Cuando Adam Zagajewski hubo de poner un título a su autobiografía, no le tembló la mano al decidirse por éste, bien a pesar de que de podía dar por descontado que más de uno habría, andando el tiempo, de acusarle de megalomanía. Invocar de entrada a la belleza, aunque sea ajena, supone recurrir a uno de los más grandes palabros, a uno cargado con una larga y densa trayectoria conceptual que empieza mucho antes de la guerra provocada por la bella Helena, como muy bien supo historiar Wladyslav Tatarkiewicz (en su Historia de seis ideas), otro gran polaco en el siglo en el que los humanistas polacos han sido especialmente grandes. Pero es que Zagayewski, que no tiene nada de megalómano, nunca ha querido renunciar a esa parte de la realidad que llamamos las cosas grandes de la vida: la épica, la totalidad, la plenitud, el sentido, la belleza o la misma vida y su valor.
En la teoría autobiográfica moderna, la reflexión sistemática sobre ese género en alza, se suele no obstante descuidar, al tratar de los fines de la autobiografía, el fin que, a falta de otro nombre mejor, se podría denominar, del reforzamiento. Toda obra poética quiere ser un intento de rondar o dar vueltas, a oscuras, a tientas, a un conjunto de cosas, que varían de un autor a otro. Se intenta lo siempre lo mismo con distintos medios, por varios caminos, con desigual fortuna, una y otra vez. La autobiografía es el intento, con frecuencia postrero, más directo, de tocar, de enunciar, de rozar con las yemas de los dedos el núcleo de esos temas, grandes o pequeños, que obsesionan a un escritor de por vida: los demonios de los que ha hablado Mario Vargas Llosa, sin saber hasta que punto el término teológico es correcto y preciso. La autobiografía, en la mayor parte de los casos, constituye la enésima vuelta de tuerca. El fin del reforzamiento, en la escritura autobiográfica, implica además el carácter declarativo de la misma: de manera más o menos consciente el autor nos revela, más directamente que en sus intentos narrativos o líricos previos, la ballena blanca y mortífera que ha perseguido por toda su oceanografía interior; hay que estar atentos a lo que significa todo autobiografía, desde el punto de vista del testimonio directo del autor sobre su obra. Y todo eso ocurre, comenzando por el título.
Zagajewski cree en la belleza, aunque con mucha frecuencia, como hiciera Dostoievski, la llame verdad o bien, cosa que también hace al hablar por ejemplo, en el contexto de la resistencia moral al totalitarismo soviético, de “el bien que regresa” (246). Adam Zagakewski aprendió de Simone Weil que una verdad no tiene casa, no tiene asiento (136), que no pertenece a nadie y que no puede ser poseída y mucho menos, por mucho que se intente, manipulada en su naturaleza más íntima. Una verdad a la que siempre es mejor pertenecer que no pretender que nos pertenezca. Por su lado, la belleza le parece poco fotogénica, pero lo suficiente como para poner su nombre con grandes letras en el título. Se refiere a ella como ajena, de los otros, de nadie. Algo que no tampoco se puede poseer pero en cuyo seno es necesario vivir. Pobre del escritor que antepone la belleza a la verdad (193), dice en otra página, revelando la conexión íntima, necesaria entre ambas dimensiones del ser.
Pero En la belleza ajena no es sólo una proposición titular, también es un libro: un libro de la vida como el de Teresa de Jesús, pero también como el ensayismo del Zbigniew Herbert que recorre los museos de Europa o del Josif Brodski de Menos que uno, como los apuntes de Jósef Czapski, las notas de condenado rimbaldianas o el Diario de Witold Gombrowich. Un libro (se puede aplicar a toda la obra del autor) que tiene una estructura a la vez sencilla y compleja: Zagajewski establece de un modo radial una serie de líneas que se dirigen todas a un mismo centro: lugares, momentos y proyecciones en el tiempo aún inexistente, formación interior, las artes, su obra, la teoría literaria (la implacable defensa de la poesía que quiere ser el libro), el amor, la religión, la historia, la política y la metafísica. El centro, naturalmente, no lo nombrará jamás. Conoce demasiado bien los secretos de la verdadera composición. Una composición que abre intersticios abismales y que no cierra ninguna grieta de la realidad: una composición dispuesta a dejar el máximo espacio entre los radios y que desea mantener a toda costa la entera libertad del lector, luchando en cada quiebro de la escritura por la suya propia.
Así va desarrollando, en el plano que conforma la vida de la ciudad amada, cada una de las líneas en las que su dinamismo vital se despliega en el tiempo; las va trazando, dando pequeños saltos, proyectando fugas, estableciendo comparaciones y uniones metonímicas entre las líneas. Las separa con amplios espacios en blanco, alternando la intensidad y la extensión de las entradas. Desde el punto de vista narrativo, En la belleza ajena es un largo diario, aparentemente inconexo, escrito desde el presente parisino, que mira a su formación, la formatio latina de la que habla Gadamer al comienzo de Verdad y método: es decir, la búsqueda o el rastreo de la propia imagen en la escritura como acción reconstitutiva; un autorretrato, y algo más, un intento moral de asunción de la propia imagen hasta la identificación con ella. El niño, el joven, el viejo, el vivo, el muerto. La gran diferencia es la de haber nacido (70) El hombre maduro se esfuerza (a veces con gran dificultad) en reconocerse en el hombre joven que fue, en encontrar una imagen de sí mismo en la que poder mirarse complacido. ¿Se producirá el milagro de la identidad? (138), se pregunta con modestia el autor. Se le hace muy difícil detenerse en la estación política de su poesía inicial (185). Prefiere los viajes interiores emprendidos antes y después: se mira en las sombras platónicas del cine, en las noches de trabajo nocturno, entre los muebles de las casas de una inteligentsia arruinada, liberal y digna, que sobrevive a duras penas gracias al ejercicio callado de su función natural. Los viajes se producen al revés que las salidas de Don Quijote: aquí van de la vida a los libros. Viajes nihilistas por el atlas carcomido de un tiempo tendencialmente totalitario.
Un atlas a la vez íntimo y exterior que se conforma con una estructura cuádruple que, de un modo esquemático, y enumerativo, podemos resumir así:
i) El espacio: se desarrolla en varias cuidades que miran a Cracovia, la cuidad elegida para vivir: Gliwice, París, Varsovia, Lvov, Praga, Lucca, La Toscana, las iglesitas de la Isla de Francia o Houston en América, los mismos lugares que aparecen destacados en los poemas de Zagajewski. Con sus museos ávidamente frecuentados (Berlín, Munich, Nueva York). Y las salas de conciertos, los parques y las amadas bibliotecas.
ii) El tiempo : todo el libro está escrito, e incardinado, en el presente. Desde París: “Estoy en la sala de un dentista, (en el número 36 de la rue de Courcelles)” (122), aunque a diferencia de escritores como Claudio Magris, le interesa intensamente el futuro, y por eso dice con desdén de alguien que “era uno de esos que se conforman con el momento histórico que les ha tocado vivir” (98). Y por supuesto el escurridizo pasado, que une, que explica en parte quien somos, como hemos llegado hasta aquí. No es una elegía sino más bien un epitalamio: pretende celebrar las bodas entre pasado y futuro (172) Narración de la vida: de los momentos de poesía e imaginación y de lo que hay en medio: de la cotidianeidad, de la historia humana más corriente en la que se registra la huella de la épica y la lírica que le dan su auténtico sentido.
iii) En la belleza ajena quiere ser ante todo una defensa de la poesía. Una crítica de los excesos de la teoría literaria, recurriendo en no pocas ocasiones al escueto aforismo. Una larga meditación sobre la tensión entre lo prosaico y lo poético (a partir de Gombrowich o Hegel). Un intento de establecer el filo en el que ambos mundos, que colindan, que apenas se tocan, pero que se necesitan como lo sagrado y lo profano. Un libro escrito con un poco de mala conciencia: una defensa de la poesía escrita en prosa, ¿no constituye de por sí una contradicción? (92) Defensa poética, pero nunca una reivindicación gremial de los poetas. Un cuadro bergmaniano de una época de viejos profesores quijotescos (Imgarden), arrumbados por el sistema comunista, de los tíos de Krakow, de los retratos del submundo comunista, de los funcionarios que “nada sabían” y que no se enfrentaban con los grandes dilemas: respondiendo a la vida con un simplista y nefasto “hay que vivir”. Ignorando que el valor de la vida es superior a la vida. Gentes sobre las que no es seguro que merezca la pena hablar, y que sin embargo, ocupan la mayor parte del libro.
iv) El método de la comparación: en las memorias de Zagajewski hay un recurso sistemático a la comparación. La metonimia es el método de aproximación y expresión de la realidad por excelencia: la señora Ch, su primera patrona se compara a la calle Dugla, su primera calle; la empleada del servicio de desratización de la ciudad se parece a las ratas que pretende exterminar. El cuarto a un aeropuerto. La escritura, a sus modelos. Los apartamentos sin espacio a la pintura del trecento, carente de perspectiva (74). El clima se suma a la esencia de la ciudad de la Europa central, los Cárpatos se vinculan con las características morales de los habitantes, los pájaros con las sopranos de la Opereta de Cracovia (103), la Polonia comunista resulta plana como un guante vacío (133). No podemos salir de la historicidad, como los judíos salieron de Egipto (133). Los poetas están tan lejos de la poesía como los guías de las montañas de las nubes (137). Las campanas se mecían con alegría como gimnastas en las barras paralelas (139) Los rostros de los turistas en los pasillos del Louvre se parecen a los retratos que cuelgan de las paredes (158) La poesía con la lluvia (e.e. cummings). Escribir es como respirar, como sudar (sin el aditivo moral, sin el juicio moral o estético, 101). Lo decisivo es el modo de decir y de comparar, las líneas que se trazan para conformar una relación de semejanza y diferencia: ahí está todo. Ahí está el hombre que hay detrás del libro, ahí está una vida que le es contigua. Interior y exterior. Ahí está el poeta que es Zagajewski.
Una vez apuntados algunos elementos de la estructura del libro, haremos mención a las líneas aludidas, a esos radios que miran a un mismo centro, that point to one end, que señalan sin desvelarlo un eje incontrovertible e innombrable. Lo haré en nueve fragmentos más, nueve fragmentos que, sumados al fragmento que es el título, conforman la comedia de la vida del autor. Lo haré siempre que pueda con palabras de Zagajewski, añadiendo en cada caso un comentario breve y elemental.
(Este texto es el primer punto de los diez que componen un ensayo que se acabo de publicar en la revista Turia, nº 89-90, marzo-mayo 2009, y que pronto se publicará traducido en Estados Unidos)
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