El pasado martes, anotaba yo en el
blog, una referencia al
homenaje a quienes salvaron
El Prado. Y justo ayer publicaba
El País un artículo de
César Antonio Molina, titulado
Azaña, un estoico moderno, en el que hace una reflexión sobre las relaciones de la política y la cultura, en
España (con una mención explícita al final a la cuestión de nuestra gran pinacoteca). A mí me parece que contiene, además de grandes verdades, varios planos de significación, y por eso pienso que merece la pena leerlo despacio:
Azaña fue hasta 1930 un literato-intelectual y político; y desde 1930 hasta el final de sus días, en 1940, un político-intelectual y literato. Compartió ambos mundos, en apariencia antagónicos, de la misma manera que lo habían hecho otros personajes en el siglo XIX, como Martínez de la Rosa. Azaña mantuvo su creación literaria y desarrolló a la par una ferviente acción pública. Escribió novelas, ensayos, artículos, discursos, biografías, diarios e hizo numerosas traducciones, además de redactar y estrenar varias obras teatrales, quizás su género literario más querido. También dirigió publicaciones como La Pluma y España.
En la cena con los intelectuales catalanes celebrada en Barcelona en 1931, Azaña afirmó: "Yo soy un escritor perdido en la política". Por mi parte, pienso que "perdido" no sería la palabra: mejor, "metido" en la política. ¿Por qué lo hizo? Azaña nunca abandonó su carrera literaria. Siguió publicando libros, estrenó con los mejores directores y actores y, por otra parte, la política le ofreció un inmenso material para escribir los mejores diarios que jamás se hayan redactado. El autor de El jardín de los frailes fue un estajanovista del trabajo intelectual y no menos del político. Alguien que se resistió a entrar en la vida pública, a pesar de que muchos lo veían más como un político que como un literato. Lo mismo le sucedió en el ambiente de la política, donde lo consideraban más bien un intelectual.
Los juicios de Azaña sobre la política española y los políticos de su tiempo son tremendos. Los intelectuales, artistas y escritores le provocan comentarios críticos, pero en todos ellos ve un estímulo, una superación, un arrojo y gallardía que no contempla en cambio en sus otros compañeros. Azaña afirma que resulta más fácil brillar en la política que en la literatura. Para él, por su formación y carácter, la política tenía muchos inconvenientes. La gente procedía en la política por subordinación, no por espíritu crítico ni adhesión libre y, además, existían intereses que él calificaba de "subalternos". En El presidente del Consejo habla a los lectores (Ahora, 1931), reinterpreta su compromiso político afirmando que él era un político porque era un optimista y creía que la función del gobernante -la diferenciaba de la del político- tenía que consistir en llevar el esquema intelectual de su país futuro a la realidad social o legislativa. "El apartamiento voluntario en que yo he vivido durante veinticinco años, dedicado a las letras y al estudio y conocimiento de mi país y de otros extranjeros, me ha dado esta confianza que me enseña a no conceder importancia a las mezquindades personales, y a lo que suelen llamar enojos y pequeñas pasiones de la política y a atenerse a sus fines esenciales y duraderos que, para un hombre cultivado y sensible, representan un armazón interior equivalente al del arte o de la religión". Azaña se convierte en un hombre de acción sin por ello desprenderse de su ser esencial.
Azaña fue a la política para cumplir con un deber. La política para él era la más alta manifestación de la cultura. Sus palabras textuales serían las siguientes: "La pasión del arte lleva a crear, y la política no es más que eso; creación, y por ello, tiene la grandeza de todas las artes" (Homenaje a Espina, 1935). Estando en la política no dejaba de estar en la cultura. Sus metas eran extender la alfabetización, el saber y el conocimiento por todo el país para conseguir de una vez por todas ciudadanos libres. Tarea ingente en la que no fracasó del todo. Azaña está en los debates políticos pero sin dudarlo un momento se pone al servicio de la cultura con gestos y medios, con su propia ejemplaridad de lector, espectador y visitante de todos los templos donde se representan cada uno de los géneros. No hay obra de teatro, estreno cinematográfico de relevancia, concierto, exposición o cualquier otra actividad que el trabajo cotidiano le impidiera visitar. "Por la tarde, a las cuatro, voy a las Cortes. Leo el proyecto de Ley de Presupuestos y me vuelvo al ministerio: al poco tiempo salgo solo y voy al concierto de la Orquesta Filarmónica en el Español. Mozart me ha puesto de buen humor. Desde allí al teatro de la Princesa, que ahora se llama María Guerrero. Sesión de clausura de la asamblea del partido de Acción Republicana. Pronuncio mi discurso que sale bien y es aplaudidísimo. Vengo al ministerio a cenar y ya no salgo", escribirá en 1932.
Como un ilusionista, sacaba tiempo para todo, incluso para seguir escribiendo sus obras y varias páginas confesionales de profunda sabiduría estoica. Porque Azaña era un estoico moderno. La política y el poder no lo envanecieron, precisamente por albergar dentro de él ese sentimiento de humildad ante la fragilidad de la existencia. Cuando llegó al poder, ya era alguien, no necesitaba de la política para aumentar su prestigio. Lo arriesgó todo, lo apostó todo a esa carta. Fue generoso a sabiendas de lo ingrata que siempre fue España para con sus servidores. De ahí precisamente extrajo la firmeza de sus ideas y convicciones. Por otro lado, sin sectarismo alguno, Azaña fue una persona conciliadora en un país que caminaba a posiciones extremistas irreconciliables. Fue la razón y la prudencia mismas. Azaña ejerciendo la piedad no sólo para con los demás, sino también para consigo mismo.
Pronto se dio cuenta de la gravedad del momento histórico que vivía y de la dignidad y cordura con que tendría que enfrentarse a su destino. Se podría decir que en él se simbolizaba perfectamente la verdad y la lealtad de la República para con sus conciudadanos. Nunca mantuvo el poder para sí, sino para ejercitarlo hacia el bien común. Y si usó de ese poder lo hizo en beneficio de su país y no de su partido. O si se prefiere, en beneficio del futuro de España: "El futuro de España... ¡terrible secreto!", afirmaría.
Azaña era un personaje singular. Su ejemplo debería haber servido de arquetipo para todos los presidentes de cualquier democracia. En nuestro caso no ha sido así. Se le ignoró, y sólo se le rescató en momentos partidistas, cuando él ya estaba por encima de todo. En Grandezas y miserias de la política, se plantearía una reflexión fundamental: si una persona eminente en otras artes tiene o no derecho, es o no útil, que intervenga en la vida política. "La política", decía, "es la aplicación más amplia, más profunda, más formal y completa de las capacidades de un espíritu, donde juegan más las dotes del ser humano, y donde no juegan sólo cualidades del entendimiento, sino, además, cualidades del carácter". Azaña cree que esa presencia es buena para la política, aunque también advertía que el talante para sobrevivir en ese mundo era diferente, pues los valores eran distintos y las mañas también.
El gran problema de la política española lo contemplaba en la capacidad de acertar en la designación de los más capaces. La política se alejaba de esos principios universales, tan sólo por el personalismo de quien elige. Otro de nuestros males estaba igualmente en la incapacidad para conseguir formar una clase dirigente. "Una sociedad -decía-, aunque con desventura, puede pasarse sin grandes artistas pero no se puede pasar sin dirección política".
Un presidente preocupado por las cosas del espíritu, escribían en algunos periódicos sin que él llegara a adivinar si era un piropo o una crítica. Más bien habría que decir un presidente volcado en la acción pública y con tiempo para pensar. Azaña quería poner a España al nivel de Francia o Inglaterra. No tuvo tiempo. No lo dejaron o, mejor dicho, lo abandonaron.
En la gigantesca edición de sus Obras completas, magníficamente preparadas por Santos Juliá, se reproduce una carta que desde el exilio le envía a Ángel Ossorio: "Repetidamente le llamé la atención a Negrín. El Museo del Prado, le dije en una ocasión, es más importante para España que la República y la Monarquía juntas". "No estoy lejos de pensar así", respondió él. "Pues calcule usted qué sería si los cuadros desapareciesen o se averiasen", añadí yo. "Sí: un gran bochorno", me confesó. "Tendría usted que pegarse un tiro", le repliqué.
Azaña amó a nuestra cultura sobre todas las cosas y, al referirse al Prado, lo hacía por extensión a toda ella con sus peculiaridades y lenguas. España sin sus extraordinarios creadores no era nada. ¿Qué le diría hoy don Manuel Azaña a su homólogo? ¡Exactamente lo mismo! Y le añadiría además que la cultura española vale mucho más que el supuesto glamour y los votos.
P.S: ¿Se puede hacer un post-scriptum a algo que no ha escrito uno? Supongo que sí, sobre todo cuando lo que lo antecede es algo con lo que uno se siente tan profundamente identificado. Además, sólo quería añadir, al magnífico escrito de César, que, al leerlo, además de otras muchas consideraciones, he experimentado ese raro tipo de nostalgia (¿nostalgia del futuro?) que he sentido ante obras como El mundo de ayer, de Zweig, ante algunos pasajes de El Danubio, o de Verde agua, ante el trabajo de los romanistas alemanes de entreguerras (Auerbach, Spitzer, Harald Weinrich, Kemplerer, Curtius, Gombrich), en algunas páginas de Steiner, ante Bruno Schulz o el último Roth, ante El Quijote, leído entre líneas, incluso. También sentí lo mismo cuando leí dos obritas que, no sé porqué, las menciono aquí: El breve tratado de la ilusión de Julian Marías, y Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, de Henry Kamen.