lunes, 19 de diciembre de 2011
Raymond Roussel
En esta exposición (Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel, MNCARS) ocurren algunas cosas extrañas: cuando acudí a verla, muy poco después de su apertura, aún no disponían del catálogo (me alegro de que esas cosas pasen hasta en un centro de la relevancia del Reina, yo que organizo cosas a pequeña escala sé que esas cosas pasan). Ahora que lo tengo por fin entre las manos, veo que lo presenta no la Ministra de Cultura, como suele ser habitual tratándose de un centro “nacional”, sino el Ministerio, así, en abstracto e impersonal. La razón no puede ser otra que el hecho de que la Ministra había dimitido in extremis. Pero yo he visto, en esa retracción, el anuncio de que nos quedamos sin Ministerio. Y eso sería la americanada que nos faltaba. Vaya por delante que soy superfan de Roussel. Lo he leído todo. He utilizado en clase, como un texto fundamental, su ensayo Cómo escribí algunos libros míos. Me parece un tipo genial, precursor de una parte importante de lo mejor que ha ocurrido en el arte del siglo XX. Uno de los precursores, mejor dicho. He leído mucho de lo que se ha escrito sobre él. La “biografía” de Mark Ford (Siruela) es una de las mejores biografías literarias que conozco. Las “Actas relativas a la muerte de RR” (recién reeditadas por Gallo Nero) son a mi juicio la mejor de las enquêtes de Leonardo Sciascia. Lieris especialmente, pero también Ashbery, Blanchot, Breton, Cocteau, Robert Desnos, Foucault, Elisabeth Roudinesco o Jean Starobinski le han dedicado páginas luminosas y desiguales. Paul Éluard le escribió un poema precioso. Perec, el novelista americano Harry Mathews o Vila-Matas han seguido algunos de sus pasos. Sus conexiones con Oulipo, retrospectivamente con Julio Verne, con los surrealistas, con la literatura de viajes, con el cine experimental y con pintores como Max Ernst, Picabia o Matta son más que dignas de consideración. Ahora bien, por meritorio que sea desde varios puntos de vista este show (fomentar el diálogo entre las artes, recuperar una figura valiosa, presentar ante el público algo que no es fácilmente digerible, y mucho menos en una sola visita), mientras me paseaba por la instalación Roussel sentí un malestar cierto. No sé si era la iluminación dudosa, láctea, insuficiente, no sé si era la inmensidad de lo catalogado y expuesto allí (del orden de medio millar de piezas, demasiado bibelot, ¿no?). Sea como fuere el malestar perduraba. Pensaba que la mayor parte de todo aquello tenía asiento más que suficiente en un catálogo. En uno tan espléndido como el que se ha hecho. Eso basta pensaba yo. Cada vez me deprimía más, y me apresuré a irme deprisa cuando al fondo, en un rincón por el que merodeaba como un perro sin saber adonde mirar, dispuesto a falta del catálogo a bajar a La Central a comprarme cualquier cosa que tuviera que ver con Roussel, me pareció ver dos pequeños cuadros de Dalí. Había tres pero yo me fijé sólo en los dos más pequeños. Me interesó especialmente uno: Visage paranoïaque. 18,5 x 22,5 cm. Había visto algunos cuadros de esa época en el dormitorio parisino de un viejo poeta amigo mío. Uno de los que inventó el Zodiaco con el que Dalí sobrevivió varios años en la capital francesa. Recordaba el color perla de las playas dalinianas. Todo el mundo y el sueño que contenían esas dulces “playas del imaginar” de las que había hablado Montale. No puedo precisar cuánto tiempo estuve delante. Me importaba poco la relación de aquel milagro con el mundo rousseliano. De nuevo un cuadro una obra se abría ante mí. Sin explicaciones, de golpe. Y es que una sola cosa de belleza es una alegría para siempre… o, como dijo Borges memorablemente: “es imprescindible una tenaz concatenación de porqués para que la rosa sea la rosa”.
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