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"Hoy en día el adulto experimenta tarde o temprano –y cada vez más temprano que tarde–, el sentimiento de que ha fracasado, de que su vida de adulto no ha conseguido ninguna de las promesas de su adolescencia. Este sentimiento se halla en el origen del clima de depresión que se extiende entre las clases acomodadas de las sociedades industriales. Pero hoy no ponemos en relación nuestro fracaso vital y nuestra mortalidad humana. La certidumbre de la muerte, la fragilidad de nuestra vida, son ajenas a nuestro pesimismo existencial. Por el contrario, el hombre de la Edad Media tenía una conciencia muy aguda de que estaba muerto aplazadamente, de que el plazo era corto, de que la muerte, siempre presente en el interior de sí mismo, quebraba sus ambiciones y emponzoñaba sus placeres. Y ese hombre tenía una pasión por la vida que nos cuesta entender hoy. El hombre de las épocas protocapitalistas sentía un amor irracional, visceral, por los
temporalia, entendiendo por
temporalia, a la vez y sin distinción, las cosas, los hombres, los caballos y los perros". Mientras leía esas páginas luminosas de
Philippe Ariès, me preguntaba si la literatura, tanto la lectura como la escritura, hay que considerarla o no como una cosa o bien temporal. O al menos, me preguntaba qué hago yo. Desde niño he sentido ese amor visceral del que habla
Ariès por todo lo que rodea la letra escrita, comenzando por los instrumentos con los que se lleva a cabo: plumas, plumieres, cuadernos, agendas. Esa
penchée se extendió como no a los libros como objetos y, en otro plano, a su contenido, que siempre, lo uno y lo otro, como alma y cuerpo, hasta en los momentos más comprometidos existencialmente, me han rodeado, protegido, orientado y ofrecido, antes que nada, una dosis inigualable de placer. En mi caso, al menos, la letra escrita es un bien temporal mucho más que una conquista para siempre. Pienso que esto tiene que ver con una opción fundamental en la vida. La opción entre el nihilismo (que siempre me ha atraído, más cuanto más años he ido cumpliendo) y el realismo, que en mi caso es tan metódico como inmediato. Como a
Ponge, me apasionan las cosas, o mejor dicho algunas cosas, algunos paisajes y lugares, algunas personas. Creo en ellas, en cada una de las partes de su cuerpo, en sus gestos, en su olor y en su voz. Creo que están delante, cuando lo están, y en su ausencia cuando faltan. Por ejemplo creo en la silla sobre la que me siento, en el ordenador en el que tecleo estas bobadas o en la música que mientras escucho en mi
ipod. No he trasladado, aposta, la escritura al ámbito de mi autoconsciencia. Mucho antes que eso para mí es un ámbito de pasión y de puro placer. La conciencia propia, con sus laberintos morales y psicológicos, la reservo más bien para la vida, y para la muerte, para el silencio, lo que entre otras cosas me preserva de considerar nada de lo literario, mío o ajeno, por modesto que sea, como un fracaso. Por eso tampoco me he dedicado, ni dedicaré, a escribir como una forma de vida. Me he situado en los
alentours de la escritura (enseñándola, refitoleando, investigando parcialmente alguna cosa), pero con distancia profesional. Entiendo muy bien la lógica opuesta, la amo en cierto sentido, la he estudiado, dialogo constantemente con ella, la tengo ahí como un negro y bello horizonte, no soy ajeno a su peligro, el ensimismamiento, pero ese modo platónico de ver las cosas nunca ha traspasado
my inner circles.
P.S. La foto, por si a alguien le interesa, es de unas tumbas y estatuas funerarias, temporalia, del cementerio de Sudfriedhof, en Leizpig, uno de los más bellos de Alemania y del mundo mundial.