Se puede decir que Hopkins ha tenido suerte entre nosotros. Lo llevamos traduciendo más de medio siglo, con desigual fortuna, a un lado y a otro del Atlántico, en un intento de acercarlo renovado al lector hispano. Tres autores de entre los grandes han intentado también explicarlo (Cernuda, Dámaso Alonso, Muñoz Rojas), pero queda tanto… Pienso que cada intento, como el que ahora le dedica Rivero Taravillo (El mar y la alondra. Poesía selecta de Gerard Manley Hopkins, Vaso Roto, 2011), es al tiempo un logro y también un recordatorio de la distancia que una poesía como la de Hopkins implica para una cultura contemporánea cada vez más chata y acomplejada, cada vez más metida en la niebla parda de la suficiencia.
La selección de los poemas me parece impecable. Está lo esencial: algunos de los primeros poemas, ese gran poema-libro que es El Naufragio del Deutschland y un puñado de los poemas de madurez, un conjunto difícilmente superable que incluye obras maestras como La grandeza de Dios, El mar y la alondra, que da título al libro, The Windhover (dedicado por el poeta al Cristo, al que consideraba el único crítico ante el que rendir cuentas), Inversnaid, varios de los llamados “Sonetos terribles”, incluido el estremecedor Consuelo de la carroña que Hopkins afirmaba escrito no con tinta sino con sangre y por fin esa sima que es Que la naturaleza es un fuego heracliteano y del consuelo de la Resurrección.
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