sábado, 14 de marzo de 2009

Llorenç Villalonga

Anagrama, que ha acertado con tantos autores de su catálogo, deja caer de vez en cuando algunas perlas, pequeñas y más o menos berruecas, que podrían parecer un tanto fuera de lugar, pero que en el fondo están sacadas del mismo fondo inmenso que alimenta las colecciones principales: me basta con recordar aquel impresionante La leyenda del Santo Bebedor, con un prólogo de Carlos Barral que hacía justicia a uno de los mejores relatos de nuestro tiempo, o Una pena en observación de C.S. Lewis, traducida con verdadera empatía por Carmen Martín Gaite.
Aunque se trate de una reedición, hay que sumar a aquellas dos joyas este Dos pastiches proustianos de Llorenç Villalonga (en la foto). El editor ha cuidado al máximo los paratextos de la obra, desde la brillante portada de Julio Vivas hasta el epílogo que él mismo escribe y que incluye dos autógrafos de Villalonga, pasando por un prólogo de José Carlos Llop que sitúa con acierto y una pasión contenida estos escritos del autor de Bearn o la sala de las muñecas.
Dos pastiches de la obra de Marcel Proust, acaso la gran inspiradora de un autor que nos ha dejado memoria recobrada de un mundo dorado y en permanente fuga: la isla que los últimos aristócratas de Mallorca formaban entorno a su pasado, a sus casas, a su refinado cosmopolitismo y a una sabiduría antigua que les venía directamente de todas las orillas del mare nostrum.
En el primero de estos dos homenajes, Villalonga pone en la pluma de Proust los párrafos sutiles, largos y farragosos que éste dirige a su administrador para deshacerse de un coche De-Dion Bouton. En el segundo, el barón de Charlus se adentra directamente en el terruño de Bearn para descubrirnos los trazos más íntimos y sufrientes de su alter-ego, Robert de Montesquiou.
Villalonga realiza, en estos dos relatos breves, una incursión dificilísima en el mundo proustiano, y lo hace de una manera tan deliciosa como lograda a través de una imitación, menos caricaturesca de lo que puede parecer, del estilo de ese genio que fue Marcel Proust. Un pastiche. Una impostación que acentúa los rasgos para relativizarlos mediante el humor. Pero también, como he señalado antes, un homenaje, una traducción al idioma propio de un universo literario en principio ajeno. Con sus metáforas y aliteraciones. Con sus gestos, apenas recuperados. Con su puntuación. Con todo el amor que imitador e imitado sentían por el “tiempo” que se va irremediablemente. Antes siquiera de acabar de leer este bello libro.

1 comentario:

paisajescritos dijo...

Álvaro, ayer me pude hacer casi inmediatamente con los pastiches, aunque solamente por la brevedad de los textos ya se intuye la diferencia entre Proust y Villalonga: dos libros en un volumen vs. un libro en siete.
El recorrido de tu texto me resulta muy cercano: J. Roth (también he leído ya el Jefe de Estación... hablaremos). Otra cosa es Lewis, del que no se nada más que su paso por el cine: Narnia o su vida vía Attemborough (Tierras de Penumbra). Y de JC Llop espero que me cuentes algo, porque conozco sus opiniones sobre Villalonga (vs Sáchez Ferlosio, me encantan, ya te imaginas del lado de quien me puedo situar, ha sido tema de conversación estos días por aquí: yo no sé por que hay cosas que nos enseñan en el cole, y otras nos las ocultan... y esto lo digo por El Jarama), sé de su amor por Proust y además tiene esa novela sobre la vida de CG Ruano en París, que he estado a punto de comprar en varias ocasiones. Ponme al día porque de Llop no nos cuentan tanto como de Almudena Grandes (el ejemplo se me ha venido de golpe a la cabeza). Y echa un vistazo a ésto, para que veas el juego que da la literatura www.4esquinas.com, entra en Opinión y ahí en Fuente de Baco (El alcalde y el almendro). De paso puedes mirar en Historia el espacio Pista Previa, un divertimento que ya me ocupa un par de años. Bueno, voy a continuar con el domingo.