jueves, 5 de marzo de 2009

Marina Tsvetáieva 3

Tsviétaieva escribió tres poemas mayores, y en su caso se puede decir lo que casi nunca falla: que cada uno de sus grandes poemas estaban maridados con alguien. Forman una trilogía incomparable: El Poema de la Montaña, El Poema del Fin y el poema llamado Novogodnee, Poema del Año Nuevo. Los dos primeros los escribió en Praga, seguido el uno del otro, en el año 1924, con el fin de exorcizar su amor, a la vez correspondido e imposible, por Konstantín Rodzévich, íntimo amigo de su marido. Fieles a su título, suponen una cima espiritual, una larga reflexión poética sobre la separación, la distancia y el fin, tanto en su sentido teleológico como en el más deprimente e inmediato de puro término.
El tercero, Novogodnee, también está inspirado en eros, pero su amplitud llega a ser aún mayor. En este caso el destinatario explícito es el poeta Rainer María Rilke, que había muerto precisamente en las vísperas del año 27, en el que la pieza fue escrita.
En español tenemos una versión de Severo Sarduy. No obstante yo no la cambio por la que realizaron, después, Mónica Zgustova y Olvido García Valdés. Conozco algunos aspectos de la versión rusa a través de una amiga con la que repasé el poema palabra por palabra y, sobre todo, gracias al análisis pormenorizado que hizo del mismo Joseph Brodsky en Less Than One, acaso la mejor lectura de un poema que se haya realizado en los últimos treinta años. Algunas de sus consideraciones podrían ir en contra de la versión de Zgustova/García Valdés, pero sería una perspectiva injusta, propia de un academicismo tiquismiquis. Me atrevo a afirmar que la versión citada tiene una belleza y una fuerza tales que puede hacer olvidar (por un momento) al original.
Una elegía, una confesión. Una carta de amor en la que no cabe concebir una mayor pureza e intensidad del sentimiento. Para mí, un sacramental.
La separación es el gran tema de una Tsviétaieva que, a la altura de 1927, se había separado de su patria, de su idioma, de su honra, de su infancia, de sus lectores, de la fama, de sus padres, de su matrimonio, de sus grandes pasiones amorosas, de su hija Irina, muerta en 1920 de hambre y de frío, separación del futuro, de las montañas y hasta del fuego del alma. En Novogodnee da un paso más y se enfrenta con el problema capital: puede un poeta separase de la lengua a través de la cual vive. No de ésta lengua o de la otra (la nativa rusa, o la alemana, de elección para ella), sino de la posibilidad misma de nombrar y recrear el mundo a través de la palabra poética, de la voz recibida como don y custodiada al precio de la donación de la misma vida. Eso era algo que sólo estaba dispuesta a hablarlo con Rilke, y en confesión a la vez secreta y pública. Con la muerte de fondo. Y con la vida eterna, también. La separación que se condensaba tantas veces en el uso que hace del guión como elemento poemático.
La sustancia del poema es la irrealidad. Brodsky lo explica así: un poema es una realidad no menos importante que la presentada en el espacio y en el tiempo. Además, la disponibilidad de una realidad concreta, física, elimina, por lo general, la necesidad de un poema. No suele ser la realidad sino la irrealidad la que brinda la oportunidad para un poema. En particular, la oportunidad para Novogodnee fue una apoteosis de irrealidad, tanto en lo que se refiere a las relaciones cuanto al sentido metafísico: la muerte de Rilke. Algo, y esto lo añado yo, en lo que Marina jamás pudo creer en serio.

2 comentarios:

paisajescritos dijo...

Me gustaría saber: ¿alguien que escriba, que se dedique a escribir, que incluso escriba a veces para ejercitarse, pueda escribir dejando al margen su realidad, su vida personal, y que además insista en ello, en que todo es imaginación? aunque no lo parezca, me ha venido a la mente al hilo de esta entrada (acabaré aficionándome a MT, si no lo he hecho ha sido por desconocimiento)

Alvaro de la Rica dijo...

yo lo que pienso que lo más personal es precisamente lo imaginado