Me paso el día leyendo, en las terrazas de Biarritz, deslumbrado por el sol de septentrion, y he encontrado dos perlas entre las cartas de la baronesa Blixen, la única, y digo bien, la única que ha venido en mi auxilio en estos días de tinieblas que he pasado. Mucho antes de los actos, cuando ni siquiera han surgido las palabras que los preparaban, y sólo los pensamientos, los más tiernos, los más inocentes y amorosos se iban conformando en su mente, de repente, muy enferma y arruinada, un día del final de la Gran Guerra, exhausta por su trabajo en la granja cafetera y, sobre todo, por la brega con los niños que morían de hambre a su alrededor, le escribe a su amado hermano Thomas: "Porque -quand même– tengo la convicción de que la vida es bella y rica y grande; y lo seguiría pensando aunque acabara muriendo en un basurero". ¡Qué mujer! Y eso que entonces no estaba todavía "enferma de amor" por F.H; todavía creía "estar segura de haberse casado con un gran hombre (Bror)" (20-5-1918). Otro día, pocas semanas más tarde, le escribe esto a su madre: "Cuando se lleva tanto tiempo fuera de casa, el futuro y el pasado se confunden de una manera extrañísima, se piensa que la diferencia entre la vida y la muerte es una ilusión… Hay sin duda muchas cosas que se ven mejor a distancia, como en el mejor arte impresionista. Hay siempre –casi todos los días– algo que se va de la vida; de esta manera se puede decir que todos los días se experimenta la muerte: si yo muriera aquí, estoy segura de que me sentirías mucho más cercana, e igual de viva, incluso si no recibieras ni un solo trozo de papel y tinta como prueba de ello".
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