Ayer día 10 fue el 70 cumpleaños de Claudio Magris. El próximo día 18 se celebrará en Pordedone, en el Friuli occidental, una exposición sobre su obra. También se presenta un libro en el que han colaborado cincuenta escritores (entre ellos George Steiner, John Bainville, Drago Jankar, Predrag Matvéjevic, Nadine Gordimer, Michael Krueger, Maurice Nadeau, Peter Hallberg, Giorgio Pressburger, Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Mercedes Monmany, César Antonio Molina y así una larga lista). Lo han organizado, con una dedicación y un sentido fraterno de la amistad increíbles, Jose Ángel González Sainz y Danilo di Marco (que ha realizado un retrato de cada uno de los participantes en el homenaje; suya es la foto de arriba y la nueva foto que he puesto en el blog). A mí me pidieron un texto sobre la obra de Magris y escribí lo siguiente:
El viaje interior de Claudio Magris
He creído percibir en los libros de Claudio una clara tendencia a una retracción (retractio, reductio, regressio), por mucho que ésta sea más aparente que real. ¿Un viaje a la semilla? Tal vez, pero no sólo. Cada libro, desde El Danubio hasta Lei dunque capirà, narra la experiencia de un viaje: sea por el río que atraviesa Europa o en el ámbito minúsculo de un parque triestino, sea a la Patagonia o al Gran Sur oceánico, sea por las salas de un sanatorio o a las fronteras mismas de ultratumba, del otro lado del espejo, en la última novela magrisiana. El viaje es la estructura narrativa primera de Claudio Magris: el eje sobre el que se desarrolla un universo poético, el punto fijo, la ficción suprema que permite desplegar un mundo, dar cuenta de una búsqueda y muchos descubrimientos, contarnos los hitos de su formación inacabada e imposible.
Creo que son pocos los que han peleado tanto como Claudio contra el ángel de la negatividad (ha sido el más valiente, teniendo siempre el coraje de huir de alguien tan apuesto e interesante). Pocos han buscado con tanta pasión y lucidez la posibilidad de ceñirse a lo bueno y lo correcto, a lo visible y a lo externo. Quién no recuerda el pasaje de El Danubio en el que el narrador se enfrenta a la increencia de Ferdinand de Céline con estás sentidas palabras: “ No es necesaria la fe en Dios, basta la fe en las cosas creadas, que permite moverse entre los objetos persuadido de su existencia, convencido de la irrefutable realidad de la silla, del paraguas, del cigarrillo, de la amistad. Quien duda de sí mismo está perdido, al igual que quien, temiendo no conseguir hacer el amor, no lo consigue. Se es feliz junto a las personas que hacen sentir la indudable presencia del mundo, así como un cuerpo amado proporciona la certidumbre de esos hombros, de ese seno, de esa curva de las caderas y de su onda que se sostiene como un mar. Y quien no tiene fe, enseña Singer, puede comportarse como si creyera: la fe vendrá después”.
¡Voilá el universo magris en estado casi casi puro, con maestro talmúdico incluido!
Entonces cabe preguntarse por qué aparece tarde o temprano ese movimiento, al parecer ineludible entre los más grandes (cómo no pensar en Kafka o en Canetti), que consiste en un viraje hacia adentro: de las playas del imaginar y las grandes extensiones australes a la clausura de los pasillos de un manicomio, a los dibujos minúsculos de Timmel o a la mente rota de los últimos protagonistas, pero antes, de la inmensidad del río de la vida que se abría sobre el delta del mar grande a los espacios reducidos de una cotidianeidad siempre insuficientemente explorada.
Se ha dicho que hay un Magris nocturno y uno diurno, y a él no le ha disgustado esa distinción. Yo no estoy seguro de que las cosas sean así. Prefiero ver un Magris único, dinámico e intermedio, que se mueve como pez en el agua en un inquietante claroscuro: al fin y al cabo nadie lo ha manejado nunca como los pintores del norte de su país (a los españoles nos lo quisieron enseñar pero sin demasiado éxito: nos lo tomamos todo a la tremenda, somos incapaces de jugar con la luz y las sombras, estamos demasiado dispuestos siempre a convertirlo todo en un cuento de buenos y malos).
Toda retracción contiene el deseo más o menos larvado de escapar de la opresión del poder: Canetti y Calasso lo han visto muy bien en la metamorfosis kafkiana y en la increíble historia del campesino menguante ante el portón de la Ley. Ese gesto doble de transformación en algo más pequeño y en principio menos valioso, aparece con claridad en las requisitorias de Job, en el De profundis de David que Tomás Eliot recitaba cada noche con la boca en el piso, en los cristos retorcidos de Grünewald o de Francis Bacon, y hasta en el toro bravo cuando humilla, morro al suelo.
Personalmente veo al maestro Magris (sí, lo siento Claudio, eres un maestro para nuestra generación), sobre todo después de haber leído y releído su última historia, apostado ante la puerta. ¿Menguante? Quizás, ¿por qué no? Cuántas veces nos has hablado de la vieja y vituperada virtud de la humildad, del humus, de la horizontalidad que sirve para descansar, entregarse y hacer el amor. Pero no sólo menguante. Veo a alguien instalado provisionalmente en un estado intermedio, con la mano extendida, dispuesto a penetrar en la tierra ignota detrás del espejo. Como sólo lo han hecho unos pocos en la Europa de los últimos cincuenta años: Bergman, Milösz, Rothko, John Ashbery. Jugando, sí, pero sin abandonar ni por un instante el horizonte del arte.
Gracias, Claudio. Por todo. Y perdona por estas palabras demasiado privadas que te digo en público.
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