domingo, 20 de noviembre de 2011
Notas para un diario 218
Hasta ahora había pensado que los sueños no tenían colores, que eran en blanco y negro, que la capacidad de percibirlos soñando nos estaba sustraída. Pero llevo dos noches en las que en mis sueños lo más sustancial ha sido el color, los colores. No estaban exentos de argumento pero yo me maravillaba del color del mar, de una costa verde en uno y blanca caliza en otro, de las crestas de las olas, de un barco con sus velámenes desplegados. Pero lo que más me ha impresionado es que percibía esos colores vivos de un modo peculiar, no a través de un equivalente a los ojos y de una percepción mental directa sino a través de la idea que yo tenía del cada color: del azul, del verde, del oro, del blanco de las velas. Tal y como me los imaginaba, en el modo más bello y cautivante, así aparecían ante mi mente en fase de sueño. Era un movimiento natural en el que el pensamiento (o su equivalente onírico) no jugaba papel alguno. Al despertar he caído en la cuenta al instante de que comprendía desde dentro el mecanismo de toda la pintura abstracta, desde el secreto dorado de un mural egipcio hasta una naturaleza muerta de Matisse pasando por los paisajes abismales de los pintores de la escuela de Siena.
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