Anoche, por si fueran pocos los motivos para soportar otra noche de insomnio, mientras hay gente a la que quiero y que sufre, sin que yo pueda hacer absolutamente nada para aliviarles, no se me ocurrió cosa mejor que sumergirme en el universo Katyn. No había visto la película en el cine, y por fin llegó al vídeo-club que frecuento. Ya la primera escena es impresionante: unos cientos de civiles, situados en ambos extremos de un puente de madera, a las afueras de Cracovia, se interpelan mutuamente: "¿Adónde vais?¿Estáis locos? ¡Volved, qué nos persiguen los alemanes! ¿Sí? ¡Pues por aquí vienen los soviets! ¡Dad marcha atrás, antes de que sea demasiado tarde!" ¡Qué horror!¡Qué angustia kafkiana! Nada más ver esas primeras escenas, le dije a Paula: "Prepárate a sufrir". En efecto. Durante dos horas, de la mano maestra de Andrei Wajda, se asiste a la retransmisión en diferido de uno de los episodios más penosos e indignos del siglo XX: el asesinato por los rusos, y la posterior ocultación del hecho, de quince mil oficiales polacos en la primavera de 1940. El crimen fundamental de este grupo humano (al que hay que añadir no pocos científicos, profesores universitarios y otros) fue el de haberse opuesto a la invasión nazi de su país. No se puede olvidar que Stalin y Hitler habían firmado un pacto, y no precisamente uno honroso. Los hombres de Beria no se andaban con chiquitas ginebrinas: un tiro en la parte posterior de la nuca, con salida por la frente (este procedimiento sumario hizo escuela). Y así hasta quince mil personas conducidas al matadero. Después había que ocultarlo todo. Los soviéticos pretendían adueñarse de Polonia, y, claro, no era una buena entrada, sobre todo para un pueblo como el polaco, noble y digno, un pueblo con memoria. Los franceses y los ingleses, en general, hicieron oídos sordos, cuando no algo peor. Defender la autoría rusa del crimen masivo era capciosamente identificado con una defensa del III Reich: no en vano Goebbels había escrito en su diario, el 12 de abril de 1943, que Katyn era su victoria (se refería a que el hecho demostraba que también los soviets eran unos asesinos desalmados, como lo eran ellos). Pero la Revolución era intocable, además de imparable (para mucho necio, lo ha seguido siendo hasta antes de ayer). Como dice Czeslaw Milosz, "el principal habitante de Europa en el siglo XX ha sido el miedo". El miedo, y sus hermanos de sangre: el horror y la barbarie. Como los domingos son propicios para el insomnio, me aticé un par de whiskies y me fui directamente a las fuentes: leí, ya en la cama, el famoso informe que Jósef Czapski (en la foto de Bohdan Paczowski) publicara en el Gavroche parisino, en mayo de 1945: La verdad sobre Katyn. Czapski, de quien he hablado más de una vez en este diario, pintor, escritor, tenía razones personales para investigar esos hechos. La primera era que él fue uno de los pocos que se salvaron milagrosamente de la masacre. La segunda, que los asesinados eran amigos y compañeros de armas. Comisionado por el General Anders (el que aparece abajo, en una foto de ese periodo con el propio escritor), recorrió media Rusia, habló con los testigos de una parte y de otra, se informó a conciencia, realizó sus propias inducciones y redactó el informe sin casarse con nadie.
Ahí está para el que quiera leerlo (Acantilado). Como no podía dormirme (ya eran las 2), me sumergí en los recuerdos que sobre Czapski redactó Adam Zagajewski. Creo que es uno de los memoriales más impresionantes que se hayan escrito sobre un artista del siglo pasado. Con la sutileza que caracteriza a Adam, juega al principio de su escrito con la idea de que Czapski, por su sabiduría, su temple, su hombría de bien, podía haber sido un juez bíblico. Un juez como el rey Salomón (al menos, Jósef Czapski ennoblecía uno de los más antiguos linajes patricios de su patria). Un juez que de hecho instruyó innumerables causas (además de la de los sucesos de Katyn), pero que era renuente a dictar ninguna clase de sentencias. Un hombre tan bueno que, sus propias acciones (como en el caso de Abel) eran otras tantas interpelaciones para sus semejantes. Además de sutil, Zagajewski es muy humilde y, aunque lo conoce de memoria, no cita la sentencia de Shelley (En defensa de la poesía), según el cual los poetas son los legisladores del mundo. Pero está implícito en lo mucho en lo que ahonda en este ensayo genial. Se conocieron y trataron en París, en los años ochenta. Czapski vivía en una especie de falansterio a las afuera de la ciudad, en Maisson-Laffite. Se vieron a menudo. Fue su maestro. Maestro de vida. Por tantos motivos que no se pueden ni siquiera resumir. Zagajewski constata, sin que pueda darnos demasiados detalles, que detrás del Czapski luminoso, se proyectaba un espíritu sumido en grandes abismos (y ya somos tres). Apunta a una de esas grietas del alma, cuando habla de la relación de Czapski con los escritos de Simone Weil y de Stanislaw Brzozowski. La mezcla de fascinación y rechazo que sentía el artista por estos dos místicos. La apuesta del pintor por el arte y la imaginación, frente a las seguridades metafísicas (de las que tampoco renegaba). Reprochaba a la Weil que rechazara el arte y su instrumento, la imaginación. ¿Qué nos quedará, entonces? ¿En nombre de qué debemos prescindir del juego de la creación poética? Yo, naturalmente, desde la misma aceptación del mundo de la creencia, y desde idéntica voluntad de no confundir el arte y la religión, de la que habla magistralmente Adam en ese ensayo, siento una rebeldía parecida ante el puritanismo de la Weil (que, como muy bien señala el autor del ensayo, viene directamente de Pascal). Sin la escritura, sin el arte, ni siquiera podríamos recordar a Czapski, o los episodios de Katyn, como merecen ser recordados.
Ahí está para el que quiera leerlo (Acantilado). Como no podía dormirme (ya eran las 2), me sumergí en los recuerdos que sobre Czapski redactó Adam Zagajewski. Creo que es uno de los memoriales más impresionantes que se hayan escrito sobre un artista del siglo pasado. Con la sutileza que caracteriza a Adam, juega al principio de su escrito con la idea de que Czapski, por su sabiduría, su temple, su hombría de bien, podía haber sido un juez bíblico. Un juez como el rey Salomón (al menos, Jósef Czapski ennoblecía uno de los más antiguos linajes patricios de su patria). Un juez que de hecho instruyó innumerables causas (además de la de los sucesos de Katyn), pero que era renuente a dictar ninguna clase de sentencias. Un hombre tan bueno que, sus propias acciones (como en el caso de Abel) eran otras tantas interpelaciones para sus semejantes. Además de sutil, Zagajewski es muy humilde y, aunque lo conoce de memoria, no cita la sentencia de Shelley (En defensa de la poesía), según el cual los poetas son los legisladores del mundo. Pero está implícito en lo mucho en lo que ahonda en este ensayo genial. Se conocieron y trataron en París, en los años ochenta. Czapski vivía en una especie de falansterio a las afuera de la ciudad, en Maisson-Laffite. Se vieron a menudo. Fue su maestro. Maestro de vida. Por tantos motivos que no se pueden ni siquiera resumir. Zagajewski constata, sin que pueda darnos demasiados detalles, que detrás del Czapski luminoso, se proyectaba un espíritu sumido en grandes abismos (y ya somos tres). Apunta a una de esas grietas del alma, cuando habla de la relación de Czapski con los escritos de Simone Weil y de Stanislaw Brzozowski. La mezcla de fascinación y rechazo que sentía el artista por estos dos místicos. La apuesta del pintor por el arte y la imaginación, frente a las seguridades metafísicas (de las que tampoco renegaba). Reprochaba a la Weil que rechazara el arte y su instrumento, la imaginación. ¿Qué nos quedará, entonces? ¿En nombre de qué debemos prescindir del juego de la creación poética? Yo, naturalmente, desde la misma aceptación del mundo de la creencia, y desde idéntica voluntad de no confundir el arte y la religión, de la que habla magistralmente Adam en ese ensayo, siento una rebeldía parecida ante el puritanismo de la Weil (que, como muy bien señala el autor del ensayo, viene directamente de Pascal). Sin la escritura, sin el arte, ni siquiera podríamos recordar a Czapski, o los episodios de Katyn, como merecen ser recordados.
P.S. He procurado leer todo lo que de Czapski ha caído en mis manos, ver todos sus cuadros, leer las semblanzas que se hicieron de él, andar por los caminos por los que anduvo ese gran hombre al que tanto admiro. Si Mandelstam soportó el encierro de la mano del Dante, Czapski hizo otro tanto con Proust y su tiempo perdido, y al tiempo recobrado. ¿Para cuándo una historia carcelaria de la literatura del siglo XX? Por falta de material no quedará. Lo específico, en este caso, es que se dedicó a compartir sus conocimientos con sus amigos de cárcel. De ahí salió un libro precioso, emocionante, que os recomiendo: Proust contre la déchéance. Conferences au camp de Griazowietz (Les Editions Noir sur Blanc, 1987).
5 comentarios:
En previsión de ausencias, viajes y zozobras, aprovecho este momento para desearte lo mejor para estas fiestas y el año entrante. Y sí, es cierto, la escritura y el arte son nuestra memoria sublimada. Que lo sigan siendo por muchos años ¿no te parece?
Un abrazo
lo mismo digo, otro para ti
No he visto Katyn, aunque conozco la historia, que leí y luego vi en un reportaje de Arte tv hará un par de años, y me pareció estremecedora. Me anoto ese libro sobre Proust que emociona sólo leyendo el título y sabiendo... Acabo de copiar en el blog al final del post una cita de un preso que figura en un libro de Giono y al leer eso de Czapski me la ha recordado...
me encantaría ver ese reportaje!
Ah, pues hay que ir mirando porque en ArteTV comercializan poco a poco muchos de los dvds de los reportajes, diría que se llamaba justamente Katyn y algo más, miraré a ver si lo veo... Claro que Wajda es Wajda...
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