Sigo leyendo, con entusiasmo, el nuevo libro de César Antonio Molina. Me permite ir, de ciudad en ciudad, por todo el mundo, con la boca abierta y el corazón caliente: increíble la cultura de César, es decir, la tolerancia con la que observa todo cuanto le rodea. Yo ya sabía del conocimiento que tiene de la Italia meridional, y de Roma, pero he descubierto que conoce aún más a fondo un lugar como Trieste. Si en Sicilia persigue de cerca la sombra de Lampedusa y Visconti por cada una de las piedras, salas y estancias desconocidas de mil y un palacios, en el norte serán Rilke (al que dedica unas páginas extraordinarias) o el Joyce triestino y hebraico. Como Schliemann, lo que hace es regresar a aquellos lugares y reconstruir, como el que no quiere la cosa, los estratos del proceso creativo de obras como El gatopardo, Las Elegías o el Ulises. Me atrevo a sugerir que esa puede ser la tesis de fondo de este libro, o al menos una de ellas: que el dolor (de la vida) se calma con la creación, con la entrega, la honestidad y la concentrada exposición que exige la creación artística genuina. Me he dejado, para el final, el viaje a Praga. Retraso la lectura de esa parte con delectación. De hecho, lo primero que leí no fue el paso italiano. Al contrario, me sumergí en lo más lejano: en China. Me pareció lo correcto. Recordaba la experiencia de Magris, en la segunda parte de El Danubio, para mí la mejor, en la Panonia magiar, en la que el viajero, lejos de la seguridad de la bibliografía "diligentemente consultada", deja de moverse con la desenvoltura de quien se encuentra en una tierra familiar; quería ver si, en el caso de César, aparecía la "prosa en tejanos" de la que hablaba nuestro común amigo triestino. No me parece casual que, el cuaderno de China, esté precedido de una corta, e inesperada, visita al cementerio de Montmartre. Ni me parece casual que, en el país asiático, en varios momentos, ante lo más desconocido y lejano, aparezca el recurso a la comparación con la tierra natal gallega. Ya lo había hecho en un poema escrito en el aeropuerto de Pekín, y que no me canso de recordar:Una densa niebla y una gran ventisca impiden despegar./Donde quiera que vaya: peligro y dificultades./Haga lo que haga: complicaciones y fracasos./Al igual que en Madrid pierdo el Metro,/ ahora en este otro continente/me detienen aires adversos./Envejezco en cada terminal./Envejezco en cada sala de espera./¿Adónde van a parar estas horas?/¿podré reclamarlas al final de mis días?/Como nimbo vagabundeo a merced de los altavoces./Como nimbo vagabundeo a merced de las pantallas./La azafata de información me sonríe/y me entrega una rama de sauce./T´u Lung escribió esta máxima: un buen viajero es el que no sabe a dónde va./Un viajero perfecto es que no sabe de donde viene./El el aeropuerto de Pekín el río humano de pasajeros perdidos/también se llama Eume".
3 comentarios:
Y como decía Paul Bowles en "El Cielo Protector": "un turista es el que piensa en regresar a casa desde el mismo momento de su llegada, mientras un viajero puede no regresar nunca..."
Me "pirria" la literatura de viajes, mucho, mucho. Ahora mismo voy a ver a este escritor. Eso de poder leerlo a saltos, también.
Muy conforme con lo de la creatividad como aspirina del dolor. El trabajo cuando te permite obtener un placer creativo nos enriquece, ya sea como albañil, comerciante o lo que sea. Sí, eso ya lo decía Erich Fromm sobre uno de los inconvenientes de esta era moderna. :(
Es una idea clave. Acaba de llamarme la mujer que ha protagonizado la batalla por salvar nuestro bosquecillo de la plaza cercana, batalla perdida, tiene 84 años, y me decía que su hija se preocupa, le dice que no lo tome tan a pecho, yo le decía que a mí me consuelan los libros, la escritura, la luz y que de vez en cuando tengo que irme a otra ciudad de Europa para calmar mi espíritu, pero las dos coincidíamos en que necesitamos resistirnos contra lo que nos parece equivocado e injusto... Hoy iba andando por la ciudad desventrada por las obras, dolorida del dentista y con este frío nuevo que muerde la cara, pero de pronto, la luz de poniente en las copas de los árboles y dos cúpulas de la Diagonal (árboles condenados por los planes municipales) tenía unas tonalidades malváceas maravillosas y sólo eso ya me transporta a otro lugar
pues por supuesto, lo que no se puede dejar es que encima nos amarguen la vida; sería ofrecerles en bandeja la última victoria
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