jueves, 31 de diciembre de 2009

Notas para un diario 151

Desconozco cuánta verdad contiene el adagio wallacestevensoniano según el cual "el poeta mira al mundo como un hombre mira a una mujer", y tampoco deseo averiguarlo del todo. ¿Funcionará al revés, cuando se trata de una poetisa? Es una de esas frases que sugiere cosas que me dan miedo. Lo que sí sé es que mi mirada al mundo no sería la que es sin unas cuantas mujeres que me orientan, desorientándome. Mientras redacto un texto para mí muy arriesgado y dificultoso, sobre la obra fotográfica de una amiga, recuerdo una conversación entrecortada en Madrid, con una persona sabia, además de varios avisos y recomendaciones navideñas de gente que se preocupa por mí, y que han puesto en crisis, una vez más, el sentido de la escritura de este blog (y especialmente el de estas notas de condenado). Los reproches se entrecruzan en direcciones varias: desde quien piensa que algunas de las cosas que aquí aparecen excitan un voyeurismo morboso (sería la cruz de la otra cara: mi exhibicionismo), hasta quienes opinan que siempre me callo cuando comienza lo interesante. Un tercer sector, minoritario pero sin duda aún más sutil, suma ambos reproches en uno, y afirma que el blog se desenvuelve en una fórmula demasiado explícita para algo que tiene demasiado poco interés. Si se trata de un cuaderno de notas, guárdatelo para ti y ofrece, con más pausa, sólo los frutos ya elaborados. Un artículo precioso de Enrique Vila-Matas, del pasado domingo, Tarea de tinieblas, que recordaba el aforismo de Kafka según el cual: "Lo positivo nos es dado al nacer; ahora nos toca hacer lo negativo", añadió algunos elementos a la cartesiana meditación sobre la prolongación patológica de mi yo que es este blog. Coincido con el autor del artículo en que "la realidad no puede aspirar a la plenitud si no cuenta con su correspondiente contradicción y negativo", y a mí también me gustaría creer que "como narrador, siempre preferiré la reflexión, la indagación, el revés del fotograma realista, una tarea de tinieblas, salir en busca de la emoción emboscada, ensayar una expedición a ese núcleo duro y, en definitiva, desplegar el arte de lo negativo", pero, ojo, que yo (no digo que no sea el caso de VM, aunque no debo darlo en absoluto por supuesto), me refiero a lo negativo también en un sentido moral, y a las tinieblas en el viejo sentido espiritual del oficio de tinieblas. En este punto, vida interior (o religiosa), equilibrio psíquico y tarea literaria o se dan la mano o se dan de manotazos. No fui yo, sino el propio Wallace Stevens quien dijo que "cuando se ha dejado de creer en un dios, la poesía es la esencia que ocupa su lugar en la redención de la vida". Pero, ¿se trata de esto? ¿Es ese realmente el problema? ¿Es que ahora nos vamos a tragar eso de que el arte nació del pecado de Adán y Eva? ¿Qué se hicieron artistas (textiles) al sentir su desnudez ante la mirada reprobatoria del Señor del Edén? Reconozco que todos estos inputs me han sumido en la perplejidad. Si se llevan las cosas al extremo, habrá que convenir con Wittgenstein, otro radical, que lo mejor es sencillamente callarse (y rezar, añado yo). Desde luego lo que a mí no me vale es utilizar la literatura como un simple velo; detesto la impecabilidad, y más aún su apariencia hipócrita, lo que no me impide caer en ello con ambos pies: yo preferiría recorrer el camino a la inversa, y desnudarme. Confieso que no tengo la menor idea de, en esta encrucijada, qué camino tomaré. Os lo iré contando, o no, quién sabe. "La relación del arte con la vida –añade Stevens, que en esto se atrevió a señalar lo que otros callan– es de primera importancia, especialmente en la era escéptica, puesto que, en la ausencia de la creencia en Dios, la mente vuelve a sus propias creaciones y las examina, no sólo desde el punto de vista estético, sino también por lo que revelan, por lo que validan o invalidan, por la ayuda que proporcionan". Hasta ahora la solución por la que he optado no es otra que la de convertir este problema, vital, en la sustancia de mi literatura. Me gustaría creer, con VM, que "si uno escribe y es fiel a sí mismo, teniendo en cuenta que su experiencia es única, siempre puede aportar sensaciones o ideas nuevas". Ojalá sea así, también el futuro año que se inicia. No lo sé. Pero bueno, no hace falta ponerse trágico. Estamos en la víspera del Año Nuevo. También dijo el sabio de Hartford que la poesía debe de ser irracional (la razón destruye y el poeta debe crear). Estoy de acuerdo, en la medida en que el arte de la escritura lidia con la bestia parda que somos cada uno. Como John Wayne con la jirafa de la película Hatari. Lo que más me gusta es el movimiento acompasado de ambos al levantar la pierna derecha. Parece que están bailando. Al menos, la cara de Wayne es de enorme satisfacción. A lo mejor esta noche de juerga acaba uno bailando con una jirafa. Será tan sólo otra metáfora de la vida y de la poesía, cuando realmente es vida. Os deseo una feliz salida y entrada de año, aunque no olvidéis que no somos nosotros los que entramos ni salimos en ninguna parte: es el tiempo el que manda, y el tiempo, como dijo Auden , sólo adora al lenguaje.

martes, 29 de diciembre de 2009

Georges Bernanos

Hace unos meses, en el contexto de mi libro sobre la guerra civil y el exilio español, leí la reedición de Los grandes cementerios bajo la luna de Georges Bernanos (Lumen, 2009). Entonces escribí este pequeño comentario que titulé El secreto de Bernanos:

Bernanos fue, para alguien tan aparentemente en sus antípodas como André Malraux, “el mejor novelista de nuestro tiempo”. Han sido muchos antes y ahora los que han alabado su genio, al mismo tiempo brusco y poderoso. Pero fue un novelista, ya entonces, políticamente incorrecto. Como lo es hoy. Alguien con un pie completamente fuera del tiempo. Alguien que se alejó siempre del rebaño cultural, y hasta del político, porque para él la cultura (literatura incluida) y la política eran vanitas vanitatum, nada y menos que nada. Las despreciaba olímpicamente. Odiaba la tan cacareada página en blanco. Escribía en los cafés y lugares públicos para no olvidarlo. No eran les mots, las palabras, lo que él quería inscribir en su vida. La palabra escrita sólo se justificaba para él en la medida en que constituía un acto, pero nunca al modo de los poetas sociales. Un acto en el único orden real, en el orden sobrenatural de la Gracia.

Nacido en la rue Joubert de París, el 20 de febrero de 1888, estudió en colegios católicos y recordó siempre, mientras escribía, la disposición interior con la que recibió a los 11 años la Primera Comunión. Amaba la infancia, la pobreza feliz de la infancia, la convicción de no necesitar nada porque alguien te protege, te alimenta, te cuida y te lo da todo. Monárquico por convicción, integrado en los círculos de la Acción Francesa, participa primero en la pelea política callejera y después en la Gran Guerra, se casa, tiene seis hijos, abandona sus trabajos jurídicos para malvivir de las letras, se instala aquí y allá, siempre a la búsqueda de un lugar menos oneroso, recala en Mallorca en octubre de 1934 (primero en la calle de Son Catleret, después en la calle 14 de Abril y finalmente en el número 30 de la calle de La Salud), vive la dominación franquista de la isla, se exilia a Brasil durante la Ocupación nazi, vuelve a Francia de la mano del General de Gaulle en julio de 1945 y, tras un paso fugaz por Túnez, muere en París el 5 de julio de 1948.

En Los grandes cementerios bajo la luna, Bernanos cuenta con pelos y señales, y después de tres años de convivir con la barbarie, la represión franquista, y lo que para él fue peor, la connivencia de la jerarquía católica con el horror. Es un libro duro, no apto para los bien pensantes. Bernanos aplicaba a las derechas españolas el nada nihilista aserto nietzschiano: “de la nada hicieron su Dios: no es extraño que se les haya quedado en nada”.

¿Cuál era entonces el secreto de Bernanos? ¿Cuáles eran sus coordenadas espirituales? ¿Cuál es el hilo que une, que explica, su obra narrativa, sus ensayos, su obra polémica, y hasta panfletaria? Primero hay que dejar claro que Bernanos no era ajeno a nada de lo que pasaba a su alrededor. No se entiende su obra si se prescinde de la dimensión histórica concreta, en la que él se había empleado a fondo, y hasta con violencia. Al contrario. Sabía, como Job, o como Cristo, que Dios no se hace palpable hasta que nos rasga las carnes. Dios no es una idea. Es una presencia en medio del mal, con el que se mezcla para purificarlo desde dentro. Ese fuego lo contiene la Iglesia, su Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo. Y esa fue su obsesión. La realidad a la que quiso vivir unido. La madre nutricia a la que no soportaba ver profanada por los lobos, aunque vinieran vestidos de rojo cárdeno. Por eso escribió La joie en La Salette. Por eso supo meterse, en ejercicio del sacerdocio real de los fieles, en la piel y en el diario de un sacerdote rural, en su famosa novela. Por eso empezó su obra confrontándose con las sombras solares de Satán, y quiso haberla acabado con una Vida de Jesús, el gran antagonista. No pudo hacerlo. La muerte vino en su rescate y nos perdimos un gran libro.

Cuenta el franco-chileno Daniel Pezeril (Passage des vivants, Cerf, 2007), acaso la persona que más le trató en los últimos años de su vida, que cuando de Gaulle le mandó llamar a Brasil, pues no concebía una República de Francia sin aquel monárquico irreductible, y le ofreció cualquier puesto de su elección en el Instituto o en la Academia, Bernanos tardó en contestar. Fue primero a consultar su decisión con un viejo monje. Quería actuar en conciencia, y con honor. Era su lema. Quería sujetarse a una voz que estuviese de verdad autorizada. La voz de la Iglesia a la que amó tanto que nunca estuvo dispuesto a mentir por ella.


domingo, 27 de diciembre de 2009

sábado, 26 de diciembre de 2009

Struck (Joe Henry)/Eloge de l´amour (Godard)

Notas para un diario 150






Noche de sueños, pasada la Navidad. Qué extraño es el sueño, qué inaprensibles sus vueltas y quiebros, y, sin embargo, cuán sutilmente se reflejan en él las vicisitudes del alma. A veces, los sueños no me dejan dormir, como ha ocurrido esta noche. Tengo que levantarme y respirar con calma, hasta recuperar el equilibrio; a mí no me gusta abandonar el yo, ni siquiera en sueños. Pero, al rato, me vuelvo a reclinar y espero que reaparezca ese mundo en el que soy, más que un protagonista, un espectador de mi vida íntima. Me inclino con miedo sobre la almohada, pero me dejo llevar. Esta noche, en el sueño, soñé que te robaba algo muy importante, algo que sólo te pertenecía a ti. Una palabra tuya, una sola palabra dicha con ternura, en plena vigilia, propicia los sueños más hondos, me introduce en los abismos del alma. Allí estabas tú, presente, sin estar delante. Estabas como un elogio. Como un elogio del amor.
P.S. La foto, Young Woman, Omagari 1953, es del fotógrafo japonés, Ihei Kimura (1901-1974). Dime si hay algo que se pueda comparar, en belleza, a un rostro humano. ¿A qué no sabes una cosa? Kimura murió un 31 de mayo.

viernes, 25 de diciembre de 2009

jueves, 24 de diciembre de 2009

Notas para un diario 149

"¿Qué es un parecido? Las personas, al morir, dejan atrás, para quienes les conocieron, un vacío, un espacio; ese espacio tiene contornos y es diferente en cada muerte. Dicho espacio, con sus contornos, es el parecido de la persona y es lo que busca el artista cuando retrata a una persona viva. Un parecido es algo que se deja atrás sin ser visto" (John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible)
A la misma hora, de antes de ayer, a la que llegaba a Madrid, moría mi amiga Adriana. Después de años de luchar contra el cáncer (esta metáfora, tópica, siempre me ha parecido falsa, pero no voy ahora a detenerme en porqué lo es), de tratamientos, de esperanzas frustradas, de dolor, también de aceptación de los hechos (Adriana era literalmente una persona de fe), se moría en Madrid, rodeada de su marido y de sus cuatro hijos, de su madre y de sus hermanos. Yo no llegué a verla en los últimos días. Nos habíamos despedido, sin decirlo, hace tiempo. Por otra parte, no tengo ni la menor sospecha de que las cosas se hayan terminado antes de ayer, con su muerte. No es así, ni mucho menos.
Como ocurre con frecuencia, en las grandes amistades, hay altos y bajos. Y éstos, a su vez, pueden ser de dos tipos: o de trato, o de fondo. Con Adriana hubo altibajos en el trato, pero nunca en el fondo. Años de intensa convivencia, en un momento muy importante de nuestras vidas (un momento que coincidió con los nacimientos y los primeros años de nuestros respectivos hijos), de los que me acuerdo demasiado bien, con todos los detalles incluidos, hicieron que esa amistad fuera profunda e indestructible en más de un sentido. Nos entendíamos muy bien, a la primera, y nos apreciábamos mutuamente. Recuerdo especialmente su llamada la mañana en la que murió mi madre, y todo lo que me dijo (ella estaba ya enferma).
No se me ocurre un modo mejor de entrar en el Misterio de la Navidad, un misterio de vida y de muerte, de muerte para la vida. Ave verum corpus, realmente tenía un cuerpo, un cuerpo dispuesto al sacrificio y al dolor, pero también al gozo y a la resurrección. Así es nuestra fe, la que compartía con Adriana, la que le habrá llevado, como una barca de oro, al encuentro de amor con el Padre.
Ayer, en el entierro, hubo un momento, después de que las oraciones y de que las palas comenzaran a echar tierra sobre su tumba, cuando ya nos volvíamos hacia los coches, en el que los cuatro hijos de Adriana se abrazaron, los cuatro, camino del coche que les esperaba en la entrada del camposanto. Iban andando deprisa, llorando los cuatro, pero fuertemente entrelazados y unidos por los hombros. A veces caminábamos así en el colegio, con el corazón ligero. Ayer, a esos niños (Andrea, Luis, Paula y Beatríz), el corazón seguro que les pesaba una tonelada. Todos se parecen de un modo u otro a sus padres, y lo que es mucho más importante, porque es interno, misterioso e indescifrable, se parecen al amor de sus padres. Sobre todo en ese gesto de afecto y de ternura que se prodigaron ayer, a la vista de todos cuantos les acompañábamos. Un parecido es algo que se deja atrás, sin ser visto. Es el parecido de Adriana.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Notas para un diario 148

Anoche, por si fueran pocos los motivos para soportar otra noche de insomnio, mientras hay gente a la que quiero y que sufre, sin que yo pueda hacer absolutamente nada para aliviarles, no se me ocurrió cosa mejor que sumergirme en el universo Katyn. No había visto la película en el cine, y por fin llegó al vídeo-club que frecuento. Ya la primera escena es impresionante: unos cientos de civiles, situados en ambos extremos de un puente de madera, a las afueras de Cracovia, se interpelan mutuamente: "¿Adónde vais?¿Estáis locos? ¡Volved, qué nos persiguen los alemanes! ¿Sí? ¡Pues por aquí vienen los soviets! ¡Dad marcha atrás, antes de que sea demasiado tarde!" ¡Qué horror!¡Qué angustia kafkiana! Nada más ver esas primeras escenas, le dije a Paula: "Prepárate a sufrir". En efecto. Durante dos horas, de la mano maestra de Andrei Wajda, se asiste a la retransmisión en diferido de uno de los episodios más penosos e indignos del siglo XX: el asesinato por los rusos, y la posterior ocultación del hecho, de quince mil oficiales polacos en la primavera de 1940. El crimen fundamental de este grupo humano (al que hay que añadir no pocos científicos, profesores universitarios y otros) fue el de haberse opuesto a la invasión nazi de su país. No se puede olvidar que Stalin y Hitler habían firmado un pacto, y no precisamente uno honroso. Los hombres de Beria no se andaban con chiquitas ginebrinas: un tiro en la parte posterior de la nuca, con salida por la frente (este procedimiento sumario hizo escuela). Y así hasta quince mil personas conducidas al matadero. Después había que ocultarlo todo. Los soviéticos pretendían adueñarse de Polonia, y, claro, no era una buena entrada, sobre todo para un pueblo como el polaco, noble y digno, un pueblo con memoria. Los franceses y los ingleses, en general, hicieron oídos sordos, cuando no algo peor. Defender la autoría rusa del crimen masivo era capciosamente identificado con una defensa del III Reich: no en vano Goebbels había escrito en su diario, el 12 de abril de 1943, que Katyn era su victoria (se refería a que el hecho demostraba que también los soviets eran unos asesinos desalmados, como lo eran ellos). Pero la Revolución era intocable, además de imparable (para mucho necio, lo ha seguido siendo hasta antes de ayer). Como dice Czeslaw Milosz, "el principal habitante de Europa en el siglo XX ha sido el miedo". El miedo, y sus hermanos de sangre: el horror y la barbarie. Como los domingos son propicios para el insomnio, me aticé un par de whiskies y me fui directamente a las fuentes: leí, ya en la cama, el famoso informe que Jósef Czapski (en la foto de Bohdan Paczowski) publicara en el Gavroche parisino, en mayo de 1945: La verdad sobre Katyn. Czapski, de quien he hablado más de una vez en este diario, pintor, escritor, tenía razones personales para investigar esos hechos. La primera era que él fue uno de los pocos que se salvaron milagrosamente de la masacre. La segunda, que los asesinados eran amigos y compañeros de armas. Comisionado por el General Anders (el que aparece abajo, en una foto de ese periodo con el propio escritor), recorrió media Rusia, habló con los testigos de una parte y de otra, se informó a conciencia, realizó sus propias inducciones y redactó el informe sin casarse con nadie.
Ahí está para el que quiera leerlo (Acantilado). Como no podía dormirme (ya eran las 2), me sumergí en los recuerdos que sobre Czapski redactó Adam Zagajewski. Creo que es uno de los memoriales más impresionantes que se hayan escrito sobre un artista del siglo pasado. Con la sutileza que caracteriza a Adam, juega al principio de su escrito con la idea de que Czapski, por su sabiduría, su temple, su hombría de bien, podía haber sido un juez bíblico. Un juez como el rey Salomón (al menos, Jósef Czapski ennoblecía uno de los más antiguos linajes patricios de su patria). Un juez que de hecho instruyó innumerables causas (además de la de los sucesos de Katyn), pero que era renuente a dictar ninguna clase de sentencias. Un hombre tan bueno que, sus propias acciones (como en el caso de Abel) eran otras tantas interpelaciones para sus semejantes. Además de sutil, Zagajewski es muy humilde y, aunque lo conoce de memoria, no cita la sentencia de Shelley (En defensa de la poesía), según el cual los poetas son los legisladores del mundo. Pero está implícito en lo mucho en lo que ahonda en este ensayo genial. Se conocieron y trataron en París, en los años ochenta. Czapski vivía en una especie de falansterio a las afuera de la ciudad, en Maisson-Laffite. Se vieron a menudo. Fue su maestro. Maestro de vida. Por tantos motivos que no se pueden ni siquiera resumir. Zagajewski constata, sin que pueda darnos demasiados detalles, que detrás del Czapski luminoso, se proyectaba un espíritu sumido en grandes abismos (y ya somos tres). Apunta a una de esas grietas del alma, cuando habla de la relación de Czapski con los escritos de Simone Weil y de Stanislaw Brzozowski. La mezcla de fascinación y rechazo que sentía el artista por estos dos místicos. La apuesta del pintor por el arte y la imaginación, frente a las seguridades metafísicas (de las que tampoco renegaba). Reprochaba a la Weil que rechazara el arte y su instrumento, la imaginación. ¿Qué nos quedará, entonces? ¿En nombre de qué debemos prescindir del juego de la creación poética? Yo, naturalmente, desde la misma aceptación del mundo de la creencia, y desde idéntica voluntad de no confundir el arte y la religión, de la que habla magistralmente Adam en ese ensayo, siento una rebeldía parecida ante el puritanismo de la Weil (que, como muy bien señala el autor del ensayo, viene directamente de Pascal). Sin la escritura, sin el arte, ni siquiera podríamos recordar a Czapski, o los episodios de Katyn, como merecen ser recordados.
P.S. He procurado leer todo lo que de Czapski ha caído en mis manos, ver todos sus cuadros, leer las semblanzas que se hicieron de él, andar por los caminos por los que anduvo ese gran hombre al que tanto admiro. Si Mandelstam soportó el encierro de la mano del Dante, Czapski hizo otro tanto con Proust y su tiempo perdido, y al tiempo recobrado. ¿Para cuándo una historia carcelaria de la literatura del siglo XX? Por falta de material no quedará. Lo específico, en este caso, es que se dedicó a compartir sus conocimientos con sus amigos de cárcel. De ahí salió un libro precioso, emocionante, que os recomiendo: Proust contre la déchéance. Conferences au camp de Griazowietz (Les Editions Noir sur Blanc, 1987).

domingo, 20 de diciembre de 2009

4º Domingo de Adviento: La Visitación

-Supongo que intentan hacerte creer un montón de tonterías.
-¿Tonterías? Ojalá lo fueran. A veces me parecen cosas terriblemente sensatas.
-Pero, mi querido Sebastian, no es posible que tomes todo eso en serio.
-¿No lo es?
-Me refiero a eso de la navidad, de la estrella, de los tres magos y el buey y el asno.
-¡Oh, sí! En eso, sí creo. Es una idea encantadora.
-Pero no puedes creer en algo sólo porque sea encantador.
-Pues yo lo hago. Es mi manera de creer.
(From Evelyn Waugh´s Brideshead Revisited)


sábado, 19 de diciembre de 2009

Notas para un diario 147

No sé lo que ocurre por otros lares, pero aquí en el viejo reino navarro estamos bajo cero; al despertarme, mirar por la ventana y contemplar, en silencio, todo este frío, me he acordado de Lidiya Ginzburg y su Diario del sitio de Leningrado. Quizás porque yo mismo me siento un tanto sitiado: como a todos, me rodea la cercanía de la muerte (una gran amiga mía agoniza en Madrid, devorada por el cáncer; otra, en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, transmite la vida a costa de la suya propia), el cansancio hasta la enfermedad, el miedo al desamor, o la desafección, la tentación del fracaso, la banalidad del mal que se hace tan patente estos días en los medios de comunicación de masas (nunca mejor dicho). En ese relato ruso, en el que un personaje denominado N., lucha por sobrevivir al asedio alemán de la ciudad, se dicen cosas precisas sobre la lógica sustitutoria, y circular, del sufrimiento: "Aquellos que se están ahogando, que aún forcejean en el agua, no tienen pereza de forcejear, no les resulta desagradable forcejear. Esto es la sustitución de un sufrimiento por otro, es la insensata obcecación de los desgraciados en un objetivo determinado, obcecación que explica por qué las personas son capaces de vivir en el aislamiento, en presidio, en los últimos escalones de la miseria, al tiempo que sus semejantes, viviendo en confortables chalets, se disparan un tiro en la sien sin motivos aparentes. El sufrimiento tiende permanentemente a librarse de sí mismo con la ayuda de otro sufrimiento que lo sustituya". Que yo sepa el primero que hablo expresamente de los círculos del sufrimiento fue el Dante. Lidiya Ginzburg señala, muchas páginas después, que sólo hay una acción que puede romper ese círculo: la escritura. La escritura convertida en acción humana, en el sentido que Hannah Arendt diera a esta expresión aristotélica. Lo explica muy bien la Ginzburg: "El círculo es el símbolo del bloqueo, símbolo de una percepción concentrada en sí misma. ¿Cómo romper ese círculo? La gente da vueltas dentro del círculo y no consigue alcanzar la realidad. Les parece que están luchando, pero no es verdad, los que luchan son aquellos que están en el frente. Les parece que no luchan, que únicamente se dedican a buscar alimentos, pero eso tampoco es cierto, porque ellos están haciendo en esta ciudad que lucha todo lo que es necesario para que se mantenga viva. Esto es lo que les ocurre a las personas cuya actuación no es una simple acción sino una reacción ante algo. ¿Cómo romper, entonces, este círculo con una verdadera acción? La actuación es siempre un reconocimiento de lazos comunes (sin los cuales sólo es posible mugir), lazos que incluso atan al hombre a su pesar, aunque los egoístas hablen y seguirán hablando (a escala mundial) de autoengaño, de aislamiento y de absurdo. Los que escriben, lo quieran o no, entablan un diálogo con el mundo exterior. Ya que los que han escrito mueren, mientras que lo escrito, con independencia de sus autores, permanece. Es posible que una conciencia prefiera para sus adentros destruirse completamente con todo su contenido. Pero los que escriben mueren; en cambio, lo escrito permanece. Escribir sobre el círculo es romper el círculo. A fin de cuentas se trata de una acción. En ese abismo de tiempo perdido, algo se ha encontrado". ¡Joder! En la edición que tengo de ese libro mágico y secreto, apunté, en alguna de la media docena de veces que lo he leído, entre paréntesis, después de esas frases que te he recopiado, que yo no estaba seguro de todo eso. No estaba seguro de que escribir fuera suficiente para romper el círculo, para hacer frente al vacío, a la nada que se perfila detrás de ese "algo se ha encontrado" final. Tampoco ahora estoy seguro, pero sí creo un poco más en el carácter sacro de la escritura, al menos en lo que a mi vida particular y concreta se refiere (a mi vocación, si prefieres llamarlo así). ¿Tendría que haber escrito sacro o, tan solo, venerable.? ¿Se trata de un elemento del culto debido, o no hay para tanto? ¿Se trata de un sacramento o, más bien, de un sacramental? No lo sé, aún. Está claro que escribir nos hace hombres, pero no está nada claro que pueda hacernos santos. ¿O sí? ¿Es que se puede ser perfecto sin ser plenamente hombre? Te recuerdo que la perfección, al menos en el sentido que a mí me interesa, no tiene nada que ver con la excelencia a la que a algunos les encanta aludir. Odio la excelencia. La excelencia es autorreferencial, cerrada y excluyente (excluye a los demás, respecto de los que se busca sobresalir); la perfección es un límite abierto, porque precisamente acoge hospitalariamente, no sólo a los demás, con todos sus defectos, sino a la imperfección propia. Se trata de irse perfeccionando, desde la imperfección; es un juego, una dialéctica, y no propiamente un progreso, un juicio interesado al otro, o una falsa escala hacia el sobresalir (ese genio que fue Pablo de Tarso no hablaba de juego, pero sí de deporte). Te diré aún más: no hay más perfección que el abajamiento, la kenosis que se nos pone delante estos días en forma de rey/Niño/esclavo. Se trata de vaciarse de uno mismo, despojarse de la doxa que nos es propia, como hombres y mujeres racionales que somos. Te he recomendado mil veces que leas a Lao-Tse. Hazlo si quieres y verás que también se puede escribir sobre lo que no se sabe. Subir, aunque sea por una sola vez, al Monte Carmelo: Para venir a lo que no sabes, has de venir por donde no sabes… En esta desnudez halla el espíritu descanso, porque no comunicando nada, nada le fatiga hacia arriba, y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad. ¿Ves de dónde bebieron, de verdad, Eliot o Chillida? Te acuerdas de las sonoras preguntas que el escultor vasco dirigió a los académicos de Madrid (aún estoy viendo su cara de acojono): ¿No será el arte consecuencia de una necesidad, hermosa y difícil, que nos conduce a tratar de hacer lo que no sabemos hacer? ¿No será esta necesidad prueba de que el hombre no se considera terminado?¿No será el paso decisivo para un artista el estar con frecuencia desorientado? Te acuerdas de María Zambrano, cuando escribió estos versos en prosa, que suscribo: El logos,– palabra y razón– se escinde por la poesía, que es palabra, sí, pero irracional. Es, en realidad, la palabra puesta al servicio de la embriaguez. Embriaguez y canto; canto, panida, pánico, melancolía inmensa de vivir, de desgranar los instantes, uno a uno, para que pasen sin remedio. Y la muerte. La poesía no acepta la razón para morir; la razón como aquello que vence a la muerte. Para la poesía, a la muerte nada la vence, si no es momentáneamente, el amor. Sólo el amor. Pero el amor desesperado, el amor que va irremisiblemente también, hacia la muerte.
An empty spirit/in vacant space, el verso de Stevens que tanto maravillaba a Ràfols-Casamada: eso quería ser yo, tan sólo eso. Y no lo consigo, no lo consigo…

viernes, 18 de diciembre de 2009

jueves, 17 de diciembre de 2009

Dos relatos

Estos días he leído dos relatos, dos nouvelles, que son otras tantas aproximaciones al mundo de la pintura. El primero, en una pequeña editorial, Trea (2009), está escrito por Almeida Faria, y se titula Vanitas, 51, avenue d´Iéna. Un narrador, invitado a pernoctar en el palacete que tuviera en la capital francesa el millonario armenio Calouste Gulbenkian, cuenta los encuentros nocturnos con el célebre amateur d´art, especialmente el relato de cómo fue adquiriendo las piezas de su colección lisboeta (entre ellas el precioso Retrato de una joven del Chirlandaio, en la foto de la izquierda). A mí me ha gustado la atmósfera espectral que Almeida Faria ha sabido recrear, las aproximaciones a los cuadros, y a la psicología de un personaje (Gulbenkian) que siempre me ha interesado. Casualmente, encontré hace un par de días la edición de El azul del infierno (Seix Barral, 2009), el relato inédito que Carlos Barral perfiló, en 1989, un mes antes de morir. Confuso, es todo muy confuso; no puedo ni por asomo señalar aquí, y ahora, todo lo que veo en este intento premonitorio, en parte malogrado (más, tratándose de quien lo escribe). No obstante, merece la pena leerlo. El azul del infierno no es otro que el azul de la estigia del cuadro de Patinir, sito en el Prado, "…un azul imposible, imposible de reproducir ahora con los colores industriales. Quién sabe cómo lo hacía. Directamente con polvo mineral de ese tono, quizás polvo de lapislázuli o de piedra de azur o alguna sal metálica totalmente desconocida. Se harán análisis, yo no sé, y con qué grasas, además del huevo. Un azul de alquimista. Los verdes también, pero sobre todo el azul. Yo he intentado copiarlo muchas veces, pero no sale, y en las fotografías y en las postales tampoco, mire es un azul compuesto…" El narrador, en su descripción de la tabla, escribe una cosa bonita de las hogueras del infierno: "…y detrás están los fuegos que yo creo que no son los de los castigos del infierno cristiano sino las hogueras de la memoria en las que arden los recuerdos de los recién llegados, de los recién muertos, que ya nunca se acordarán de nada, ni siquiera de quién son y de cómo se llamaron…"
P.S. Son más de 10.000 los visitantes únicos que han pasado por aquí en los últimos 4 meses, y teniendo en cuenta que uno de ellos fue agosto; casi 25.ooo páginas leídas. Cada vez somos más en este blog. ¡Gracias a todos!

martes, 15 de diciembre de 2009

Notas para un diario 146

El pasado viernes tuve el honor y la fortuna de participar en uno de esos actos, la presentación del libro Algunos hombres y otras mujeres…, de mi amiga Isabel Nuñez (en la foto), que te dejan una profunda huella. De nuevo La Central, de nuevo un público atento, de nuevo unos colegas inteligentes, llenos de elegancia y exentos de la pedantería, suficiencia y vanidad que embota el mundillo de las letras. ¿Qué habré hecho yo para merecer este intercambio feliz? Un ejemplo: justo antes de empezar, cuando todos estábamos un poco nerviosos y ensimismados, pensando en lo que diríamos cuando nos tocase el turno (yo personalmente detesto hablar en público, cada vez más, y sé que algún día, tôt ou tard, dejaré de hacerlo de forma definitiva), veo a una de las presentadoras, Elena Vilallonga, acercarse hacia mi lado de la mesa con unos muñequitos, unos play-móviles, idénticos a los que aparecen en la portada del libro de Isabel. Cuando había dejado dos figuras frente a mí, como hizo con cada uno de los ponentes, aún volvió de nuevo a retirar y cambiarme uno de ellos al que le faltaba una pieza de la cabeza. De inmediato recordé, cómo no, la frase de Mies: Dios está en los detalles. Toni Clapés, que moderaba la sesión, nos fue dando la palabra: primero Elena, luego me tocó a mí, después el propio Toni, y, para finalizar, Isabel, que se limitó, como no podía ser de otra manera, a leer uno de los cuentos del libro. Hubo alguna pregunta e intervención del público. Inteligentes. Concretas. Más tarde, nos fuimos a cenar una docena de amigos de Isabel. Al poco rato, se creó un ambiente fantástico. Personas de todas las edades, cada uno de su padre y de su madre, pero todos felices de acompañar a una persona así. Acabamos en el Belvedere (un lugar al que me veo, cada vez más, imantado, y en el que me están pasando cosas importantes últimamente), bromeando y riendo, a mandíbula batiente, hasta las cuatro de la mañana. ¿Pero, qué hago yo aquí, disfrutando de esta forma, con personas a las que, con la excepción de Isabel, no había visto en mi vida? ¿Cómo es posible que se produzca esa unión, esa fraternidad, en apenas unos instantes? ¿Cuál es el motivo de fondo por el que el libro de Isabel se convirtió, en un momento mágico, en un auténtico topoi?
Esa es la pregunta que llevo haciéndome desde entonces. Mi tentación sería decir que no tengo ni idea. Tal vez sería lo más honesto, pero contradiría algo que, los que llevan leyendo este blog algún tiempo, saben que es uno de mis lemas: jamás hay que rehuir ningún reto, ningún intento de explicación de un fenómeno, por misterioso o secreto que sea. Hay que intentarlo, y llegar hasta donde se pueda (ves, criatura luminosa, como yo puedo ser también bastante racional, y hasta racionalista, según se mire, y espero que por eso no dejes de quererme).
Con esa pregunta, latiéndome por dentro, he procurado rebobinar un poco, y volver a mirar todo lo que sucedió más despacio, con más atención, repasar lo que se dijo, y el contenido de lo que se dijo, o sea, a qué se referían en realidad las cosas que salieron por la boca de los que estuvimos allí esa tarde.
Naturalmente que todo se refería al libro en cuestión. Distintas visiones, todas ellas perfectamente válidas, a pesar de que en algún momento pudieran parecer (o realmente fueran) dispares. El arte es un asunto entre seres humanos. Es el espléndido título del espléndido estudio que hizo Paula, mi querida mujer, del crítico de arte Roger Fry. Ese título enuncia una gran verdad: el arte está hecho, en parte, para poder hablar, y para que cada uno diga, con respeto y rigor, lo que le parezca, exponiéndose a la equivocación. Así lo hicimos todos. Mi tesis de fondo tenía que ver con algo que llamé la fidelidad a la narración. Creo que ahí reside la fuerza del libro de Isabel. También la capacidad de revelación de una identidad, que sin duda contiene. Cuando en el Evangelio, alguien pregunta al Cristo, ¿quién es mi prójimo?, el Señor no responde con un discurso teórico. Sin solución de continuidad, cuenta una historia: "Bajaba un hombre de Jerusalem a Jericó…" Algo análogo es lo que yo he encontrado en Algunos hombres… Una historia, fiel a su lógica narrativa. Implacable. Impecable. Con estos dos calificativos me refiero a una cosa muy de fondo: nadie puede narrar su propia vida si no se desprende por adelantado de ella. El desprendimiento consiste en respetar su lógica, en no maquillar, en no manipular, en no excusarse. Se trata de trasponer el espíritu de la cosa, tal como fue, al papel. Situarse, en este sentido preciso, más allá de la historia, aunque se trate de la nuestra. "Yo había abandonado el mundo y ahora era, como si de pronto, el mundo me necesitara a mí", dice en un momento la protagonista de una de las historias (p. 53). Y es que para que el mundo le necesite a uno, primero es menester abandonarlo. No ser mundano. El relato de Isabel, cada uno de ellos, y el conjunto del que forman parte, se abre al lector, reclamando su propia respuesta, recordándole que lo esencial, para cada quien, más allá de la curiosidad, del morbo o del sentimentalismo que un libro así pueda suscitar, tiene que ver con él, con la vida concreta y real de cada lector. Como dijo de manera inmortal Isak Dinesen, en el Primer cuento del Cardenal, "sólo la historia tiene autoridad en el universo entero para responder a este grito que sale de lo más profundo de sus personajes, éste único grito de todos y cada uno de ellos: ¿Quién soy?" La pericia y el valor de Isabel Nuñez, como narradora, consiste fundamentalmente en guardar y vigilar la historia que va desgranando en cada uno de los cuentos. A mí, como lector, me interesa mucho más esa fidelidad que la dimensión racional o sapiencial que, sin duda, todos y cada uno desprenden. Cuando afirmo que la historia se abre definitivamente al final, no estoy señalando que los primeros cuentos sean de ninguna manera inferiores a los últimos: al contrario, es la coherencia lógica (de logos, sentido) lo que lleva de un modo natural a la morosidad final, a la mayor apertura, madurez y comprehensión de una voz narrativa que ha ido creciendo a lo largo de docenas de páginas anteriores, necesarias, esenciales. Precisamente por eso, lo sepa ella o no, al final del acto, Isabel sólo podía leernos un cuento. Si nos hubiera ofrecido un discurso, por lúcido que este hubiese sido, ayudada por el hecho revelador en que consistió el diálogo sostenido por sus amigos, la magia se hubiera perdido. Leyó, con ese ritmo tan suyo. Habló como habla la lluvia, apuntando a cosas que la razón jamás podrá alcanzar. Un no sé qué. Un rumor. Un mito que, lógicamente, va mucho más allá de ella (como la buena literatura, roza lo intemporal y lo universal). Algo que apela al silencio final. A la introspección de cada lector. Algo que nos envolvió después, durante la cena, y que aún hoy nos envuelve. Penetrante. Amoroso. Alentador. "Cuando el narrador es fiel, dice la Dinesen en otro de sus cuentos, La página en blanco, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final es el silencio quien habla". No el vacío, si no el silencio después de la palabra fiel. Esa es la aventura cervantina, la novedad eliotiana a la que a Isabel le gusta con frecuencia referirse.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Le Spectre de la Rose (Berlioz/Janet Baker)


Escribir








Escribir (Prolongar el tiempo)
No puedo escribir mientras estoy ansiosa o espero soluciones, porque en esos momentos hago cualquier cosa para que las horas pasen, y escribir es prolongar el tiempo, es dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida insustituible.
(De Clarice Lispector, Para no olvidar. Crónicas y otros textos)

domingo, 13 de diciembre de 2009

Vargas Llosa on Magris

Claudio Magris está en Lima y se presta sin desánimo a las servidumbres de la fama: entrevistas, conferencias, autógrafos, doctorados honoris causa. Tanto en sus presentaciones públicas como en sus respuestas a los periodistas que lo acosan evita los lugares comunes, no hace concesiones a la galería ni a la corrección política y se esfuerza de manera denodada para no sacrificar la complejidad y el matiz cada vez que habla de política. Todo lo que ha dicho sobre Berlusconi, la situación en Italia, el problema de la inmigración, las tendencias xenófobas y racistas y el temor al integrismo islámico en la Europa de nuestros días es de una rigurosa lucidez, como suelen serlo sus ensayos y artículos. Resulta estimulante comprobar que, en plena civilización de la frivolidad y el espectáculo, todavía quedan intelectuales que creen, como decía Sartre, que "las palabras son actos" y que la literatura ayuda a vivir a la gente y puede cambiar la historia.

Desde que, a fines de los años ochenta, leí El Danubio tengo a Magris por uno de los mejores escritores de nuestro tiempo y, acaso, entre sus contemporáneos el que mejor ha mostrado en sus libros de viaje, sus estudios críticos, sus ficciones y artículos periodísticos cómo la literatura, junto con el placer que nos depara cuando es original y profunda, nos educa, y enriquece como ciudadanos obligándonos a revisar convicciones, creencias, conocimientos, percepciones, enfrentándonos a una vida que es siempre problemática, múltiple e inapresable mediante esquemas ideológicos o dogmas religiosos, siempre más sutil e inesperada que las elaboradas construcciones racionales que pretenden expresarla.

Ésa es una de las grandes lecciones de El Danubio: para encontrar un rumbo y no extraviarse en esa vorágine de lenguas, razas, costumbres, religiones, mitos e historias que han surgido a lo largo de los siglos en las orillas del gran río que nace en un impreciso rincón de Alemania y va a desaguar en el Mar Negro luego de regar Austria, Chequia, Eslovaquia, Yugoslavia, Hungría, Bulgaria y Rumanía, son más útiles las fantasías novelescas y los poemas de los escritores danubianos que los voluminosos tratados sociológicos, históricos y políticos surgidos en su seno a los que a menudo las querellas nacionalistas y étnicas privan de objetividad y probidad. En cambio, sin siquiera proponérselo, la literatura que inspiró -Kafka, Céline, Canetti, Joseph Roth, Attila József y muchos otros menos conocidos- revela los secretos consensos que prevalecen soterrados bajo esa diversidad, un denominador común que delata lo artificial y sanguinario de las fronteras que erizan esa vastísima región bautizada, creo que por él, como Mitteleuropa.

Libro de viajes, autobiografía, análisis político-cultural, El Danubio es ante todo un libro de crítica literaria, entendida ésta, en contra de la tendencia dominante en nuestro tiempo de autopsia filológica o deconstrucción lingüística de un texto separado de su referente real, como una aproximación a la realidad histórica y social a través de las visiones que de ella nos da la creación literaria y su cotejo con las que las ciencias sociales nos proponen. Para Magris, en las antípodas de un Paul de Man o un Jacques Derrida, la literatura no remite sólo a ella misma, no es una realidad autosuficiente, sino una organización fantaseada de esa protoplasmática confusión que es la vida que se vive sin poder tomar distancia ni perspectiva sobre ella, un orden creado que da sentido, coherencia y cierta seguridad al individuo. Lo mismo hacen las religiones, filosofías e ideologías, desde luego. Pero la gran diferencia entre la literatura y estos otros órdenes inventados para enfrentar el caos de lo vivido, según explica Magris en uno de sus más sutiles y persuasivos ensayos incluido en su libro La historia no ha terminado, 'Laicidad, la gran incomprendida', es el carácter "laico" de aquella, un conocimiento no sectario ni dogmático sino crítico y racional. Laico no significa enemigo de la religión sino ciudadano independiente, emancipado del rebaño, que piensa y actúa por sí mismo, de manera lúcida, no por reflejos condicionados: "Laico es quien sabe abrazar una idea sin someterse a ella, quien sabe comprometerse políticamente conservando la independencia crítica, reírse y sonreír de lo que ama sin dejar por ello de amarlo; quien está libre de la necesidad de idolatrar y de desacralizar, quien no se hace trampas a sí mismo encontrando mil justificaciones ideológicas para sus propias faltas, quien está libre del culto de sí mismo". ¿Qué mejor manera de decir que la literatura contribuye de manera decisiva a formar ciudadanos responsables y libres?

Borges dijo alguna vez: "Estoy podrido de literatura". Quería decir que gracias a la irrealidad creada por las fantasías de los grandes escritores había vivido más tiempo fuera del mundo real que dentro de él. La suya es una metáfora que contiene una visión de la literatura como una realidad paralela que permite a los lectores refugiarse en ella para huir del mundo real y confinarse en la pura fantasía. La literatura, para Claudio Magris, es, por el contrario, no una fuga sino una inmersión intensa y profunda en la realidad, acaso la más acerada, exquisita e instructiva manera de entender esa realidad de la que formamos parte, en la que aparecemos y desaparecemos y de la cual jamás tendríamos aquella distancia que permite el conocimiento si, creyendo sólo contar y escribir historias para entretenimiento de las gentes, no hubiéramos inventado un mecanismo que nos emancipa de lo vivido para entenderlo mejor.

Él también está "podrido" de literatura y por eso suele ser tan certero cuando, en sus artículos y ensayos del Corriere Della Sera, en el que escribe hace más de cuarenta años, opina sobre política, religión, economía, arte, sociedad, la mafia, el terrorismo, la guerra y demás temas de actualidad. Sea cual sea el asunto sobre el que opina, la literatura siempre asoma, no como adorno ni desplante erudito, más bien como un punto de vista que enriquece, matiza o cuestiona las lecturas supuestamente objetivas e imparciales de lo que ocurre a nuestro alrededor. Tal vez ningún otro escritor de nuestra época haya hecho tanto como Magris para demostrar prácticamente cómo la literatura, en vez de estar disociada de la vida y ser una realidad aparte, confinada en sí misma, es una manera privilegiada y excelsa de vivir, entendiendo lo que se vive y para qué se vive: cómo en la vida hay jerarquías, valores y desvalores, opciones que defender y que criticar y combatir, por ejemplo las fronteras.

Nacido en Trieste, lugar que ha sido nudo y crucero de culturas, Magris es un especialista en fronteras. Equipado con esa arma literaria que en sus manos puede ser mortífera ha dedicado buena parte de su vida a estudiarlas y a demolerlas. Germanista de formación, también domina las lenguas románicas y esa rica asimilación de tantas literaturas le permite mostrar que la llamada globalización no es un fenómeno de nuestra época, sino la extensión actual, al campo económico y político, de una vieja herencia que en el campo de la cultura practicaron los fundadores de la literatura occidental, empezando por Homero. Leer a los clásicos sirve para advertir lo artificiales y efímeras que son las fronteras cuando se trata de encarar lo esencial de la condición humana, la vida, la muerte, el amor, la amistad, la pobreza y la riqueza, la enfermedad, la cultura, la fe. Las fronteras físicas, culturales, religiosas y políticas sólo han servido para incomunicar a los seres humanos e intoxicarlos de incomprensión y de prejuicios hacia el prójimo y nada lo ha mostrado de manera más dramática que la buena literatura. Por eso, todo lo que contribuya a debilitar y desvanecer las fronteras es positivo, la mejor manera de vacunarse contra futuros apocalipsis como las dos guerras mundiales del siglo XX. La construcción europea puede merecer muchas críticas, sin duda, pero sólo a partir de un reconocimiento imprescindible: que el mero hecho de que semejante proyecto sea una realidad en marcha, la progresiva desaparición de las fronteras entre pueblos que se han entrematado por ellas a lo largo de siglos, es un paso formidable en el camino de la civilización.

En estos días grisáceos con los que el invierno se despide de Lima, ha sido grato leer y escuchar a Claudio Magris, un anuncio de los días buenos días de cielo despejado y luz cálida que se avecinan.
Este artículo de Mario Vargas Llosa sobre Claudio Magris se publica hoy en la edición de El País.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Nora Catelli

Cuando estoy ya con un pie en el estribo, camino de Barcelona, donde se presenta el nuevo libro de Isabel Nuñez, me llega via alarmas googelianas, este vídeo de la presentación de mi Kafka en La Central, y en concreto de la intervención de Nora Catelli. No pensaba subirlo al blog, por que no se trata de aburrir a nadie con un chorreteo autorreferencial, pero en cuanto lo he visto me ha quedado más que claro que sí debía de incorporarlo. Oír a Nora hablar de literatura es un placer. Además, y debo de reconocer (soy muy lento) que no me di cuenta, sobre la marcha, de la calidad intelectual y la hondura con la que había leído el libro, y captado su sentido. Siempre he pensado que una de las cosas más difíciles de encontrar es un buen profesor, de lo que sea, pero, amigo, cuando se encuentra, hay que reconocer que la formación universitaria y académica puede ser una de las expresiones más civilizadas de la actividad humana.

Nora Catelli presenta "Kafka y el Holocausto" de Álvaro de la Rica from Canal-L televisión on Vimeo.

Jules Supervielle y Robert Desnos

Por fin algo de Supervielle (en la foto), por fin algo de Desnos, en el panorama editorial español reciente. Cuánto me alegro. Qué valientes los editores: Pretextos para Supervielle (Vivir y quehacer del poeta), y Cabaret Voltaire para Desnos (La liberté ou l´amour!). De la edición del poeta franco uruguayo (por cierto, ha salido recién la edición de la Obra completa de Lautréamont en Pléiade; como quizás se sabe, Lautréamont/Isidore Ducasse, Laforgue y Supervielle, suma y cima de la poesía francesa moderna, nacieron los tres en Montevideo; sí, es para hacérselo mirar, pero mientras podemos ir leyendo la magnífica y última edición completa de los Chants de Maldoror). Me llama la atención que el traductor y editor de Supervielle, Vivir y quehacer del poeta, no haya incluido, entre la bibliografía, el ensayo de Florence Delay titulado Futur ou volcan portatif. Jules Supervielle, el que comienza insistiendo en que Supervielle es futuro (La séduction brève, Gallimard, 1997). "En el paso de un estado al otro, de una sensación a otra, Supervielle es muy capaz. Por que no se trata sólo de obtener imágenes logradas, hay que conseguir trazar los puentes para pasar de las líneas rotas a las líneas rectas de una narración. El movimiento que le cautiva es el que entra desde afuera, el que va de lo real a lo irreal, siendo el cuerpo el instrumento de cinco cuerdas apto para interpretar un mundo a la vez que lo experimenta." No está mal la aproximación. No conozco mejores. En ese mismo ensayo memorable, Florence Delay menciona de pasada a Robert Desnos, cuando afirma que, junto con El hombre de la pampa, la novela surrealista que prefiere es La liberté ou l´amour! (La conjunción o de "la libertad o el amor" no es disyuntiva, significa en realidad que sin libertad no hay amor, ni a la inversa. Son dos formas de nombrar la misma cosa, de la misma manera en que antes nos decían Estambul o Constantinopla).
Ahora se ha publicado en español la novela y ojalá que tenga muchos lectores. Me sobrecoge el comienzo de la narración propiamente dicha: 1. Robert Desnos. Nació en París el 4 de julio de 1900. Murió en París el 13 de diciembre de 1924, día en que escribió estas líneas. Se escribe con todo, con la vida misma, que se abandona en el momento en el que se escribe, de verdad. Y la ciudad de París, siempre al fondo, principio y fin de todo. Parte de la novela fue censurada por el Tribunal Correccional. Desnos murió, de nuevo, asesinado en Terezin (¡qué dolorosa foto!): Por defender la libertad, o el amor. En Un poète, un poema de Superville que encabeza la edición mencionada, se insiste en el mismo misterio de la muerte del hombre doblada por la muerte del poeta, pleno de las transiciones mágicas a las que alude Florence en su ensayo: No siempre voy solo al fondo de mi mismo,/Pues arrastro conmigo a más de un ser viviente./¿Piensan quienes entran en mis frías cavernas/que lograrán salir tan siquiera un instante?/Como al hundirse un barco, en mi noche amontono,/Revueltos, a la tripulación y a los pasajeros,/Y en los camarotes les apago la luz de los ojos/De los grandes abismos hago yo mis amigos (trad. del editor, Ramón Puig de la Bellacasa).

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Notas para un diario 145

Siguiendo (y mira que te he dicho mil veces que no se empieza un escrito con un gerundio) una costumbre inveterada en el seno de mi familia política, ayer, fiesta de la Inmaculada Concepción, nos dedicamos con ahínco a poner ecuménicamente el Belén, el Árbol de Navidad y los adornos de rigor por toda la casa, y hasta por fuera (lo siento, Leyre, si invado tu espacio te prometo que quito los trastos sin el menor resquemor); ayer, en el sermón de la Misa, el cura dijo algo que me llamo la atención: se distanciaba de algunas ascéticas contemporáneas que pretenden imitar a María en algo que, según él, sólo le corresponde a la Virgen: haber dicho a Dios siempre que sí. No hay que exagerar, añadió el sabio y viejo cura, nosotros arrastramos el pecado original y el personal, y ojalá podamos decir in hora mortis nostrae que le hemos dicho más veces sí que no. Pero, ¿a quién le siguen importando estas cosas? Pues a mí, por ejemplo. Eso me recuerda que, por la mañana, mientras los niños, con Inés a la cabeza, ponían alegremente el musgo y la nieve artificial, por encima de ese pesebre que es antes que nada un patíbulo en forma de cruz, yo me escondía (¿escaqueaba?) en mi rincón y corregía una parte de la traducción de mi libro kafkiano al francés. En concreto, al releer el prólogo de Magris (no sé, en francés suena distinto, como más importante), me di cuenta de que esa misma idea, la del curilla de la Misa de una y media a la que asisto, en realidad la expresó Kafka, según mi interpretación, en la parábola Ante la ley. A Claudio eso le gustó: el campesino que prefiere dedicar la vida a permanecer fuera del núcleo de la Ley, pero cerca. Se trata de la misma idea, exacta, que se canta nada menos que en el Salmo 84: "Qué amables son tus moradas,/Señor de los ejércitos!/Mi alma añora, desfallece por los atrios del Señor;/mi corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo/Pues vale más un día en tus atrios/que mil fuera./Prefiero estar en el umbral de la Casa de mi Dios/que habitar las tiendas de los impíos". Me parece increíble no haberlo citado en mi libro. Lo único que me consuela es que al menos confirma que mi interpretación era original: iba directamente a los fundamentos del judaísmo. David. El Rey. El profeta. El poeta. El Juez. El amante de la mujer ajena. El manipulador egoísta y desalmado. El guerrero cantarín. Hay otra parte del Salmo que me impresiona, siempre que la leo: "Hasta el pajarillo encuentra una casa/y la golondrina su nido,/donde poner sus polluelos… Dichoso el hombre que tiene su auxilio en Ti,/y su corazón decide peregrinar./ Ellos al pasar por el valle del llanto,/lo convierten en un manantial/la lluvia temprana los cubre de bendiciones". Y, ¿por qué te impresiona, so pesado? Pues te lo voy a decir, aunque para eso necesito hacer un poco de glosa hermenéutica. El primer versículo que he citado, el del pajarillo, quiere decir dos cosas distintas, y ambas penden de la comparación implícita del hombre con los pájaros : primero, que a veces parece que los animales, en este caso las bestias volantes, tienen más acomodo en el mundo, que los hombres. Cierto, además de bello. Y, en segundo lugar, el salmo dice que si las golondrinas se ubican, y se perpetúan, por instinto, los hombres harán otro tanto, pero por voluntad. Lo mejor está, no obstante, por llegar. Viene a decir después, en relación con lo anterior, que el hombre encuentra el lugar, perdiéndolo. Saliendo a peregrinar, o sea, lanzándose hacia delante por los caminos de la vida (de la vida interior, sobre todo, y por eso dice que quien peregrina es el corazón). Se encuentra, y descansa, sólo, cuando se refugia en Dios, y no en su propia seguridad falsa. Y ahora viene lo más poético (por verdadero). Entonces, cuando ha salido de sí, y se ha acercado al dinamismo de Dios, a la ausencia de miedo por el cambio, encuentra el dolor. El llanto. El pecado. La debilidad. El famoso valle de lágrimas al que se aboca, a menudo, la vida. Un torrente de agua que parece que nos va a sobrepujar. Pero, y menudo cierre del salmista, ese manantial de lágrimas se convierte en fuente de vida y de fertilidad. Por la noche escuche una parte del mensaje del Papa en el tradicional encuentro de la Piazza di Spagna: ¿Qué le dice María a la ciudad de Roma? ¿Qué nos recuerda a todos con su presencia? Nos recuerda que donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia. Y que "en el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal y ninguno de nosotros debe sentirse con el derecho a juzgar a los demás, sino que más bien cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo." Amén.
P.S. Aviso a los lectores de Barcelona: el próximo viernes 11, pasado mañana, en La Central, en el horario habitual de las 19:30, Isabel Nuñez presenta su libro Algunos hombres y otras mujeres…, acto en el que tendré el honor de participar, junto a la autora.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Notas para un diario 144

Un entrevistador pregunta a una poetisa, grande, inmensa, como es Wislawa Szymborska, que acaba de publicar un nuevo libro (titulado Aquí) en Bartleby Editores, si el amor es un tema facilón, literariamente se entiende. Menudo ojo. La contestación no tiene desperdicio: "Ah, ése no es tan fácil. Y lo más difícil es el erotismo, que de hecho se ha tratado muy poco en poesía. Nunca he leído un poema que sea capaz de trasladar lo que sucede entre dos personas. Hablo del erotismo puro, no del amor como sentimiento, que sí es más fácil de expresar". Toma ya. No seré yo el que le discuta, pero me he quedado todo el fin de semana pensando, entre otras cosas, si yo conocía alguno. Un poema que sea capaz de trasladar lo que sucede entre dos personas. La fórmula empleada es perfecta. Pues creo que sí. Justo hace pocos días, en un gran blog, se reproducía un poema de la misma poeta polaca en la que un viejo profesor le contestaba a una amiga (¿alumna?), que le preguntaba si a veces era feliz, con un lacónico: "Trabajo". Genial, como todo lo de la elusiva, la indirecta, la increíblemente lúcida Szymborska. La relación del trabajo con el amor, y hasta con el erotismo, es algo que siempre me ha fascinado: en un pasaje de un cuento mío, ocurre que una pareja de amigos que trabajan juntos se intercambian, como quien no quiere la cosa, unos poemas; ese hecho tiene la doble función de despertar el amor, y a la vez de anunciar que ese amor será imposible: el tipo, un tipo fatuo y poco ingenioso, la primera vez que ve a la mujer, después de haber leído sus poemas, sólo acierta a decirle, en inglés: "There´s not enough room for two poets in a single room". Algo parecido debió de pasarle a la persona que ha llenado las horas, los minutos y los segundos de este fin de semana mío, melancólico donde los haya habido. Elisabeth Hardwick (en la foto de arriba). ¡Qué descubrimiento! Aún estoy quitándome las escamas de los ojos. ¡Qué pasada de escritora! La verdad es que había leído su biografía de Melville (que incluye un ensayo esencial sobre el escribiente Bartleby), y sabía que fue la mujer de la vida de Robert Lowell, pero no conocía su obra de ficción. De ficción, por decir algo. Algo bastante absurdo tratándose de quien, como ella, se dedicó con éxito a romper todas las frágiles aduanas entre los géneros. Noches insomnes, se llama el texto. Es para correr a la librería de guardia y comprarlo de inmediato. Lo ha publicado Duomo. No puedo hablar de lo que ese libro contiene, aún. Me ha pegado tal zarpazo que necesito pensarlo un poco, sacármelo de donde se me ha clavado. Otra escritora para escritores, sin duda. Cuenta su vida. Por supuesto. Su vida leída. Sus lecturas vividas. Fragmentos unidos por unos espacios inmensos. El espacio de la lucidez, los intersticios de la belleza que está entre una cosa y la otra. Saltos de agua en la mente, en el corazón ardiente de una escritora profética. Su educación sentimental. Por supuesto que también. Y hasta el erotismo y la soledad de alguien demasiado honesta como para no escribir la verdad y nada más que la verdad. El núcleo es, de nuevo, la relación entre la vida, la literatura y el amor. Como en todos los grandes: en el Flaubert solterón, en el Goethe donjuanesco o en el Ibsen insatisfecho que corren por sus página como conejos. Pero como he dicho antes no quiero/puedo hablar de este libro. En cambio, os diré, y por acabar con el mismo género por el que he comenzado, que he leído en Granta (en español), en el número 10, una entrevista con Mavis Gallant. En realidad se trata de una conversación entre la vieja dama canadiense y una escritora india (Jhumpa Lahiri). La charla tiene lugar en una librería de París (Village Voice, en la foto de abajo). Cuenta una cosa bonita. Dice que en una ocasión escribió un cuento en el que el protagonista, un hombre, se echa a llorar por la calle desconsoladamente. ¿Lloraba por amor? Mavis Gallant dejó a leer el cuento a un amigo (un científico), y éste le dijo que estaba muy bien escrito, pero que había un detalle que le parecía falso: que un hombre jamás lloraría de ese modo por la calle. ¡Pobre infeliz! Ella fue y quitó la escena, o al menos suavizó algunas frases. Al poco, con el cuento finalizado, fue a enviarlo a su editor a la estafeta de correos. Cuando estaba pegando los sellos, observó a un sujeto que, cerca de ella, abría una carta de la que caían unos documentos. El hombre los leyó con cara de espanto. Y al poco, rompió a llorar con el mismo desconsuelo que el personaje de su cuento, en aquella primera versión.