Ni tengo ni soy nada en absoluto; he engañado a mí ángel, Lucifer, y vendido mi alma a los ángeles del paraíso, y, sin embargo, no puedo entrar en él; ni me hallo en el mundo ni pertenezco a él, pero no puedo salir del mundo; odio, siento escalofríos a cada minuto, y, a pesar de todo, los minutos siguen pasando uno a uno; es, en una palabra, la más completa infelicidad. Nunca creería, incluso si alguien me lo dijera, que fuera posible vivir así. No creas que soy una persona tan pusilánime que no haya pensado si no sería mejor, al fin y al cabo, quitarme la vida, y que no esté dispuesta a hacerlo si realmente llegase a la convicción de que había llegado el momento. Porque dejar de vivir de esta manera es algo a lo que, en cualquier caso, estaría dispuesta la persona más pusilánime. Pero pienso que eso no resolvería nada. Anhelo la vida y huyo del vacío y de la nada, ¿y qué otra cosa brinda la muerte? Apasionadamente deseo vivir, apasionadamente rehuyo morir… Estas palabras, que bien podía haberlas redactado mi amiga mística, la que me escribe esas cartas tan realistas y poéticas, la que sabe hablar de su alma y no le importa desnudarla ante mí, las escribió mi admirada Karen Dinesen, la baronesa Blixen, Tanne, un espíritu al que vuelvo cada vez más a menudo en busca de consuelo y acompañamiento. Las circunstancias que rodean ese fragmento son bien conocidas: su matrimonio con un hombre al que nunca amó le ha sumido en la ruina económica, moral y física (el puñetero Barón, que Dios guarde en su seno misericordioso, no contento con arruinarle y pegarle la sífilis, quiso como remate a su destacada actuación desposeerle del título nobiliario tras su ruptura), su querida madre (la que le cuidó amorosamente de niña cuando su padre se suicidó abandonándola a su suerte, la que le ha acompañado y alentado en todas sus ilusiones, ha muerto), la aventura africana toca a su fin, Dennys (algún día hablaré a fondo de Finch-Hatton), el amor de su vida, decide también abandonarla después de que Tanne abortara al hijo de ambos que llevaba en sus entrañas. Por suerte para todos, entre el suicidio y la escritura, eligió esta segunda, comenzando entonces, contra viento y marea, una obra memorable que nace directamente del suelo del más profundo dolor. Sin tener nada, apenas una vieja casona nórdica (en la foto) que parece que se cierra sobre mí para protegerme, Tanne se revisita a sí misma, con toda su historia, plena de alegrías y traumas, en una segunda navegación esplendorosa. Recuerdo estas cosas mientras escucho la versión de Yehudi Menuhin de ese Doble Concierto de Bach con el que la baronesa solía emborracharse (con champagne) en las solitarias noches de Rungstedlund.
Y recuerdo a esa hermana espiritual, a la que debo tanto (no me puedo olvidar de su afirmación de que la verdadera religiosidad consiste en amar sin condiciones el propio destino), en una semana llena de cosas, de nuevas amistades, de alegrías grandes y pequeñas. Me decía una de esas personas a las que creo que puedo llamar amiga que el dos es un número inestable: los amigos son dos, los amantes son dos, pero estoy de acuerdo en que el dos es inestable. La amistad no se sabe nunca de donde puede llegar y yo procuro estar atento a lo que considero que es el mayor don de la vida; considero, de hecho, que la amistad es la condición sine qua non para que cualquier relación sea propiamente humana: me da lo mismo que se trate de la familia, de los compañeros de trabajo o de las que personas que a uno le sirven o le atienden de la manera que sea. He elegido siempre que he podido en la vida en función de la amistad. O al menos lo he intentado. La paternidad, la filiación o la fraternidad, sin la amistad, son una cadena, la mayor parte de las veces insoportable. El compañerismo es algo que he ignorado siempre, cuando se ha producido al margen de la amistad. Algunas de las personas que me han cuidado en la vida, material o espiritualmente, se encuentran entre las que de verdad puedo llamar amigos. Muchas relaciones profesionales, con periódicos, editoriales, fundaciones, etc, han dejado de interesarme cuando he comprobado que no era posible mantenerlas en el ámbito de la amistad con las personas responsables de las mismas. No sólo creo en la amistad hombre-mujer (un viejo tópico del que casi da vergüenza hablar pero que, por increíble que parezca, para algunos/as sigue siendo algo a lo que agarrarse en su cerrazón), sino que mis mejores "amigos" son en realidad amigas, empezando por supuesto por mi propia mujer. Con frecuencia los sentimientos se confunden, y que coño importa: manía de no mancharse con las cosas. Procuro ser fiel a la amistad, y creo que la mayor parte de las veces lo he sido, pero también es verdad que pienso que cuando un cristal se rompe no hay quien lo rehaga. En este punto puedo ser muy duro, a veces. La condición de la amistad es el respeto (cuanto más escrupuloso mejor) y el afecto. Hay personas muy afectuosas que son incapaces de respetar nada que no sea a ellos mismos o lo que les va interesando en cada caso (por razones económicas, por vanidad, por lo que sea); hay un número menor de gente que no sabe respetar a los demás por pura timidez: la única manera que tienen de mostrarte su afecto es haciéndote daño (no albergan mala intención y, aunque sepas que tienen la afectividad atrofiada, te dan ganas de gritarles que maduren de una vez y que se venzan). Aunque soy fiel, no me gusta dar la lata, creo que hay que dejar espacio, tengo una hipersensibilidad para darme cuenta de cuando estorbo y por eso con frecuencia desaparezco del mapa, en ocasiones para siempre. La amistad es como una balanza, muy delicada, de mucha precisión. También es, como ese artilugio, un medidor de almas. La vida vale lo que valgan los amigos que uno mantiene. La vida ha sido muy generosa conmigo en este capítulo, y le estoy eternamente agradecido por ello.
6 comentarios:
"que nace directamente del suelo del más profundo dolor": esa frase me recuerda a la cita de Wilde que puse el otro día, dos veces, aquí y en mi blog (Donde hay dolor hay un suelo sagrado). Podría suscribir la defensa de la amistad la que haces en este post, sólo añadiría que hay algunos a los que la envidia, que sufren terriblemente, les impide ser amigos, es decir, alegrarse de los éxitos de sus amigos, y yo siempre me alegro de no ser como ellos. Todos sentimos celos -miedo a ser sustituidos- y envidia -temor a no lograr lo que otros logran- pero hay algunos a quienes esos sentimientos no sólo paralizan sino que condicionan terriblemente.
Olvidé decir que soy fan de Karen Blixen, que está entre esas autoras de las que conferencio. Ella también, frente al peso de esas desdichas, pudo escribir con una ligereza feliz, tú has explicado muy bien su espiritualidad abrazando su destino, ella fue story-teller de una forma casi religiosa, como en la tradición árabe
en efecto recuerda a la frase de Wilde, que no sólo es redonda sino que encierra una verdad, y a idea de Natalia Guinzburg de porqué no había que quitar los crucifijos de las escuelas (porque eran el signo universal de un dolor que está siempre presente), y recuerda incluso a la propia Blixen que escribió ese cuento (de invierno) llamado el acre o el campo del dolor
pero sí, la verdad es que lo he escrito pensando en la frase de Wilde que había leído dos veces, o más, en tu blog; una intertextualidad bloguera y amistosa (al fin y al cabo ese el asunto del post)
ya te dije que aprendo rápido
creo que soy bastante envidioso/celoso, en ocasiones
y me imaginaba lo de la Blixen y tú
Me guardo estas frases, quizá un día o un año de estos las use (citándote, claro, como hice el otro día): "La amistad es como una balanza, muy delicada, de mucha precisión. También es, como ese artilugio, un medidor de almas. La vida vale lo que valgan los amigos que uno mantiene". Un saludo
Gracias Leandro: puedes citar lo que quieras y no hace ninguna falta que me cites. Gracias por pasarte por el blog
uy... has dicho "coño"
bonita la entrada.
sigo pensando que eres un coleccionista, y punto :D
(y un buen amigo tb)
un beso
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