No han sido muchas veces, pero tampoco han sido pocas. Empezaron pronto, a los cinco o seis años. Hubo un momento en mi vida en el que se intensificaron, en cantidad y en calidad. No siempre eran iguales, y a veces eran más fuertes cuanto más inespecífico era lo que las provocaba. La nieve. Recuerdo siempre la nieve, pero también la lluvia, el gris de algunos días, el caer rojo de la tarde, la luz dorada de una lámpara. El contacto con la ropa. El sonido de unas tazas de café. La siesta. Primero en Madrid, y en Inglaterra. Recuerdo la luz sobre la hierba, al comienzo del verano. Los aeropuertos. Después otra vez recomenzaron en Madrid, al final del bachillerato. Y los primeros años en Pamplona. En los parques. Siempre en soledad y con mucho tiempo por delante. Aunque se trata de una forma de comunión con los demás, cuando se producía estaba siempre solo. No sé cuanto duraban. Unos segundos, tal vez, aunque su estela se prolongaba varias semanas después. Las cosas te ven. La realidad te ve. Hay un brillo, un esplendor en las cosas. Está a la vez fuera y dentro. Tú quedas anulado y al mismo tiempo exaltado. No hay palabras. Ni tiempo. Si lo has visto, ya no lo olvidas. Tratas de recuperarlo, pero sabes que es imposible por que no depende de ti. Es parte de la magia, de la transfiguración a la que asistes atónito. Casi siempre te coge desprevenido y sin hacer nada. Es instantáneo y eterno. En mi caso, tiene que ver con la literatura. Tiene todo que ver con la literatura. Tú no haces nada. No puedes hacer nada, y al mismo tiempo lo recibes todo.
3 comentarios:
Exacto.
Esta ahi, no sabes cuando llega, ni cuanto va a durar. Es un momento, una sensación y sin embargo perdura la felicidad que te deja.
¿Síndrome de Stendhal?
No es exactamente lo mismo, creo… pero hablaré de eso en otro post
Gracias a las dos
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