza pensante, era nada fácil ofrecer una antología de los ensayos de Eliot al público español. Hacía falta alguien como Andreu Jaume para llevarlo a cabo con bien. Apoyado en la traducción excelente de Juan Antonio Montiel, Jaume ha compuesto un libro que todo aficionado a la literatura debería tener en casa.
Exhaustivo a la vez que ágil, recoge la producción crítica del maestro Eliot en la secuencia vital en que se produjeron sus ensayos, con lo que de paso nos permite establecer un paralelismo riguroso con su producción poética, atiende a todo lo esencial sin dejar nada (excepto, pero esto hubiera sido ya de otro mundo, el texto más filosófico del poeta, su Conocimiento y experiencia en la filosofía de F.H. Bradley, que yo sepa aún inédito en castellano). Y ¿por qué leer a Eliot? ¿por qué podría ser interesante hacer el esfuerzo de enfrentarse con alguien que habla a palo seco de literatura? ¿Por qué no leer directamente a aquellos – los Milton, Yeats, Dante, Shakespeare– de los que trata en sus textos? ¿No será esto un material para profesores, para expertos, para eruditos? Mi respuesta es que no. En absoluto. Es un material para todos los públicos, algo que precisamente facilita el acceso a esos autores admirables que acabo de citar. De la misma manera que nadie subiría un 8000 sin la preparación necesaria, sin brújula, oxígeno y piolet. Son las armas de la que hay que investirse para entrar en el fascinante mundo de la literatura, unas armas que nos fortalecen mentalmente, que nos enriquecen y que, a cambio de un poco de esfuerzo intelectual, nos ofrecen a manos llenas diversión, gozo y entretenimiento.

lunes, 21 de noviembre de 2011

El Gran MacLeod


Estoy atento a la colección de Narrativas de RBA porque están publicando últimamente, además de autores de primera fila (Alice Munro o Katherine Mansfield), recopilaciones de libros en un volumen: por ejemplo todas las crónicas de Enric González, los dos grandes libros de viajes de Patrick Leigh Fermor (El tiempo de los regalos y Entre el bosque y el agua) o los cuentos reunidos de autores como Robert Graves o Evelyn Waugh. Ese acopio me parece una buena idea para estos tiempos de crisis. Así ha aparecido un volumen necesario: La isla de Alistair Macleod (North Battleford, Canadá, 1936). Se recogen en él dieciséis cuentos, los que ya habían sido publicados en Los pájaros traen el sol (2003) y en El regreso (2002), más dos esplendidos relatos inéditos. Uno de los puntos fuertes de MacLeod en castellano es que casi todo el material literario ha sido traducido por el recientemente fallecido Miguel Martínez-Lage.
Alistair MacLeod fue profesor de literatura, y eso se nota en varias cosas, no necesariamente para mal. Lo primero es que su obra es relativamente escasa. Además de los dos volúmenes de cuentos mencionados, ahora reunidos bajo el título La isla, sólo ha escrito una novela (No great mischief, 2001). Lo segundo es que, por decirlo de modo directo, MacLeod escribe de maravilla, escribe como sólo es posible hacerlo cuando se conoce muy a fondo una literatura como la inglesa. La contención en la cantidad (Primum vivere) y la calidad de lo producido revelan la existencia en MacLeod de un rico mundo propio que pugnó por salir a lo largo de una vida y que finalmente lo hizo. Ese mundo es el de los “expulsados” de Escocia en el siglo XVIII, los fundadores de Nova Scotia en Canadá, los colonos que llevaron a las nuevas tierras altas su fuerza, su hombría de bien, su sentido ordenado y a la vez mágico de la existencia.
MacLeod no es un genio, ni falta que hace. En cambio conoce de memoria el arte narrativo de Melville y de Hemingway, sí, pero también de Hardy y de Joyce, y hasta de Gertrude Stein, muchos de cuyos procedimientos formales incorpora sabiamente a sus textos. Además, ¿a quién le importa ser un “genio” cuando se sabe contar una historia, cuando se mira el mundo con la mezcla de sabiduría y ternura con la que él lo hace, cuando se ha vivido, amado, llorado, temido como un simple ser humano? Los cuentos de MacLeod son de una belleza rara. A menudo son más bien novelas cortas (la mayoría de los incluidos en el libro rozan la treintena de páginas). Otros responden a un concepto más estricto del género cuento. Da igual. Lo esencial no está ahí sino en su cuidada composición, en el modo en el que los diferentes hilos con los que teje la trama van apareciendo, en los colores brillantes de esos hilos, en el modo en el que te envuelven mientras lees, suscitando aquí nostalgia, allá rabia, anhelo de autenticidad, horror por la prisa y la trampa, verdadera comunión con la naturaleza en una visión antropomórfica de ésta y un profundo sentido de la sexualidad, de la familia y de la historia. Emoción recogida en lenguaje. Ahí está el secreto escrito de MacLeod.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Notas para un diario 218


Hasta ahora había pensado que los sueños no tenían colores, que eran en blanco y negro, que la capacidad de percibirlos soñando nos estaba sustraída. Pero llevo dos noches en las que en mis sueños lo más sustancial ha sido el color, los colores. No estaban exentos de argumento pero yo me maravillaba del color del mar, de una costa verde en uno y blanca caliza en otro, de las crestas de las olas, de un barco con sus velámenes desplegados. Pero lo que más me ha impresionado es que percibía esos colores vivos de un modo peculiar, no a través de un equivalente a los ojos y de una percepción mental directa sino a través de la idea que yo tenía del cada color: del azul, del verde, del oro, del blanco de las velas. Tal y como me los imaginaba, en el modo más bello y cautivante, así aparecían ante mi mente en fase de sueño. Era un movimiento natural en el que el pensamiento (o su equivalente onírico) no jugaba papel alguno. Al despertar he caído en la cuenta al instante de que comprendía desde dentro el mecanismo de toda la pintura abstracta, desde el secreto dorado de un mural egipcio hasta una naturaleza muerta de Matisse pasando por los paisajes abismales de los pintores de la escuela de Siena.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Entrevista a Pitol


Creo que la primera señal que tuve de la existencia y de la obra de Sergio Pitol fue a través de una de sus muchas y espléndidas traducciones: en concreto de unos cuentos de Virginia Woolf que él hacía revivir y resonar para mí en el idioma de Cervantes. Me pregunté quién era, y hoy, tras haber leído no menos de veinte libros suyos sigo haciéndolo, aunque en el camino he aprendido mucho sobre la literatura, sobre la vida y sobre mí mismo. Y es que Pitol es de esos raros escritores realmente abiertos, que te empujan hacia ti mismo, que te invisten con lo mejor de la vida (la tolerancia y por qué no decirlo, el amor y la bondad) y cargan tu mochila con esas esencias liberadoras. Pitol acierta trate de lo que trate: libros, ciudades, gestos, citas, pequeñas historias significativas, en un permanente zigzageo entre los géneros, yendo y viniendo siempre, como la vida, en un flujo continuo y amable. Lo dijo en El Arte de la fuga con palabras memorables de Marguerite Duras: “La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, excepto eso, la vida”. Anagrama publica Autobiografía soterrada (2011), un nuevo capítulo en ese libro total que es la obra de Pitol (México, 1933)


P. Me pareció que Autobiografía soterrada es más bien el historial de sus libros, más que de su vida. ¿Cree que puede ser una buena introducción al conjunto de su obra o está pensada mejor para sus lectores más asiduos, o para ambos porqué no?
R. Me parece que la Autobiografía soterrada funciona mejor si se conoce mi obra, pues, como mencionaba, es un repaso de ella y la relación que tiene con mi vida. Como introducción quizá funcionaría otro texto, recientemente reeditado: Memoria (1933-1966). Un texto publicado originalmente en 1967 con el título de Autobiografía precoz que precisamente relata mis primeros años de vida y de trabajo literario. Ahí, yo creo, encontrará respuesta a muchas de las preguntas que me plantea.
P. Una de las partes del libro se titula "Salvo el instinto lo demás son minucias". Y en otro lugar afirma que su bagaje teórico es parco. Pero su obra resultó compleja al final. ¿Fue el instinto lo que le llevó a la experimentación y a la apertura?
R. Creo que sí, fue gracias al instinto, si en él podemos englobar a las distintas formas de la experiencia: los viajes, la memoria y, sobre todo, las lecturas que están siempre latentes.
P. ¿Quién diría Ud. que habla en sus textos? ¿Concebiría su obra como una producción anónima? ¿Le ha trasmitido algo, su escritura, sobre su propia vida?
R. Es difícil decir quién habla en mis textos. Todos los narradores (e incluso los personajes) pueden entenderse como voces desgajadas de mi persona, siempre transformadas por la ficción. Uno siempre es y no es quien habla en sus libros. Sobre la última pregunta le diría que definitivamente sí, aunque creo que es inevitable para cualquiera que realmente escriba: uno se entiende más a medida que se escribe. Quizá todo esto es más claro en El arte de la fuga: la tentativa de transformar lo vivido en literatura, y de hacer de la experiencia literaria (escritura, lectura) experiencia a secas. Es precisamente esta unión entre vida y literatura lo que el Jurado del Premio Cervantes calificó como el centro de mi obra.
© Foto de S. Pitol, Carlos Mercadé.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

John Berger sobre el dibujo


¡De mayor quiero ser John Berger! Lo digo en serio. Todavía lo recuerdo en el Museo de Prado en 2010 hablando descalzo y tumbado en el suelo con su hija Katya de los frescos de Mantegna y del olvido. Sumaba ya ochenta y cuatro años pero parecía que tenia veinte o treinta menos. Arrugas consolidadas como surcos en un rostro impresionante, unas manos fuertes y enérgicas y la voz clara de los grandes oradores ingleses. Y el maestro sigue y sigue produciendo, pensando, dibujando, escribiendo, luchando por comprender y comprenderse. Su último libro hasta la fecha, Bento´s sketchbook (2011) es una reflexión, a partir del dibujo y de la perspectiva visual, sobre la autonomía moral en la Ética de Spinoza. Sinceramente: no creo que haya una sola persona en el mundo que tenga, como él, el arte en la cabeza. Lo ha explorado desde Lascaux hasta Giacometti, desde el interior del dibujo o de las metáforas verbales, en su conexión con el hombre, con el amor, con la muerte. Ahora se publican aquí estos otros textos, en Sobre el dibujo (Gustavo Gili, 2011), que tienen en común la reflexión sobre el trazo a mano alzada, otro elogio de la mano, de la distancia y de la soledad creadora. “Todos los artistas descubren que dibujar, cuando se trata de una actividad compulsiva, es un proceso recíproco. Dibujar no es sólo medir y disponer en el papel, sino que también es recibir. Cuando la intensidad de mirar alcanza cierto grado, uno se da cuenta de que una energía igualmente intensa avanza hacia él en la apariencia de lo que se está escudriñando… El encuentro de estas dos energías, su diálogo, no tiene la forma de preguntas y respuestas. Se trata más bien de una diálogo feroz e inarticulado. Hace falta fe para mantenerlo. Es semejante a excavar un túnel en la oscuridad, excavar bajo lo aparente” (p. 61). Creo que estas palabras dan la medida de este maravilloso libro. Dos notas más. Conociendo el sentido de la disciplina el autor, me pregunto si cuando la traductora, en la cita anterior, escribe “compulsivo” no habría en el inglés de Berger un “compulsary”: obligatorio. Para él escribir lo es tanto como lo es dibujar. Y eso tiene la ventaja de que a los lectores nos permite asomarnos al proceso secreto de la creación, de un modo casi vivo. Nadie cono Berger ha contado esos matices, esos gestos, esa soledad. Segundo: me encantan las inflexiones de la voz en sus cartas (un material comparable al de su admirado Van Gogh). La dureza o distancia crítica que adopta en ocasiones (como con el crítico Jim Elkins). Y la ternura completamente abierta con su hijo Yves en “Langosta y tres peces”, una pieza magistral.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El diario de Valente


Valente ha sido para una generación de lectores españoles un lujo. Un lujo necesario; el lujo de la sencillez, la radicalidad, la autenticidad. Valente vivió de hecho inmerso en las corrientes poéticas y espirituales de la segunda mitad del siglo XX europeo, lo que equivale a decir en las mejores tradiciones horizontales y verticales de lo que Goethe llamó la “literatura del mundo”. No fue el único, pero en el grado cero en el que él lo vivió si fue casi el único (con Zambrano solos ambos, exilados, fraternos). Gracias a Valente nos conformamos una generación de lectores con Celan o Sarah Kirsch, Jabès o Char con el mismo temple con el que lo hacemos con Azorín o Unamuno, es decir con una apertura total al misterio del silencio después de la palabra. Además tenemos la fortuna de que el legado Valente cayó en manos de Andrés Sánchez Robayna, quien con una sabiduría generosa se ha empleado a fondo para cuidar de su obra. La última entrega es este Diario anónimo (Galaxia/Círculo 2011), la transcripción de las notas fechadas que el poeta fue escribiendo en dos cuadernos desde el año 1959 y hasta el 2000. Hay de todo: abundantes anotaciones de lectura, frases en varios idiomas, pequeños esquemas, intuiciones y esbozos, revelaciones íntimas (en particular las referidas a la muerte de su hijo Antonio, fallecido prematuramente en 1989, un acontecimiento que a punto estuvo de matar de dolor al poeta). El propio escritor parece ofrecernos, a modo de invitación a la lectura, una aproximación al material cuando dice: “Diario anónimo: papeles inéditos de personajes que probablemente no existen, pero que de algún modo debieran de haber existido”. Como muy bien señala Sánchez Robayna en su introducción, el anonimato (y la correlativa autoría) fue central en la obra de Valente, y lo es aquí en este refugio intimísimo del autor, como lo ha sido en nuestra historia literaria desde Homero o desde la hagiografía bíblica. ¿Quién habla en un texto? Esa es la gran pregunta que nos sorprende en cada una de las casi cuatrocientas páginas de este otro “libro de la vida.” Me ha llamado la atención poderosamente una anotación. Del 9 de diciembre de 1996. “Le passé d´une illusion, de François Furet, ha sido reeditado en francés en poche”. A Valente debió de sorprenderle este éxito editorial, supongo. Pero no voy a eso sino a la pasión de escribirlo todo, un hecho nimio o no, pero que quiere poner por escrito. Acaso la simple necesidad de trazar.

domingo, 13 de noviembre de 2011

viernes, 11 de noviembre de 2011

Justo Navarro y el nuevo Gran Gatsby


Leí las traducciones de Justo Navarro antes de leer su obra de ficción. En concreto su versión del Cuaderno rojo de Paul Auster, en un volumen que guardo entre mis libros de referencia. Otro tanto tendría que decir con Lidya Davis (acaso su trabajo más impresionante) o con Albert Caraco. Poco a poco se ha ido reconociendo en nuestro ámbito hispano el valor de un arte que convierte al traductor en co-autor. Y esto hasta el punto de que aquellas lectura citadas condicionó (¿enriqueció?) mi acercamiento a novelas como La casa del padre o Finalmusik o a ese espléndido libro poético que es Un aviador prevé su muerte. Al final, se tata de un conjunto de hilos que enhebran un proyecto poético del que nada debe quedar excluido.
El novelista ha acometido ahora una nueva traducción de El gran Gatsby (Anagrama, 2011), la gran novela de Francis Scott Fitzgerald. Una vez más el resultado es excelente y he aprovechado para hacerle tres preguntas.
P. Ud. ya tradujo los Cuentos completos de Fitzgerald. ¿Hasta qué punto hacia falta una nueva versión de su novela más conocida? ¿Qué cree que puede aportar su trabajo en la misma?
R. Mi traducción de El gran Gatsby es mi manera de leer a Fitzgerald en 2011. Gatsby es una novela muy especial, un clásico, que admite distintos acercamientos y cada uno descubre aspectos nuevos. Y traducir Gatsby después el largo viaje por los cuentos de Fitzgerald era el desenlace lógico de mi incursión en ese mundo imaginario, tan espléndido.
P. Desde el punto de vista estilístico, ¿cuáles son las características que ha encontrado en la prosa de la novela? ¿Qué dificultades específicas ha encontrado en este caso?
R. A veces Fitzgerald tiene una tendencia a la elipsis y a la alusión que resulta difícil resolver en la traducción. Y tiene un sistema de adjetivos muy suyo. La traducción de los adjetivos es siempre un campo complicado. Y hay verbos resbaladizos por los que siente una especie de manía repetitiva, a los que a veces me ha costado encontrarles el matiz exacto. Pero traducir una novela es traducir un mundo, aunque sea un mundo verbal, y hay situaciones y realidades, pertenecientes a la America angloamericana de los años veinte, a las que cuesta encontrarles equivalente en español y en el siglo XXI. Éste es el problema principal.
P. En el último mes se han publicado tres obras de Scott Fitzgerald (además de la novela, la nueva y también excelente traducción del Crak-Up, el ensayo Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año por Gallo Negro). ¿Pura casualidad o tiene que ver algo con otra crisis de identidad colectiva?
R. Supongo que influye que los derechos de algunas obras de Fitzgerald han quedado libres. Pero también tendrá algo que ver con el caso el hecho de que la época que Fitzgerald contó con tanto genio fue el momento de la gran crisis económica de 1929, crisis tan honda que iba a desembocar en la II Guerra Mundial. El momento presente quizá se mire en el espejo de los años veinte del siglo pasado.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hiroshima


“Mi historia es un muy breve”, señala Kenzaburo Oé al comienzo de su Cuadernos de Hiroshima (Anagrama, 2011). “Me eduqué en el Japón democrático de la postguerra y después continué mis estudios de lengua y literatura en la universidad, para especializarme en literatura francesa contemporánea. Toda la sensibilidad, la moral y la ideología que había en mi bagaje quería pasarlas por el cedazo de Hiroshima para examinarlas de nuevo bajo el prisma de esta ciudad”. Y en efecto así fue: un licenciado en la universidad de Tokyo, un joven de apenas treinta años se ha de enfrentar a lo que supuso el lanzamiento , el 6 de agosto de 1945, de la bomba atómica sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Una conferencia política conmemora los hechos y el joven escritor cubre los actos descubriéndonos como a través del intento de institucionalizar el mal se oculta la verdadera medida de la catástrofe. En la línea de los mejores reportajes o crónicas periodísticas, el libro comienza con el relato de aquel primer y desconcertante viaje a la ciudad el 6 de agosto de 1963. Con rigor y capacidad de observación, cuenta los entresijos de una reunión que sin quererlo desplazaba el foco de atención de lo esencial: la atroz inhumanidad de aquella experiencia. Al año siguiente se produce un segundo viaje con un esquema similar: de una parte la conmemoración oficial, de otra el dolor de tantos. tiene que enfrentarse al hecho de que sus interlocutores, aquellos a los que había conocido y preguntado doce meses atrás, ya no están. No queda nadie. El cáncer o el suicidio se los han llevado por delante. Prosiguen las sesiones de la conferencia anual y prosigue el trabajo incansable de médicos y enfermeras. La lucha política esconde una perversa falta de sensibilidad que denuncia abiertamente. A su vuelta de este segundo viaje, y a los largo de los meses siguientes, se pregunta sobre el alcance de la acción criminal, lee los testimonios que se han recogido y los contrasta con su propia investigación sobre el terreno, reflexiona sobre las consecuencias físicas y morales para las víctimas, para los supervivientes y para la condición humana en general. El resultado es un escrito duro y de una honestidad intelectual ejemplar.

martes, 8 de noviembre de 2011

Fundación Pablo Horstmann


No suelo incluir aquí reclamos de este tipo; no es el lugar, aunque podría serlo. Pero hoy escribo muy a gusto sobre la iniciativa de unos amigos a los que quiero y admiro, por ese orden. Se trata de la Fundación Pablo Horstmann y de la exposición de arte que con fines benéficos organizan hoy martes 8 y mañana miércoles 9 en horario continuo desde las 12 de la mañana y en la sede del Colegio de Ingenieros de Caminos, en la calle Almagro nº 42 de Madrid. Se exponen y venden cuadros, fotos y esculturas que un conjunto de artistas han donado para contribuir a sufragar los gastos de un hospital pediátrico que la Fundación gestiona en Lamu, Kenia. Hay autenticas maravillas. Pero la cosa, como siempre, tiene su historia detrás. Los creadores de esta fundación se llaman Ana S y su marido Peter. Ana es una médico madrileña de raíces vascas y él un ingeniero alemán de Madrid. Como suena. Son una pareja curiosa que tienen cinco hijos, uno de los cuales, Pablo, Pablete murió ahogado en el mar hace pocos años. Nadie sabe lo que sintieron esos padres y hermanos, ni sus abuelos y tíos (son una familia, en el sentido más noble de esta palabra). Al ver el amor que se profesan unos por otros, quienes les rodeaban temían por las consecuencias que el golpe podía tener para ellos. Pero Ana y Peter no defraudaron a nadie cuando poco después de la muerte de Pablo convocaron a sus familiares y amigos (son de los que no hacen muchos distingos entre unos y otros) para contarles algo. Algunos pensaban que era para darles las gracias. Todo el mundo se había volcado con ellos en momentos tan dolorosos. Pero no era exactamente así: aprovecharon todo su dolor, su agradecimiento, la unión con su círculo más cercano para convocarles a todos a una gran empresa. Iban a crear una fundación para tratar médicamente a niños de varios lugares de África. Ana venía haciéndolo en sus vacaciones desde hacía largo tiempo. Es una de las mejores oftalmólogas de España. Pero ahora quería hacerlo de manera sistemática y organizada. Convocaba a todos a ayudarles y ofrecía como un símbolo de entrega y amor el nombre de su hijo para presidir el empeño. Desde entonces han pasado muchas cosas. Niños que no veían y ahora ven, madres atendidas in extremis, toneladas de asistencia médica y de cariño repartidas a manos llenas. Han buscado dinero, han movido los corazones fríos de los que les rodeamos, han arrostrado peligros sin cuento en una zona del mundo cada vez más insegura. Y lo han puesto todo bajo el patronazgo de su hijo Pablo. Con el tiempo los hijos se convierten en padres.
En cierta ocasión en la que cené con Claudio Magris y su mujer me ocurrió lo siguiente. Ambos, viudos, se habían casado de nuevo pasados los setenta. La mujer había estado casada con un médico italiano que había vivido ejerciendo cuarenta años en el ultimo rincón de África. Hablando, mientras miraba a Magris con un profundo amor, me dijo: "Álvaro, tú pensaras que Claudio es un gran humanista. Y lo es. Sus escritos, su curiosidad universal, su sensibilidad, sus premios. La prueba es este congreso con especialistas en su obra venidos de medio mundo. Sí, pero yo te digo que el verdadero humanista que he conocido en mi vida era mi primer marido, un desconocido que amaba a cada hombre por desconocido que fuese". A la vuelta al hotel, Claudio y yo nos quedamos tomando una última copa en el hall del hotel. Le conté la historia y recuerdo que me miró con los ojos humedecidos por la emoción. "No lo dudes Álvaro, no lo dudes".

lunes, 7 de noviembre de 2011

El deseo de ser español


Reconozco que me asomé a esta antología (La hora de Rusia, Colección Visor de Poesía, 2011) con más de una prevención. Pensaba que se trataría del típico volumen en el que, con el pretexto de dar a conocer lo que se está escribiendo ahora, y de paso pulsar la intrahistoria del momento actual de Rusia, la post-perestroika, la era Putin, etc, el antólogo, antóloga en este caso, se limitaría a hacer desfilar graciosamente a otra "pléyade" de aprendices de poeta, gentes malhabladas e imberbes con las que suelen deleitarnos no pocos antólogos con la pretensión de cerrar filas entre sus allegados. Una vez leído una parte importante del libro, debo decir que no sólo no se trata de esto sino me atrevo a afirmar más bien que La hora de Rusia es todo lo contrario. Lo primero que me llamó la atención fue, al repasar las fechas de nacimiento de los poetas, que se trataba casi siempre de autores con de más de cincuenta años, en algunos casos con mucha más edad (hay varios nacidos en los treinta), e incluso alguno, como el caso de Lev Lósev, a quien conocía por sus trabajos sobre Josif Brodsky, había fallecido ya. No se trata de exaltar la madurez o la senilidad, sino de afirmar que la poesía rara vez se improvisa. “Buenos poemas de buenos poetas…” ha sido el lema de Maria Ignátieva a la hora de seleccionar, y al tratarse de carreras cumplidas en muchos casos ha tenido más donde elegir el material adecuado. En la nota introductoria con los criterios de selección y traducción he encontrado otra cosa que me ha gustado: se trata de un trabajo individual, de la autora y de los traductores elegidos para cada poema, pero una y otros han trabajo y leído el material en común. Enhorabuena: contrariamente a lo que se piensa, leer no puede ser sólo un acto solitario. Mi alegría creció aún más cuando leí que la autora ha deseado, por difícil que sea, que los autores rusos “hablen español” y hasta de que sean españoles. De eso se trata, de hacer nuestro un patrimonio cultural diverso, convencidos de que hay un sustrato común (la literatura del mundo y la condición humana) que nos permite trasladar las palabras y los juegos de un idioma a otro. De un modo tan imperfecto como necesario. Con esa orientación de la antóloga, rara por cierto, no es extraño que el resultado sea más que feliz. No sólo recuperamos en la obra de los poetas rusos el pulso de toda una época, y hasta de varias, vislumbrando a la vez el futuro moral de ese gran país hermano, sino que podemos apreciar unos textos extraordinarios por su viveza, su densidad, su belleza. Recomiendo por ejemplo las Cartas españolas de Olésia Nikoláyeva. Hacia tiempo que no leía nada tan luminoso sobre la historia de España.