Todo el mundo sabe que la literatura occidental y los cantos de la guerra mantienen entre sí una relación genésica. Cuando un soldado está en plena batalla, ni puede ni debe hacer otra cosa que pelear. Tiene poco tiempo para dedicarse a ensoñar; la idea de detenerse a escribir sería directamente una locura. Todo recuerdo, aún los más bellos y entrañables, se convierten en ese momento en una trampa íntima y mortal. Tiene que avanzar plus loin plus avant parmi les siens (P.J. Jouve). Sólo el tamborilero puede producir algo distinto de la muerte que se confunde con la vida. Finalizada la lucha, un mensajero corre desde el campo de marte hasta los muros de la ciudad. Todos esperan al heraldo. Ansiosos atienden a su palabra. No aguardan un relato pormenorizado de los hechos. Sólo quieren oír la palabra victoria. Lo demás les sobra; además, el mensajero (basta con recordar al correo de Maratón en la Eubea), no está para largos discursos: apenas le queda ya un hálito de vida y está dispuesto a gastarlo sólo en depositar la mera noticia. Entonces habrá cumplido su misión postrera. Pero los meses y los años pasan. La batalla se aleja, el tiempo se aleja y las gentes ni pueden ni quieren olvidarse de nada. Los héroes que sobrevivieron a la batalla, están inermes contra cronos. Los nuevos retienen las gestas de los mayores que se han ido, escuchando, contando, agrandando. Se las cuentan a sus hijos, y, más tarde, sólo más tarde, éstos quizás las escriben. Para no olvidarlas. Pero cada vez va pasando más tiempo: entre las letras de los poetas y el hecho que las originó se abre un abismo de tiempo, un abismo mortal e insalvable. La presencia del hecho queda fijada como una tenue sombra de realidad. Es tan solo otra forma de vida, mental, incruenta, retórica.
Siempre ha pasado lo mismo con la literatura: y, por paradójico resulte, cuanto más muerta esté, mejor resulta (y si no os lo creéis, repasad a Homero, hasta hoy mismo insuperado)
De los últimos comentarios que se han hecho en este blog, los que más me han interesado son aquellos en los que se me ha calificado (con razón) de retórico, y, lo que parece aún peor, otra amiga me reprochaba mi propensión a sacrificar la vida en favor de la literatura. Hay un tercer tipo de comentarios que parten de un error de similar origen: quieren saber qué hay de "verdad" por ejemplo en la historia que escribí el otro día sobre Gerona: si compre o no el libro de Bolaño. También querrán valorar la veracidad de las confesiones que voy a añadir a continuación, en el próximo párrafo. ¡Ojalá pudiera ayudarles en ese afán por pasar de la literatura a la vida! Literatura y vida, literatura o vida: vel, vel o aut, aut. ¿Son excluyentes una y otra? Hasta cierto punto, sí. Quien crea que vive la vida plenamente, así, sin más, sin la distracción de la escritura y de los tiempos muertos a la que ésta nos obliga, corre el riesgo de la megalomanía; quien, por el contrario, renuncia de entrada a la vida, escondiéndose en la seguridad inerte de la letra escrita, puede haber muerto en vida, y se limitará a mantener una actitud parasitaria, propia de seres realmente capitidisminuidos. Son las famosas trampas en el solitario a las que con frecuencia aluden algunas, sin darse cuenta de que lo de menos son las trampas: lo verdaderamente patético es siempre jugar solo.
¿Entre quiénes me encuentro yo? Sin duda estoy más cerca de los segundos que de los primeros. Soy un mero espectador de mi propia vida, y ni siquiera he elegido para ello la primera fila. A mí me sobra con contemplar lo que me rodea y, si me es posible, detener un poco el paso del tiempo. Ante cualquier posibilidad, yo siempre preferiría no hacerlo. Por no hacerme falta, no necesito ni escribir, ni leer siquiera. Lo que de verdad me llena es el simple pasatiempo de hojear libros. Un amigo fotógrafo, que me quiso hacer un retrato hace unos meses, captó enseguida esa limitación mía. Hace tiempo que hice esa opción vital, o mortal. ¿Quién sabe? Por eso vivo en Pamplona. En la negra provincia en la que no pasa casi nada, y hasta lo poco que pasa a mí me aturde. Aquí soy todo lo feliz que puedo ser. Suscribo plenamente el título del libro en el que Ramón Gómez de la Serna habla de su vida: Automoribundia.
Pero, ¿existe una tercera forma de vida, un tertium genus, equidistante por igual del vitalismo y de la retórica? Os adelanto que creo que sí existe: es lo que un filósofo judío-triestino (Carlo Michelstaedter) llamaba persuasión, algo a lo que llevo años dándole vueltas.
(En la foto La pluma roja de Olek, de Wolf Erlbruch, de quien hablaré los próximos días)
4 comentarios:
Como dice un gran amigo Joaquín Tamames , de la fundación Ananta, la combinación de acción por las mañanas y recogimiento y conexión con el espíritu por las tardes , es una opción recomendable.
La cosa es que quienes vivimos entre libros estamos convencidos de que para hablar de lo que es, es necesario hablar tanto de lo que fue como de lo que pudiera haber sido.
Para mí, no hay diferencia entre vida y literatura. Vivo en y para ella. Quizás, porque no se puede escapara a la realidad, a pesar de ser una persona feliz, mis versos son tristes. !Qué bueno que no soy mi propio personaje! Me han gustado mucho tus últimas entradas. Abrazos
¿Quién era quien decía que pobre memoria la que recuerda solamente el pasado?
He estado releyendo los versos de Lauren, que os recomiendo a todos vivamente, y, caray, la verdad es que son muy muy tristes: cuando pienso en la jaula que abandonaron las aves de improviso, me recorre un escalofrío; y qué decir del primer embarazo… Conociéndote un poco, no creas que no deja de ser un bello enigma
Alfonso: lo de tu amigo a mi me recuerda al ora et labora benedictino.
Pasado y futuro, tristeza y belleza, acción y contemplación, ¿son distinciones de razón o son distinciones reales? ¿y ésta última alternativa? ¿es real?
al final siempre se topa uno con Descartes
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