sábado, 30 de enero de 2010

J.D. Salinger (1919-2010)

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es donde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero, porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de mi vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquilloso no hay quien le gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Solo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D. B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. Él será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizás el mes próximo…


P.S. Ayer, un viejo amigo me dio la noticia, como suele hacerlo él, con un sms en el que decía: "Hoy somos más Holden que nunca. ¿Verdad? Un abrazo, P." Pues sí, yo al menos (y él también, desde luego). Sigo pensando que, en cierto sentido, nuestra vida vale por aquello en lo que no nos hemos mimetizado con el status quo. No voy a hacer tragar a nadie la idea de que soy un marginal, o cosa así. Me conformo con no haberme asimilado del todo al sistema, a ningún sistema. Y menos que a ninguno al consumista/materialista/golfista (de golf, me refiero), y yo añadiría, como la cuarta peste apocalíptica, masculino. ¿Adolescencia eterna? ¿complejo de peterpan? Pues bienvenido sea, si nos otorga un gramo más de independencia y de libertad interior. En fin, neuras mías. ¡Salinger ha muerto! ¡Viva Salinger!, vivan sus libros, llenos de verdad, de humor, de causticidad, de ternura. Ahora, al recopiar esa primera página de su novela más conocida (he preferido hacerlo), me he dado cuenta de que el tan traído tema de su aislamiento (¿era tan difícil dejarle en paz y vivir cada uno su propia vida, sin meterse para nada en la de los demás?) ya estaba más que aludido ahí. Así ocurre siempre con los mejores escritores, pero es que hay que aprender a leer; yo el primero.

jueves, 28 de enero de 2010

Cultura y polis

El pasado martes, anotaba yo en el blog, una referencia al homenaje a quienes salvaron El Prado. Y justo ayer publicaba El País un artículo de César Antonio Molina, titulado Azaña, un estoico moderno, en el que hace una reflexión sobre las relaciones de la política y la cultura, en España (con una mención explícita al final a la cuestión de nuestra gran pinacoteca). A mí me parece que contiene, además de grandes verdades, varios planos de significación, y por eso pienso que merece la pena leerlo despacio:
Azaña fue hasta 1930 un literato-intelectual y político; y desde 1930 hasta el final de sus días, en 1940, un político-intelectual y literato. Compartió ambos mundos, en apariencia antagónicos, de la misma manera que lo habían hecho otros personajes en el siglo XIX, como Martínez de la Rosa. Azaña mantuvo su creación literaria y desarrolló a la par una ferviente acción pública. Escribió novelas, ensayos, artículos, discursos, biografías, diarios e hizo numerosas traducciones, además de redactar y estrenar varias obras teatrales, quizás su género literario más querido. También dirigió publicaciones como La Pluma y España.
En la cena con los intelectuales catalanes celebrada en Barcelona en 1931, Azaña afirmó: "Yo soy un escritor perdido en la política". Por mi parte, pienso que "perdido" no sería la palabra: mejor, "metido" en la política. ¿Por qué lo hizo? Azaña nunca abandonó su carrera literaria. Siguió publicando libros, estrenó con los mejores directores y actores y, por otra parte, la política le ofreció un inmenso material para escribir los mejores diarios que jamás se hayan redactado. El autor de El jardín de los frailes fue un estajanovista del trabajo intelectual y no menos del político. Alguien que se resistió a entrar en la vida pública, a pesar de que muchos lo veían más como un político que como un literato. Lo mismo le sucedió en el ambiente de la política, donde lo consideraban más bien un intelectual.
Los juicios de Azaña sobre la política española y los políticos de su tiempo son tremendos. Los intelectuales, artistas y escritores le provocan comentarios críticos, pero en todos ellos ve un estímulo, una superación, un arrojo y gallardía que no contempla en cambio en sus otros compañeros. Azaña afirma que resulta más fácil brillar en la política que en la literatura. Para él, por su formación y carácter, la política tenía muchos inconvenientes. La gente procedía en la política por subordinación, no por espíritu crítico ni adhesión libre y, además, existían intereses que él calificaba de "subalternos". En El presidente del Consejo habla a los lectores (Ahora, 1931), reinterpreta su compromiso político afirmando que él era un político porque era un optimista y creía que la función del gobernante -la diferenciaba de la del político- tenía que consistir en llevar el esquema intelectual de su país futuro a la realidad social o legislativa. "El apartamiento voluntario en que yo he vivido durante veinticinco años, dedicado a las letras y al estudio y conocimiento de mi país y de otros extranjeros, me ha dado esta confianza que me enseña a no conceder importancia a las mezquindades personales, y a lo que suelen llamar enojos y pequeñas pasiones de la política y a atenerse a sus fines esenciales y duraderos que, para un hombre cultivado y sensible, representan un armazón interior equivalente al del arte o de la religión". Azaña se convierte en un hombre de acción sin por ello desprenderse de su ser esencial.
Azaña fue a la política para cumplir con un deber. La política para él era la más alta manifestación de la cultura. Sus palabras textuales serían las siguientes: "La pasión del arte lleva a crear, y la política no es más que eso; creación, y por ello, tiene la grandeza de todas las artes" (Homenaje a Espina, 1935). Estando en la política no dejaba de estar en la cultura. Sus metas eran extender la alfabetización, el saber y el conocimiento por todo el país para conseguir de una vez por todas ciudadanos libres. Tarea ingente en la que no fracasó del todo. Azaña está en los debates políticos pero sin dudarlo un momento se pone al servicio de la cultura con gestos y medios, con su propia ejemplaridad de lector, espectador y visitante de todos los templos donde se representan cada uno de los géneros. No hay obra de teatro, estreno cinematográfico de relevancia, concierto, exposición o cualquier otra actividad que el trabajo cotidiano le impidiera visitar. "Por la tarde, a las cuatro, voy a las Cortes. Leo el proyecto de Ley de Presupuestos y me vuelvo al ministerio: al poco tiempo salgo solo y voy al concierto de la Orquesta Filarmónica en el Español. Mozart me ha puesto de buen humor. Desde allí al teatro de la Princesa, que ahora se llama María Guerrero. Sesión de clausura de la asamblea del partido de Acción Republicana. Pronuncio mi discurso que sale bien y es aplaudidísimo. Vengo al ministerio a cenar y ya no salgo", escribirá en 1932.
Como un ilusionista, sacaba tiempo para todo, incluso para seguir escribiendo sus obras y varias páginas confesionales de profunda sabiduría estoica. Porque Azaña era un estoico moderno. La política y el poder no lo envanecieron, precisamente por albergar dentro de él ese sentimiento de humildad ante la fragilidad de la existencia. Cuando llegó al poder, ya era alguien, no necesitaba de la política para aumentar su prestigio. Lo arriesgó todo, lo apostó todo a esa carta. Fue generoso a sabiendas de lo ingrata que siempre fue España para con sus servidores. De ahí precisamente extrajo la firmeza de sus ideas y convicciones. Por otro lado, sin sectarismo alguno, Azaña fue una persona conciliadora en un país que caminaba a posiciones extremistas irreconciliables. Fue la razón y la prudencia mismas. Azaña ejerciendo la piedad no sólo para con los demás, sino también para consigo mismo.
Pronto se dio cuenta de la gravedad del momento histórico que vivía y de la dignidad y cordura con que tendría que enfrentarse a su destino. Se podría decir que en él se simbolizaba perfectamente la verdad y la lealtad de la República para con sus conciudadanos. Nunca mantuvo el poder para sí, sino para ejercitarlo hacia el bien común. Y si usó de ese poder lo hizo en beneficio de su país y no de su partido. O si se prefiere, en beneficio del futuro de España: "El futuro de España... ¡terrible secreto!", afirmaría.
Azaña era un personaje singular. Su ejemplo debería haber servido de arquetipo para todos los presidentes de cualquier democracia. En nuestro caso no ha sido así. Se le ignoró, y sólo se le rescató en momentos partidistas, cuando él ya estaba por encima de todo. En Grandezas y miserias de la política, se plantearía una reflexión fundamental: si una persona eminente en otras artes tiene o no derecho, es o no útil, que intervenga en la vida política. "La política", decía, "es la aplicación más amplia, más profunda, más formal y completa de las capacidades de un espíritu, donde juegan más las dotes del ser humano, y donde no juegan sólo cualidades del entendimiento, sino, además, cualidades del carácter". Azaña cree que esa presencia es buena para la política, aunque también advertía que el talante para sobrevivir en ese mundo era diferente, pues los valores eran distintos y las mañas también.
El gran problema de la política española lo contemplaba en la capacidad de acertar en la designación de los más capaces. La política se alejaba de esos principios universales, tan sólo por el personalismo de quien elige. Otro de nuestros males estaba igualmente en la incapacidad para conseguir formar una clase dirigente. "Una sociedad -decía-, aunque con desventura, puede pasarse sin grandes artistas pero no se puede pasar sin dirección política".
Un presidente preocupado por las cosas del espíritu, escribían en algunos periódicos sin que él llegara a adivinar si era un piropo o una crítica. Más bien habría que decir un presidente volcado en la acción pública y con tiempo para pensar. Azaña quería poner a España al nivel de Francia o Inglaterra. No tuvo tiempo. No lo dejaron o, mejor dicho, lo abandonaron.
En la gigantesca edición de sus Obras completas, magníficamente preparadas por Santos Juliá, se reproduce una carta que desde el exilio le envía a Ángel Ossorio: "Repetidamente le llamé la atención a Negrín. El Museo del Prado, le dije en una ocasión, es más importante para España que la República y la Monarquía juntas". "No estoy lejos de pensar así", respondió él. "Pues calcule usted qué sería si los cuadros desapareciesen o se averiasen", añadí yo. "Sí: un gran bochorno", me confesó. "Tendría usted que pegarse un tiro", le repliqué.
Azaña amó a nuestra cultura sobre todas las cosas y, al referirse al Prado, lo hacía por extensión a toda ella con sus peculiaridades y lenguas. España sin sus extraordinarios creadores no era nada. ¿Qué le diría hoy don Manuel Azaña a su homólogo? ¡Exactamente lo mismo! Y le añadiría además que la cultura española vale mucho más que el supuesto glamour y los votos.
P.S: ¿Se puede hacer un post-scriptum a algo que no ha escrito uno? Supongo que sí, sobre todo cuando lo que lo antecede es algo con lo que uno se siente tan profundamente identificado. Además, sólo quería añadir, al magnífico escrito de César, que, al leerlo, además de otras muchas consideraciones, he experimentado ese raro tipo de nostalgia (¿nostalgia del futuro?) que he sentido ante obras como El mundo de ayer, de Zweig, ante algunos pasajes de El Danubio, o de Verde agua, ante el trabajo de los romanistas alemanes de entreguerras (Auerbach, Spitzer, Harald Weinrich, Kemplerer, Curtius, Gombrich), en algunas páginas de Steiner, ante Bruno Schulz o el último Roth, ante El Quijote, leído entre líneas, incluso. También sentí lo mismo cuando leí dos obritas que, no sé porqué, las menciono aquí: El breve tratado de la ilusión de Julian Marías, y Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, de Henry Kamen.

martes, 26 de enero de 2010

FlashBacks

1. Mientras van pasando los días de enero, llenos de trabajo, quiero anotar aquí algunas lecturas últimas, que suponen otras tantas variaciones sobre cosas de las que ya hemos hablado, obsesiones mías, de las que nunca acabo de apartarme. En primer lugar, me alegra reseñar la reedición de los Cantos de Leopardi, en la versión de Nieves Muñiz (Cátedra Letras Universales, nº 418, 2ª ed. 2009). Merece la pena tenerla. Además de ser bilingüe, contiene un gran aparato crítico (500 páginas de notas, en letra pequeña). Por unos pocos euros. He revisado algunos de los cantos, que se encuentran entre los poemas mayores de todos los tiempos (El primer amor, El pájaro solitario, La noche del día de fiesta. El sueño, La vida solitaria) y he encontrado interpretaciones muy esclarecedoras de los versos más oscuros. Al detenerme en mi favorito, El infinito, descubro con asombro (¡cuántas veces lo habré leído sin caer en la cuenta!) que Leopardi también compara, en su poema, el yermo cerro del primer verso, o al menos la vista que se le abre desde esa altura, con un mar inmenso. De nuevo la aproximación semántica entre mar y montaña (como en Tsvietáieva). Y, para alegría de mi amiga M.G., tengo que reflejar también un pasaje recién encontrado del Hamlet (I,X), en el que aparece la misma asociación. Un fragmento bellísimo en el que el soldado Horacio intenta persuadir a Hamlet de que no persiga el espectro de su padre: "Pero Señor, si el os arrastra al mar o a la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los peñascos que baten las olas y allí tomase alguna forma horrible, capaz de impediros el uso de la razón…" Mar, montaña, metamorfosis, paternidad, locura, infinito. A Shakespeare y a Leopardi les hermana el sentido de la grandeza que ambos poseían.
2. Han salido, por fin, en un volúmen (Pararnos y mirar, Centro Cultural Generación del 27, Málaga, 2009), las traducciones inglesas de José Antonio Muñoz Rojas. Nada más tenerlo entre mis manos, me avalancé sobre la traducción, que nunca hasta ahora había leído completa, del East Cocker de Eliot. Os pongo una muestra de su belleza: "En ese campo abierto/si no nos acercamos demasiado, si no nos acercamos demasiado/en una medianoche estival, podemos oír la música/del caramillo y el tamboril/y verlos danzar alrededor de la fogata/la asociación de hombre y mujer,/danzando, significando matrimonio/un sacramento digno y conveniente". También contiene el libro cuatro poemas de Gerald Manley Hopkins (entre los que figura Carrion Comfort, Consuelo de la carroña, una cumbre de la poesía universal). He pensado en Hopkins estos días a propósito de lo que hemos hablado sobre el silencio de Dios. Nadie quizás, como este proscrito, ha compuesto palabras más luminosas sobre ese silencio, por ejemplo en el poema Nondum (Todavía no; por cierto, criatura de luz, que sepas que es un viático para impacientes, como tú o como yo): "Dios/ aunque a Ti elevamos nuestro salmo/no llega la voz del cielo que responda/A ti reza el pecador tembloroso/más ninguna voz de perdón replica/En caminos desiertos parece nuestra oración perdida/muere nuestro himno en un vasto silencio" (Esta traducción es de Susana Pottecher, y aparece en el excelente Imagen y palabra de un silencio, de Julio Trebolle).
3. Os acordáis que hablamos de una exposición Rothko/Giotto, que tuvo lugar en Berlín. Me acaba de llegar el catálogo. Magnífico. Hay varios textos impresionantes, especialmente el que Manuela De Giorgi dedica a los colores de la muerte en el Giotto. Ya hablaré de esto otro día. En otro de los textos (hay lectura para rato: son once en total), Regina Deckers ("The Aesthetical and Spiritual Experience of Mark Rothko´s Work"), recuerda, a propósito de esos cuadros, la inscripción del templo de Isis en Sais: "Yo soy todo esto, lo que fue y lo que será, y mi velo ningún mortal lo podrá apartar". Cuando Rothko afirmó que, sin saberlo, se había pasado la vida pintando templos griegos, conocía muy bien, en cambio, que en un templo nunca se remueve el velo. Que siempre hay un más allá, y que sus telas eran, más bien, las puertas y las ventanas de los templos. Buscaba la frontal, la superficie, el velo mismo. Decía que, en ese sentido, sus cuadros contenían espacio. La Capilla de Houston es la expresión máxima de ese afán. Pero más que un templo, Houston es la preparación para el templo. El templo del espíritu que somos cada uno de nosotros. Rothko también dijo que "cuando alguien lloraba delante de sus cuadros, es que estaba teniendo la misma experiencia espiritual que a él le había llevado a pintarlo". Seguramente.
4. A vueltas con la emigración. Me agota la xenofobia. He aprendido la hospitalidad, y la superioridad moral de quien vive sin miedo, en la Historia de la Guerra del Peloponeso. En España, en Francia, en Italia, en tantos lugares, algunos están histéricos y otros aprovechan para sacar lo peor de sí mismos. Los políticos no sabe ni lo que dicen. Pienso en una cosa que leí no hace mucho. Alguien se preguntaba de qué sirven los mapas, de qué sirve que en los sucesivos mapas de Europa se siga nombrando a los puntos que representan las ciudades, o los barrios de éstas con los mismos nombres de siempre. ¿Debería decir Belleville o ponerse al lado Arabia, figurar Lavapiés o sustituirse por Chinatown? En los EEUU esto lo vieron esto desde el principio, y nadie se rasga las vestiduras. Si la pregunta es si París (Madrid, Londres, Barcelona) sigue siendo lo que era, la respuesta es no, a Dios gracias. Nunca nada es lo que era.
5. En un acto en el Prado se recuerda a los que contribuyeron a salvar los cuadros del museo de los bombardeos de la aviación de Franco. Me alegro. ¿Qué valor tienen las obras de arte en tiempos de conflicto? En algún lugar de su Diario, Julien Green cuenta que, en plena ocupación alemana de París, un jerifalte nazi fue abatido por la Resistencia. Además de otras represalias contra personas (no recuerdo ahora las siniestras proporciones que establecían), los alemanes planearon destruir diez monumentos de la ciudad de la luz. Uno por uno. Sabían bien lo que les dolía a los franceses. Al final, la intervención del Embajador americano lo impidió. Entonces redoblaron las represalias personales.

domingo, 24 de enero de 2010

Haití

El cristianismo, o es un misticismo, o no es nada. Oscuridad sobre oscuridad, misterio sobre misterio. Dolor, dolor de amor, amor dolorido. No os odio. Miro para otro lado. Tiempo que no encuentra un espacio. Haití, Lisboa, Irán (¿alguién se acuerda de los 50.000 muertos de Gilán y Zanján, año 2005?). Sociedad del espectáculo. Fund raising. Huyo del cuchillo del sacrificio, como un conejo. Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas… No creo (ni me importa absolutamente nada) en la dimensión política del cristianismo. A Dios lo que es de Dios. El no saber, el no poder, el no comprender. Y el don de la luz, entre tinieblas. La Ley, accesible/inaccesible. Contra toda evidencia. Instinto de la fe. Soledad. Gritos: Iesus autem iterum voce magna (Mt. 27, 50; Mc 15, 37; Lc 23, 46). La "gran voz", iterativa: el mismo grito de los recién nacidos, de las madres que los ven morir o desaparecer, los gritos de los amputados, de los sepultados, el grito nocturno, el grito de la tierra asesina. Juan, que fue el único que estuvo allí, no dice nada de una voce magna. Todo está consumado, e inclinando la cabeza, expiró. Un gesto más abstracto. De icono. De símbolo: entre el cielo y la tierra. Y, qué hay después del Todo: de nuevo, la Nada. El vacío y la nada, la resurrección. Entre esos dos abismos, sólo media una coma, una breve pausa gramatical. Misterio sobre misterio. Oscuridad sobre oscuridad. Os odio. Nunca miro para otro lado. La huida del conejo. ¿Dolor de amor? Quien te haga creer en cosas absurdas, te llevará a realizar cosas abyectas. Como cuchillos.
P.S: Sé que no es nada fácil hablar de esto. Pero me gustaría oíros. Sólo nos queda la palabra. El consuelo de la palabra.

jueves, 21 de enero de 2010

José Ángel González Sainz

El comienzo de las clases, unido a varios escritos en curso que tenía, y tengo, pendientes de entregar en pocos días, me había impedido asomarme a este blog, y a los que visito de forma habitual para seguirlos de cerca y comentar en ellos. No he escrito apenas. Mejor, quizás esta pausa, impuesta por las circunstancias, haga que las cosas mías que aparecen aquí o allí tengan algún interés. Sea como sea, hoy, en el día del santo de mi querida hija Inés (santa de la ciudad de Roma, virgen y mártir, no lo olvidemos, ya que voy a hablar de otros horrores), quiero contaros que he leído un gran libro. Ojos que no ven (Anagrama, 2010), de J.Á. González Sainz (en la foto, tomada en Trieste por nuestro amigo común, Danilo di Marco, que anuncia sabiamente una parte de lo esencial de este libro). Lo he leído con un entusiasmo, y un pasmo, crecientes. No es posible, ni necesario, decir todo lo que pienso sobre este relato: gentes más calificadas que yo lo harán, a buen seguro. Hablarán de su magnífico castellano (del homenaje buscado a propósito por el autor a una lengua zaherida y menospreciada por toda suerte de razonadas sinrazones en nuestro suelo ibérico), hablarán de su definición genérica (¿novela o nouvelle?, yo apuesto claramente por lo primero, a pesar de su breve extensión), de su estructura, magníficamente trazada, de su valor descriptivo y testimonial de una realidad histórica concreta, de su metadiscurso, denso, brillante, de las intertextualidades (de la Biblia a Proust, a mí se me ocurren al menos dos docenas), y de otras cosas que interesan a los amantes de la lengua, o sea a los filólogos, si es que de verdad queda alguno. Yo me voy a limitar a dar brevemente mi impresión, de lector, con la esperanza de que alguno se anime, si lo desea, a introducirse en una lectura difícil, terrible y, por encima de todo, especulativa.
Un narrador, sereno, lúcido, nos cuenta la historia de una familia castellana que, por razones de supervivencia económica, emigra al noreste de España. Los padres, y un hijo de diez años; allí nace un segundo vástago. El mayor (¿Caín?) se introduce de lleno en la barbarie independentista, terrorista y asesina. Amparada por una madre banal, ni el padre ni el benjamín pueden hacer nada ante la progresiva degradación humana de un descerebrado. Inmerso de lleno en ese pantano diabólico, el hijo mayor finalizará perpetrando tres asesinatos y pudriéndose íntimamente en el más radical de los odios. El relato es, en buena medida, la historia anunciada del estupor y la pena de un padre cabal, incapaz de impedir, primero, y de comprender y asimilar después, el horror en el seno de su progenie. ¡No os lo perdáis! Cuesta leerlo, de lo bien escrito que está, de la terrible belleza que rezuma, del grado de incisividad con la que se meten los dedos, para sacar todo el pus que se pueda, en la herida más podrida (y aún no cerrada) de la realidad histórica en la que todos estamos sumidos, como si fuera una pesadilla que no acaba de acabar.
Mi impresión es que casi nadie, en la literatura española actual, es capaz de escribir con este grado de profundidad de algo como el terrorismo (en este caso del etarra) y de sus raíces últimas. Me explico. No es en absoluto el único valor de Ojos que no ven, pero sí quizás el más raro, en un país como el nuestro, cuando se escribe, me refiero a su ya mencionada capacidad especulativa. El interés que demuestra en todo momento por enfrentarse, racional, filosóficamente, con el mal, con el vacío que lo devora todo, con las raíces de una realidad en esencia misteriosa y que, no obstante, exige, por pura honradez y hasta por hombría de bien, discernirla, al menos hasta donde se pueda. ¿Por qué pasan cosas tan terribles, como que alguien se crea, en nombre de un conjunto de disparates conceptuales, con la obligación de quitarle a otro la vida? ¿Qué tipo de mente es capaz de llevar a cabo un secuestro como aquellos que han perpetrado los etarras? ¿Por qué, de un mismo padre, nacen dos hijos opuestos, uno de los cuales abraza el terror, el desprecio y el odio asesino del otro como forma de ser? ¿Por qué se repite esa secuencia homicida en la historia de un pueblo? ¿Por qué no es posible la paz, la concordia, que la razón que se abisma ante la belleza y la variedad del mundo pueda ejercer su mansa y benéfica actividad? ¿Cuál es el valor de la palabra, ante el rostro grotesco del mal? ¿Qué sentido tiene lo que vemos, lo que tenemos delante de los ojos, si es que llega alguna vez a significar algo?
Aunque no sólo, la voz española "especulación" viene del latín speculos (espejo o reproducción fiel de una imagen). También procede, por cierto, de speculor, que es la acción de mirar o contemplar desde lo alto (lo que, cuando leáis el libro, veréis que tiene mucho sentido). Pero, en realidad, yo me he pasado todo el tiempo que dura la lectura recordando la famosa frase de San Pablo: "Videmus enim nunc per speculum in aenigmitate, tunc autem facie ad faciem". Ahora vemos oscuramente como en el enigma de un espejo. Como el eco, el espejo ha sido símbolo de los gemelos (tesis y antítesis). Ese es el esquema antropológico (y literario, por cierto) sobre el que se construye cuidadosamente este libro. Todo se dobla, todo se opone, las mismas palabras y frases, antes y después, pero incluso los horrores históricos que se hacen eco, unos de otros. Al mal, siempre presente, cuya negación ciega es en sí mismo uno de los peores errores, sólo se opone el obstáculo (por usar otro término de la escatología paulina, 2 Tes 2, 6-7), y que, en este caso, estaría representado por la limitada racionalidad natural del padre del terrorista (y, por supuesto, por la acción humana libre y benéfica que significa por parte del autor una creación poética auténtica y verdadera como ésta). Al final, ante la descripción de una panorámica desde un alto, a las afueras del pueblo, podría parecer que los elementos se disuelven en una síntesis integradora, pacificadora, proyectiva. Yo no lo creo, en realidad; bueno, no estoy seguro. Toda la lógica del relato conduciría, más bien, a la irreductible irreconciabilidad del bien y del mal. Lo tengo que volver a leer…, y pensarlo más a fondo, cosa que haré con mucho gusto y con una enorme curiosidad intelectual, y moral también.

sábado, 16 de enero de 2010

John Ashbery

Es muy difícil decir qué es lo que provoca en mí las ganas (o la necesidad) de escribir. No tengo ni idea, a pesar de que llevo más de treinta años haciéndolo, de manera ininterrumpida, con un sentido que no dudo en calificar de existencial. Sé que hay cosas que me interesan, de antemano; de repente, hay otras que me llaman la atención, pero no sé nunca muy bien por qué ocurre así. A veces, escribo precisamente para saberlo, aprovechando la escritura como un medio privilegiado para pensarlas más despacio, al ritmo de la mano. Otras veces, antes de escribir, ya sé lo que voy a decir, aunque luego me pelee más o menos a fondo con las palabras. Hace unas horas, sin ir más lejos, al leer los periódicos de la mañana, he visto esta foto de John Ashbery, y desde el segundo cero, en el que mis ojos se han posado sobre ella, sabía que lo siguiente que iba a hacer era encender un cigarrillo para ponerme a escribir. Puede parecer (o ser) de lo más anodina, pero a mí me ha llamado poderosamente la atención. Todavía no sé el porqué. Muerto Mario Luzi, John Ashbery es (con Yves Bonnefoy) el poeta vivo que más admiro. Su Autorretrato en espejo convexo ha sido, para mí, un talismán. Lo he leído a fondo. Lo he estudiado y he tratado de enseñarlo. Conozco un poco su vida y un mucho sus deslumbrantes ensayos sobre pintura. Tengo una carta suya, amable, elegante, admirablemente bien escrita, que conservo como si fuera oro en paño. Y ahí está, en el salón de su casa, cómodamente sentado en una butaca de rayas. Junto a un fax. La foto carece de cualquier pretensión estética, pero quizás por eso resulta especialmente reveladora (creo, no obstante, que el fotógrafo ha jugado a dotar al conjunto de la superficie mostrada con el efecto esférico del ángulo convexo). Me gusta esa sala desordenada. Tiene unas proporciones bizarras. Las paredes, o al menos el techo, está pintado con laca. Hay buenas alfombras, y algunos muebles parecen antiguos. Todo (especialmente los cuadros, o la forma de vestir del poeta: esa camisa oxford azul y ese pantalón gris le delatan) es convencional, podía ser la casa de cualquiera de mis tías abuelas (lo que no tiene nada de particular, teniendo en cuenta la edad de Ashbery). Aquí no hay diseño que valga. ¡En casa de un esteta reputado, de uno de los espíritus más vivos y refinados de la postmodernidad! Al contrario, más bien se aprecia bastante dejadez y una deliberada normalidad. Se amontonan, no sólo los libros y los papeles sueltos, sino también las cajas de cartón, encima y debajo de los aparadores y las sillas. Hay un planta, un poto, medio muerto en un tiesto blanco. Aunque es un poco fuerte, yo diría que Ashbery ha preparado con ironía el escenario del día de su muerte. Sé que no es así, y que ese decorado lleva en esas condiciones demasiados años. No hay nada falsamente teatral en el ethos que refleja esa instantánea. Al contrario, pienso que muestra la autenticidad de alguien que se sabe, y se cree, aquel non habemus manentem civitatem. ¡Qué grande es Ashbery! En cuanto he visto la foto, esta mañana, he recordado ese fragmento impresionante de uno de los grandes poemas del siglo: "Pero tus ojos proclaman/ que todo es superficie. La superficie es lo que está ahí./ El conjunto es estable dentro/de la inestablidad, un globo como el nuestro, que descansa/sobre un pedestal del vacío, una bola de ping-pong/segura sobre un surtidor de agua./ Y así como no hay palabras para la superficie, es decir,/no hay palabras para decir lo que es realmente, que no es/superficial sino un núcleo visible/, así no hay/salida para el problema del pathos contra la experiencia".

viernes, 15 de enero de 2010

Sara (Fleetwood Mac)

Probablemente, una de mis tres o cuatro canciones favoritas.

miércoles, 13 de enero de 2010

Notas para un diario 152


Ayer noche releía algunas de las cartas de Las amistades peligrosas, y volví a reparar en las palabras finales de Madame de Volanges: "Adiós mi querida y digna amiga; en este instante experimento que nuestra razón, tan insuficiente para prevenir nuestras desgracias, lo es todavía más para consolarnos después". ¡Qué gran verdad contiene la frase y qué bien enunciada está! El sentimiento, primero, desoye a la razón, ya que lo que ésta le aduce como motivos, para negarse a sí mismo, le dejan totalmente frío. En eso consiste la insuficiencia de la razón, en su carácter mortecino e insulso frente a las exigencias del sentimiento y la voluntad. Pero, cuando, por falta de prudencia, hemos desoído a la razón, son los sentimientos los que quedan dañados, a veces de forma cruel e irreparable. Véte ahora a pedirle cuentas a esa diosa altiva. De nuevo se mostrará impotente. ¿De qué le sirve, a un corazón herido, un "ya te lo avisé…" o un "no me escuchaste…"? Entonces, ¿de dónde le vendrá, al alma, el consuelo? ¿Del paso del tiempo? Yo no lo creo. Lo único que, a estas alturas, me dice la experiencia es que, en efecto, el hombre es por naturaleza un ser reincidente. Para cuando se le pudiera pasar el mal que le aquejaba, estará de nuevo metido de lleno en otra trampa, no menos mortal. Y, ¿es que nunca aprende? No lo sé, pero creo que no, que no aprende nunca a seguir los dictados de la razón. Y a veces pienso que menos mal que no lo hace. La vida sería lo más parecido a la muerte. Cuando todo parece perdido y arruinado, recuerdo, en cambio, la célebre frase de Flaubert, de la carta a Mlle. Leroyer de Chantepie, del 4 de septiembre de 1858, a la que tantas veces he debido de acogerme: "Le seul moyen de supporter l´existence, c´est de s´étourdir dans la littérature comme dans une orgie perpétuelle". (La única manera de soportar la existencia es la de aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua). Y ahora me voy corriendo a mi clase de literatura.

lunes, 11 de enero de 2010

Eric Rhomer

Hoy ha muerto, a la edad de ochenta y nueve años, Eric Rhomer. He visto toda su obra. Varias veces. Y la volveré a ver, no una sino muchas veces más. Ya explicaré por qué. Ahora no puedo hablar. Su muerte, como la de Bergman, me afecta en lo más profundo de mi ser; tampoco entonces pude hablar de ese hecho. Lo que sé es que me siento un poco más solo desde que me lo han dicho. Era un gran hombre, y un gran artista. Sabía, quizás como nadie, contar la historia de un alma, con todos los cambios sutiles que se van produciendo en el ánimo de alguien, según va pasando el tiempo, los encuentros, las circunstancias. Era magnífico y delicado. Con el tiempo, se fue interesando, casi de manera exclusiva, por personajes femeninos. A mí eso no me extraña.

sábado, 9 de enero de 2010

Nuit de neige

Nieva copiosamente sobre Pamplona. Nieva sobre España y sobre Europa entera. A primera hora, el alféizar de mi ventana estaba tapado por un murete de nieve blanca. Los niños, que se han levantado a las 6 de la mañana para ir a esquiar, han tenido que volverse a la cama: el autobús de Francia no ha podido circular. Yo, mientras reescribo con dificultad y afecto un texto fotográfico, me abismo por un instante en unas frases extraordinarias que me manda, desde la montaña, Menchu Gutiérrez:

Llega la nieve. Primero, en forma de lenta colonización del espacio; pronto, la suma de todos esos fragmentos empieza a cubrir la tierra, los tejados, las ramas de los árboles. Rezamos en nuestro interior para que no se detenga, para que siga nevando y no haya vuelta atrás. La nieve borra una realidad e instaura otra. El mundo conocido queda sepultado bajo el manto blanco y, sin dejar de ser, se vuelve invisible. De algún modo, la nieve pone a dormir una parte de nosotros y despierta otra. La vigilia queda abajo, y ahora caminamos por el territorio del sueño.

La nieve no es sólo felicidad, no es sólo calma o anestesia para el dolor... diríamos que la nieve, como el desierto, como el espacio invadido por la niebla o la noche, se convierte en el espejo de quien la contempla: es lo que tú eres o lo que desearías ser, despierta a la imaginación, y hace que el escritor torturado pueda ver sobre ella un ángel negro. Este raro espejo poético, hace que cada cosa pueda ser esa misma cosa y su contraria.

(La imagen es del pintor japonés Ito Shinsui)

jueves, 7 de enero de 2010

10 años con minúscula

En efecto, si miro los créditos de mi destartalada edición de Verde agua, veo que se publicó hace ahora diez años, en el prometedor año 2000. No salió solo, ni siquiera fue el primer libro de la nueva editorial, ya que en su lomo lleva un flamante número 2. El primero, la primera apuesta de minúscula, fue un espléndido Joseph Roth, Las cuidades blancas, traducido de manera excelente por Adan Kovacsics. Era no sólo prudente sino lógico empezar con Roth. Era lo adecuado. Pero era importante continuar inmediatamente con Marisa Madieri. ¿Por qué? Roth constituye un símbolo para alguien como Valeria Bergalli, editora y creadora del sello: el símbolo de una Europa cosmopolita, de raíz griega y judeocristiana, moderna y racional, ilustrada, subjetiva y política, abierta y combativa, democrática y ética. Una Europa civilizada y civilizadora que supera las fronteras físicas del continente europeo. Quizás nadie como Roth (habría que remontarse a Cervantes, a Moro o a Erasmo) representa más a fondo la grandeza de un fracaso, el intento desesperado por vivir con la plena dignidad inherente a la vida humana. Pero, al mismo tiempo, era necesario que le siguiera de cerca Madieri: esa Europa ensoñada, y vivida, está lejos de ser una quimera, algo que pertenece sólo al pasado. Se trata de un espacio vivo, presente, que debe reencontrarse en la experiencia de escritores coetáneos. Marisa Madieri lo era. Y el tándem funcionó a las mil maravillas: Verde agua se convirtió en un éxito, el long seller de la editorial, que, al mismo tiempo, lo redescubrió en más de un país europeo. He seguido esta aventura intelectual desde el primer volumen hasta el último (el no menos imprescindible París, Francia, de Gertrude Stein). En medio, he paseado de la mano de minúscula por los paisajes (narrados) de media Europa, de Nápoles a Praga, de Venecia a Kolyma, de Nueva York a las fronteras árabes del Estado de Israel. Hay que decir claramente que la selección de minúscula es grandiosa. Los temas que le interesan a Valeria (el lenguaje, el sexo, la memoria, la creación poética, los mecanismos perversos de la exclusión y la violencia política) son los que más me interesan a mí también. Me atrae una tradición, pero sólo en la medida en que permanece viva y renovada en la actualidad. Eso, con la prudencia que aconseja una empresa económicamente muy dificultosa, lo ha sabido hacer Valeria como nadie. Un día de diciembre de 1983, Marisa Madieri miraba "el trozo de cielo que se recorta al fondo de la calle Catraro, y que se tiñe, durante la puesta de sol, de púrpura, y que cuanto más frío y terso es el aire, más se enciende el rojo y refulge el rubí" (Verde agua, 134). Yo estoy seguro de que, en estos diez años, Valeria Bergalli habrá sentido el frío de una empresa titánica y, en buena medida, solitaria. Pero, como en la descripción citada, ha sido ese frío, aceptado con coraje, el que ha hecho que tantas páginas de literatura brillen como el rubí ante los ojos de los lectores de minúscula.
P.S. No lo hago nunca, pero, ¿sería mucho pedir que, quienes hayáis leído y disfrutado de algún libro de la editorial, dejarais al dorso un comentario para Valeria? Se lo merece.

miércoles, 6 de enero de 2010

domingo, 3 de enero de 2010

Nicolás Gómez Dávila

Hace unos meses, leí las más de 1400 páginas de la edición completa de los Escolios a un texto implícito, que ha publicado Atalanta (2009). Pido por adelantado excusas por citarme a mí mismo, pero después de esa lectura, escribí este breve texto: Tratándose de Gómez Dávila, donde cada palabra, empezando por el título general de su obra, está doblada por una o varias referencias cultas, me perdonarán que escriba una nota culturalista. En primer lugar, no se entiende por qué Franco Volpi, en su por lo demás espléndido ensayo introductorio, insiste en la singularidad del escritor colombiano. ¿De dónde surge? ¿Cómo ha aparecido, en esa pequeña república hispanoamericana, semejante rara avis? La herencia ubérrima de un pensamiento discontinuo, en forma de máximas o sentencias (morales o filosóficas) conforma una parte esencial de nuestra tradición cultural común. ¿Qué se quiere decir con esas preguntas retóricas? ¿Acaso que Colombia (que lleva en su nombre el del ilustre navegante) quedaría fuera de esa cadena europea? Entonces tampoco se entendería la posición de García Márquez o de Mutis. ¿De dónde sale Cien años de soledad? Pues de la Iliada, para empezar. Y Gómez Dávila, de la hilera de los moralistas grecorromanos, rehabilitados en el Renacimiento y recreados con la máxima originalidad, primero en el Gran Siglo francés y, más tarde, en el propio siglo XX: basta mencionar la obra de Valèry, Léautaud, Jouhandeau, Reverdy, Max Jacob, Montherlant, Cioran o Albert Caraco, por ceñirnos solo al ámbito de expresión francesa, para darnos cuenta de que esa escritura de retales prosigue hasta hoy más viva que nunca.
Camus decía de Chamfort que su obra, aparentemente dispersa y fragmentaria, conformaba la novela, disimulada, de un yo enfrentado al mundo, y al final, autodestructivo. Algo perfectamente aplicable, en todos sus extremos, al libro de Gómez Dávila. Pero, si hubiera que buscar un precedente aún más ajustado, yo miraría de la parte de Joubert, por ser más espiritual y materialista, de quien la editorial Periférica ha publicado recién una selección con el título Sobre arte y literatura.
Montaigne se jactaba de haber descrito no el ser, sino su paso, o su sombra; Gómez Dávila, más propenso a la confusión del dogmatismo, afirma que no pertenece “a un mundo que perece. Prolongo y transmito una verdad que no muere” (858). De aquí nace al mismo tiempo su serena lucidez, y no pocos excesos y confusiones en el orden político, y en el literario. “Pasamos la vida golpeando siempre a la misma puerta cerrada”, señala Gómez Dávila. Kafka le contestó, por adelantado, mostrando que pasamos la vida delante de una puerta que, a pesar de estar abierta de par en par, y pensada específicamente para cada uno de nosotros, no nos atrevemos jamás a franquear.
El genio del autor, no obstante, queda patente, en frases como ésta: “Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en la que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”. Sin duda, se trata de su gran principio de desasimiento epistemológico.
No puedo olvidarme, al repensar en el título, Escolios a un texto implícito, de Gilliant, el personaje de Los trabajos del mar, la novela de Hugo. Despechado por una mujer, el héroe se enroca en una cueva, encaramado a un escollo, asiste a la partida del barco de los amantes, mientras el agua va subiéndole por el cuello hasta sumergirse por entero. Así veo yo a Gómez Dávila: testarudo, brillante, pero despechado, enfrentado oscuramente contra la textura de la vida.
No quiero dejar de mencionar la excelente edición de Atalanta. Más de mil páginas y, abras por donde lo abras, el libro se deja leer plácidamente, sin revolverse ni cerrarse, como era el caso de los libros manufacturados del pasado.
P.S. El señor de la foto, el tipo con pinta de ruso satisfecho, rodeado de libros y de figuritas de porcelana, no es Gómez Dávila. Ya lo sé, pero se le parece mucho.