Como se puede ver por estas fotos mediocres pero significativas, el otoño sí ha entrado en Navarra, al menos al norte del viejo reino. Por ahí he paseado yo solo esta mañana, después de escribir la última entrada de este blog. He recordado, rodeado de rojos, de amarillos y de malvas, a una persona que ama los bosques. Y he pensado en la forma en el que lo hace, la delicadeza y la perspicacia con la que se adentra en él y se deja invadir por todas las maravillas que contiene el bosque. Para mí, el corazón de esa persona, con toda su capacidad de amar, es como un límite, un ideal que yo nunca alcanzaré. Tendría que haber nacido mujer, y para eso ya es demasiado tarde. Me conformo con estar cerca, aprender de ella y recibir lo que quiera darme.
sábado, 31 de octubre de 2009
Notas para un diario 137
Veo en el blog de mi amiga Anna Alejo, uno de mis preferidos, una foto maravillosa (Anna es la autora de la foto que preside Hobby Horse, una imagen sin la que sencillamente jamás hubiera escrito este cuaderno), veo la foto de un camión amarillo apostado a un lado de la carretera, bajo los árboles: y ¡qué recuerdos me trae! Cuando éramos niños, íbamos en el coche de viaje (recuerdo especialmente los viajes, eternos, desde Madrid a S´agaró) jugando a ver quien veía, antes que los demás, tres cosas que no se me olvidarán jamás (todavía cuando veo alguna, cosa rara, me recorre el alma el aire limpio del país perdido de la infancia): ropa tendida, gorra de plato y camión amarillo. Cuando he visto ese camión, que Anna ha fotografiado en la carretera Huesca-Pamplona, me he acordado de cada uno de mis hermanos, de mis padres, y de las personas que nos cuidaron aquellos años primeros, con un amor que nunca podré pagar de un modo suficientemente justo. Hay una melancolía y una nostalgia del pasado, y la hay también del futuro. Hubo una época de mi vida, no hace mucho, en el que yo sabía que tenía que separarme de una persona a la que adoraba, y me pasé los últimos meses antes de su marcha realmente amargado, aprendiendo a distanciarme de ella mientras aún estábamos juntos. "Enfádate cuando me haya ido", me decía, pero yo no podía aplazar la tristeza por lo que su marcha, futura, representaba en el presente que es siempre la amistad. ¿Falta de persuasión? ¿Incapacidad de vivir el instante? Sin duda, pero yo siempre pensé que se me había instalado en el corazón la nostalgia del futuro. Hay cosas por venir que nos duelen, amorosa o fatalmente, mucho antes de que acontezcan. La semana que viene, para mí, se verficarán algunas de esas cosas, y escribo esto con el temor y temblor con el que debe escribirse cualquier predicción. El ejemplo máximo de la nostalgia del futuro es la muerte, que tiñe la vida con un sentimiento trágico. En ningún pasaje literario se ha mostrado esto con más eficacia que en el discurso del Cristo en la última cena. ¿No lo has leído, en Juan 14 y siguientes? Sin eso, no se entiende nada. Es el alma sacerdotal del Cristo, o sea, los sentimientos del Cristo al descubierto. El secreto de los secretos. Ahí está todo, y no me canso de meditar en esas páginas indestructibles. Tampoco se cansaba Juan Sebastián Bach, cuya Pasión según San Juan es una cima de belleza y comprensión de esa verdad revelada. En realidad, ahí está también todo mi libro sobre Kafka, o al menos tal y como yo lo veo. Magris, un día, paseando por Barcelona, me lo reconoció: lo valioso de tu libro es la interpretación del pasaje Ante la ley, tanto el hecho de que el campesino se salve por permanecer cerca de la puerta, como la posibilidad, inversa, de que el campesino sea precisamente la instancia que pretende entrar en la puerta del alma. Con razón alguien decía ayer en una nueva reseña que mi interpretación es neotestamentaria. No lo niego: para mí una cosa no está explicada hasta que se establece la relación con el Cristo, Dios y Hombre, alfa y omega. Partis pris? Sin duda, lo reconozco abiertamente. O, mejor, al menos, no lo niego. Otros han hablado, en mi caso, de precomprensión, pero no puedo dialogar con alguien que empieza y termina insultando. Volviendo a Magris, le dije que mi libro se contenía entero en dos citas bíblicas, que por lo demás no he citado explícitamente en él. La primera es del Salmo 83: "Más vale un día en tus atrios que mil en otros ámbitos/mejor permanecer en los umbrales de la Casa de Dios que habitar la tienda del malvado". La segunda, es del Apocalipsis (3,20): "He aquí que estoy a la puerta de tu corazón, y llamo: si alguno escuchare mi voz, y me abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo". Ahí está todo: sólo el espíritu puede conseguir, también en la escritura, que mirándote no te mires, que viéndote, no seas tú quien se vea. Yo percibo eso en cualquier autor, si son uno, o son dos, o sea, si está escribiendo para sí, o no; si escribe para alguien o para nadie. La escritura debe de estar habitada, pero hay que saber por quien lo está. Aucune vraie connaissance ne couronne l´exercise autobiographique, dice Patrick Kechichian en su reciente Petit éloge du catholicisme (Folio, 2009), que acabo de leer, y que me ha maravillado. Llevaba veinte años leyendo sus críticas en Le Monde, pero no tenía ni idea de que era católico. Sabía en cambio que era un experto en la literatura erótica del XVII y XVIII francés, en los libertinos. El caso es que ha escrito ahora una pequeña obra maestra, de equilibrio, de inteligencia, de sabiduría. J´écris en mon nom, appuyé sur un autre Nom, divin celui-là, avec déférence et timidité. Cet appui, cette inspiration ne me confèrent aucune autorité ou autoritation, mais provoquent en moi, au contraire, un tremblement, une inquietude, une doute quant à mes capacités et quant à la simple legitimité de mes propos… J´écris, non para goût de l´introspection ou pour me connaître moi-même à travers le moyen que seraient la religion et la foi, mais pour rendre, si Dieu le veut, une infime part de la lumière reçue. J´écris selon ma conscience –ce premier vicaire du Christ, disait le cardinal Newman… Gracias a Mercedes Monmany lo conocí en París hace un par de años. Daniel Mordsinski nos tomó una foto que conservo, pero si hubiera sabido lo que nos unía (y no me refiero sólo a la fe) le hubiera besado las manos. Y ahora me voy, en moto, a ver si de una vez por todas entra el otoño en los bosques de Navarra.
miércoles, 28 de octubre de 2009
Dos notas sobre Kafka
En mi último viaje a Portugal, recalé en Oporto, en casa Agustina Bessa-Luis. Fue una visita inolvidable, por muchas razones. Tuve en mis manos sus manuscritos: unas hojas grandes, más grandes que un folio, cubiertas en un 98% o más de su superficie por una escritura minúscula, perfecta, recta (una de esas páginas manuscritas equivalen de hecho a unas tres o cuatro páginas impresas; otro dato increíble, pero cierto, es que un número importante de los manuscritos llegan exactamente hasta el folio 100). Apenas había borrones. A veces, una palabra tachada con cuidado. La cara de atrás en blanco, y cada treinta o cuarenta páginas, a la vuelta, una línea de sustitución o añadido al texto principal. Para mí estaba claro que no se trataba de una cuestión de economía de papel (¿por qué dejar entonces la vuelta en un blanco impoluto?). Los manuscritos, que me recordaban sin duda a los indescifrables microgramas de Robert Walser, tenían de por sí un valor y una belleza buscados. Le comenté a Alberto Luis, el marido de Agustina, mi admirada sorpresa, y me dijo lo siguiente: "Los manuscritos reflejan, en su perfección, el modo en el que María Agustina se concentraba en la escritura". Claro. En el fondo ya lo sabía. En una conferencia sobre Kafka (Kafka y el bacilo de la indecisión), que yo no había leído antes de terminar mi libro, Agustina dijo que la concentración en la escritura era la forma que ella tenía de acceder a lo sagrado. Sus manuscritos demuestran ambas cosas: el modo en el que se concentraba cuando escribía, y aquello a lo que esa concentración apunta.
En El Cazador Graco, de Guy Davenport, después de acabar mi libro, y sin tiempo ya para recogerlo en un añadimiento, encuentro varias ideas e intuiciones idénticas a las que yo he formulado en mi escrito. "Todo en Kafka trata de una historia que aún no sucede. Su hermana Ottla moriría en los campos de concentración, junto con todos sus demás familiares. La palabra alemana para insecto (Ungeziefer, "sabandija"), que Kafka usó para Gregor Samsa, es la misma palabra que los nazis usaron para referirse a los judíos, y exterminar insectos era uno de sus eufemismos obscenos, como lo ha señalado George Steiner. Muy poco tiempo después de la segunda Guerra Mundial se hizo evidente que con El Castillo y El Proceso, y especialmente En la colonia penitenciaria, Kafka estaba describiendo con precisión los mecanismos de la barbarie totalitaria". Como María Zambrano, Davenport afirma que "el tiempo de Kafka es el tiempo del sueño, el tiempo interminable de Zenón". Hay muchas más, algunas consideraciones muy iluminadoras sobre el oximoron en la obra de Kafka. Pero, hay una, de método, que me resulta increíblemente próxima, a pesar de no haberla leído antes de escribir yo: "Kafka tenía que ser muy claro y muy simple precisamente para afirmar que nada es claro y simple. En su lecho de muerte dijo, refiriéndose a un jarrón de flores, que éstas eran como él: vivas y muertas simultáneamente. Todas las demarcaciones son algo difusas. En contra de lo que pensaba Heráclito (Davenport añade, en otro lugar, que Kafka era pre-pre-socrático), algunas series poderosas de opuestos no cooperan. Luchan. Oscilan indecisas sobre el fiel de la balanza de toda certeza. Como decía Kafka, es fácil creer en cualquier verdad y en su contrario."
Resulta emocionante reconocer que alguien llegó, por caminos muy distintos, a formulaciones tan exactas de lo que uno ha pensado sobre algo. Y más aún, si cabe, a vivir cosas tan íntimas del mismo modo que uno; naturalmente me refiero al manuscrito de Todesabanden, y a la concentración que yo siempre he buscado.
(La foto fue realizada por Claude Cahun en los años 30)
martes, 27 de octubre de 2009
lunes, 26 de octubre de 2009
Presentación Kafka en Barcelona
El próximo miércoles día 4 de noviembre, a las 19:30, en la Llibrería Central de la calle Mallorca 237, tendrá lugar la presentación en Barcelona del libro Kafka y El Holocausto (Trotta, 2009). Sergio Vila-San Juan (Culturas de La Vanguardia) moderará un diálogo entre Nora Catelli (Universidad de Barcelona) y Xavier Pla (Universidad de Gerona). Yo también diré algo. Estáis todos más que invitados, es más: os rogaría que fueseis, y que además invitarais a quien creáis que pueda interesarles el acto, y el libro. Al final, se ofrecerá una copa de vino y a continuación celebraremos una cena a la que todo el que quiera puede asistir (se pagará a escote), siempre que se avise para así poder reservar el número aproximado de plazas para los comensales.
domingo, 25 de octubre de 2009
Bulerías (Estrella Morente)
Para mi amiga Lauren Mendinueta, poeta, caribeña, por sus buenos oficios lisboetas. Por su profunda hospitalidad.
Manuel de Falla
Al comienzo de Niels Lyhne de Jacobsen, el narrador cuenta que, tras el matrimonio de Bartholine Blider con el padre de Niels, ella, que había amado en su juventud la poesía, por culpa de la vida gris y rugosa de casada que le tocó llevar, acabó odiándola, y que entonces ya solo le quedaron sus sueños, adolescentes e inseguros. En concreto, dice lo siguiente: "El intento de liberación que aquello (la poesía) implicaba fracasó. Volvió a sumirse en los sueños, en los sueños de su juventud, pero había ahora una ligera diferencia, pues ya no mantenía una esperanza capaz de atraversarlos y, además, había aprendido que sólo eran sueños, seductores y lejanos espejismos que ningún anhelo en el mundo sería capaz de bajar a su tierra. Y, por tanto, cuando se abandonaba a ellos, lo hacía con turbación y a pesar de una voz recriminatoria en su interior que le decía que era como el borracho que sabe que su afición es perniciosa y que cada nueva borrachera son fuerzas que roba de su debilidad y añade al poder de su pasión. Pero aquella voz sonó en vano, pues una vida ebria, despojada del vicio alegre de los sueños, no es una vida digna de vivir. Al fin y al cabo, la vida sólo tiene el valor que le confieren los sueños".
Siempre me impresionó ese párrafo, y podría comentarlo durante horas. En él está contenida la sustancia de una de las mejores novelas del novecientos y, aún más importante, del ethos de varias generaciones de europeos, incluida la nuestra. Seguimos viviendo, también en el arte, en tiempos románticos; a mí de eso no me cabe la menor duda. Pero no quiero hacer ese comentario, por mucho que me tiente. Voy a otra cosa distinta. Me gustaría contar el historial de uno de mis primeros cuentos, y las extrañas circunstancias que lo han rodeado siempre. El cuento, como tantas otras veces, lo soñé del principio al final. De hecho, nunca escribo una pieza de ficción si no la he soñado antes. Así ocurrió en este caso: lo soñé estando en Madrid. Por aquel entonces, iba a menudo con los niños a un pequeño parque situado en el fondo de la calle de Manuel de Falla, entre las calles de Juan Ramón Jiménez y la de Rafael Salgado. Por ahí vive mi padre y allí mismo murió mi madre, en una ventana que da a los árboles de ese pequeño jardín. Aquella era una época dura para nosotros, aunque muy feliz. Me pasaba el día en los parques, entreteniendo a mis cuatro hijos. Procuraba, al tiempo que los atendía, lleno de aprehensión, leer poesía y seguir soñando. Era difícil y así se iban pasando los días, largos, melancólicos, inolvidables. Cuando me dormía, muy cansado y con una sensación agridulce de insatisfacción, soñaba a placer. Como el mundo del sueño parte de un modo inexplicable de los lugares que frecuentamos, y de lo que abunda en el corazón, un día soñé esto (sólo voy a reproducir el principio de esa historia):
Al tiempo que se incorporaba, miró el reloj: eran las ocho y cuarto de la mañana, la hora en la que, cada día, mientras él se desperezaba en la cama, su mujer atendía a los niños.
Los gritos de la pequeña le habían despertado. Aunque hubiera querido levantarse de inmediato, no fue capaz. Decidió esperar a ver si se callaba. Naturalmente no fue así y no le quedó otro remedio que ir a ver que pasaba. No era nada. La cogió en brazos y la estuvo besando un rato mientras la niña reía feliz. Al dejarla de nuevo sobre la cuna olió el intenso olor a pis al que no se acostumbraba. Acarició sus rizos dorados que se posaban suavemente, como pequeños pájaros, sobre la felpa azul claro del pijama, le dijo en voz baja unas palabras y salió del cuarto cerrando la puerta despacio. Mientras acompañaba el movimiento de subida de la manilla se dio cuenta de que había luz en la habitación de al lado. Al pasar por delante vio a su hijo mayor tendido sobre las sábanas.
No le dijo nada y se volvió a la cama. A través de la ventana, un cielo de color ceniza descendía sobre las casas. Entonces se metió más adentro entre las sábanas cubriéndose totalmente el rostro. Sintió un dolor intenso en las manos y una tristeza cerrada. Repasó mentalmente la lista de cosas que le quedaban por hacer aquel día que no había siquiera comenzado y se le escapó un suspiro.
Su mujer no estaba. La niñera tampoco vendría. Tendría que hacerlo todo él solo. Su mujer le había asegurado que era una buena chica y que jamás mentiría, que si no podía venir era realmente que no podía. Pero él se había enfadado mucho por el teléfono, al principio medio en broma hasta que acabó poniéndose como una fiera; al final acabó gritándole las cosas más desagradables e hirientes que se le ocurrieron. ¡Qué coño hacia ella fuera de casa, trabajando en fin de semana, la madre de dos criaturas! A mitad de conversación, antes de los insultos, su mujer le había dicho llorando que lo único que le pasaba era que le faltaba amor. Cuando colgó se quedó con aquello grabado y le pareció que en su vida todo iba a peor.
De nuevo se quedó adormilado hasta que notó una mano pequeña abriendo la suya. La angustia quedó momentáneamente disipada. Saltó de la cama, se puso la bata, preparó el desayuno, hizo las camas, sacó las ropa de los pequeños del armario y se lavó a toda prisa.
A las nueve en punto sonó el teléfono. Era Myriam desde París. Sin que a él le diera tiempo a decir nada, ella le pidió perdón y le prometió que nunca más iba a aceptar tener que irse de viaje, que hablaría allí mismo con su jefe, de verdad que lo sentía, que había llamado in extremis a su propia hermana y que le había suplicado que le ayudara a él con los niños a la hora de comer, y que ésta no sólo había aceptado sino que le había dicho que se los llevaría por la tarde al cine, así puedes estar tranquilo y dormir la siesta, no te preocupes que ella les baña y acuesta, porqué no llamas a Dani y os dais una vuelta, de verdad que no me importa, te juro que no sé que hago aquí, el trabajo no me importa nada, sólo me importáis tú y los niños, por favor no vuelvas tarde, y no te emborraches, yo llego mañana a las diez, a ver si puedes venir a recogerme con los niños, les encantará ver los aviones, si no, no te preocupes que me cojo un taxi, qué quieres que te regale, ¿me has perdonado?, un libro, no me has dicho aún qué quieres, veré si te encuentro algo, y yo, ¿qué me compro?…
Él no le pidió perdón pero le aseguró que irían al aeropuerto, sólo faltaba, le dijo que estaba deseando verla, mañana hablaremos, no tenía ningún derecho a hablarte así, no se te ocurra traerme nada, los niños te echan tanto de menos.
Una hora más tarde salieron los tres de paseo hasta el pequeño parque de la calle de Manuel de Falla, en un lateral de la Castellana. Nada más pasar la esquina de su calle vio a lo lejos su pelo rojo y su figura alta y bien conformada. No podía verle el rostro y por un instante temió que no fuese ella. Le saludó con la mano mientras los pequeños corrían hacia los columpios. Los niños son lo suficientemente pequeños como para no enterarse de nada, pensó. Hubiera deseado correr él también pero en cambio ralentizó el paso. De repente, se sintió avergonzado ante aquella chica que cuidaba otros niños en el mismo parque. Llevaba meses obsesionado con ella, deseando siempre encontrársela a solas. Se quedó de pie a su lado, columpiando los dos a los niños, rozándose los brazos, sonriéndose con ternura, la adolescente convertida de pronto en una mujer por la que tal vez hubiera merecido la pena perder la cabeza.
Pero el cielo vino en su ayuda: una gran nube negra se posó encima de los tejados más próximos justo en el momento en el que hubiera dicho una palabra de la que se habría arrepentido. Cayeron las primeras gotas, recogieron a los niños con rapidez y apenas se despidieron. Habría querido invitarle a tomar algo en cualquier cafetería. Sería poco rato, lo suficiente para preguntarle por tantas cosas que le interesaban de ella, de su carrera recién comenzada, de sus padres separados de los que le había hablado un día con toda la frialdad del mundo, de los dibujos que ella hacía, siempre en blanco y negro, como el que le había regalado un día y él había guardado en una cajón entre las cartas de amor de su mujer. Era una figura del tamaño de un puño dibujada a plumilla: una especie de boca de la verdad con un ojo de cíclope colgado de la comisura de los labios. Un día estuvo mirándolo fijamente, un largo rato, y le pareció que el ojo se desplazaba hasta el centro de la boca, quedándose situado como un espejo en la parte más carnosa. En realidad estaba loco de deseo por ella, más ahora que llovía. En ese momento pasaron mil cosas por su mente, los segundos parecían horas, sentía calor en el pecho y un sudor frío en las manos que intentaban evitar que los niños se metieran en los charcos que se iban formando a gran velocidad por todas partes.
Con una mezcla de pena y alivio la había mirado alejarse, como tantas otras veces, incapaz de decir nada, hundiéndose cada vez más en esa apatía en la que se encontraba desde hacía más de dos años.
Se dirigió hacia casa donde le esperaba su cuñada. Los niños andaban callados y arrastraban los pies por el agua. Ya no estaba tan seguro de que no se enteraran de nada. Miró su cabellos, sus manos pequeñas, sus zapatos empapados y se sintió muy unido a ellos y al mismo tiempo alejado a una distancia infinita.
La comida fue tranquila y al poco rato los niños, felices con su tía, estaban de nuevo en la cama. Ana, la única hermana de Miryam, lo había recogido todo y después se había tumbado frente a la televisión, donde al poco rato se quedó completamente dormida.
Tenía entre las manos el lazo blanco de su hija pequeña. Pensó en lo mucho que se parecía a su mujer y en el modo en el que sin quererlo formaba parte de su vida. No la deseaba pero había algo en ella que le atraía con fuerza. Se recostó de muevo en la cama con un único pensamiento fijo: la niña del parque.
Copio sólo hasta aquí. Es una historia larga, sin demasiado interés y, según me doy cuenta al recopiarla ahora, muy influida por mi insistente lectura de los cuentos de Raymond Carver. Ayer, de madrugada, recordé esa vieja historia, y me asombré al comprobar la importancia que algunas de las circunstancias, sobre todo ese pequeño parque madrileño, han tenido después en el desarrollo de mi vida. Pero esa es otra historia distinta, conectada con ésta pero en el fondo mucho más luminosa y de la que no quiero hablar.
sábado, 24 de octubre de 2009
Abecedario espiritual o Nuevo Libro de los Amigos
Amor
Sabemos sin duda que es tan poderoso el amor, que lleva tras sí al hombre, casi sacando el corazón fuera de sus términos y poniéndolo donde el mismo amor se pone; y como el amor de Dios sea más poderoso, también trae al Señor consigo; en tal maña que puede decir el mismo Señor: Donde estuviere mi amor estaré yo; y como Dios es impartible e indivisible, síguese que quien ama al Hijo tiene consigo al Padre y al Espíritu Santo, cuyas riquezas, como no están fuera del mismo Dios, también las trae consigo el que tiene a Dios, porque siempre se trae consigo sus bienes; y como los cuidadanos celestiales más estén con Dios que en sí mismos, no hay duda sino que se van con el mismo Señor adonde el amor les lleve para tener compañía a su Señor; de lo cual se sigue que donde está el amor de Dios está todo el paraíso, y aun que el verdadero paraíso es el amor de Dios, porque ni el paraíso celestial sería paraíso sin amor, ni donde está el verdadero amor de Dios falta por entonces todo lo que está en el cielo empíreo, el cual se dice el mayor y primero de los cielos, así como el amor es el mayor y primero de los mandamientos.
Tercer Abecedario Espiritual de Francisco de Osuna.
La foto está tomada por Manel Armengol en Santa María de Eunate, Navarra, en 1989 (Kodachrome 64-35 mm)
viernes, 23 de octubre de 2009
jueves, 22 de octubre de 2009
Notas para un diario 136
Precioso viaje lisboeta y porteño, del que hablaré con calma, tal vez, más adelante. A la vuelta, en un avión inestable, que se mecía al ritmo del temporal que atraviesa furioso la península, continúo mi lectura de Edith Wharton. All Souls, la última historia, enviada a James Pinker, su agente literario, en febrero de 1937, pocos meses antes de su muerte ocurrida el 11 de agosto de aquel año, es la myse en abîme de su muerte real, inminente, cada vez más próxima. Su entrada en el gran silencio del que escribe que le acompañaba, escaleras abajo, cuando descendía por los peldaños de roble pulido de su vieja y solitaria mansión. And as she descended, the silence descended with her –heavier, denser, more absolute. En pocos escritos se ha captado esa penetración del silencio que invade el alma de la protagonista de esa historia póstuma. It had a quality she had never been aware of in any other silence, as though it were not merely an absence of sound, a thin barrier between the ear and the surging murmur of life just betond, but an impenetrable substance made out of the world-wide cessation of all life and all movement… there was no limit to this silence, no outer margin, nothing beyond it. ¡Qué prosa! A Edith Wharton, que había vivido con intensidad la amistad y el amor, ambas realidades, distintas en ocasiones, a veces sutilmente entremezcladas, y siempre gozosamente experimentadas hasta el límite de sus maravillosas posibilidades de mutua entrega, se había quedado por fin sola: sus grandes amitiés, sus amitiés amouresuses, sus liaisons, dangereuses o no, se habían ido muriendo y, cada primero de noviembre, all souls, sus seres queridos, sus amigos a los que adoró y con los que compartió la pasión por la literatura y por la vida, comenzaban a rondarle por la cabeza y por la casa con sus ecos, con sus llamadas desde detrás del espejo, incitándola a unirse a ellos para siempre. Creo que el sentido de la amistad, cuando no se cierra ni al amor ni tampoco a la inevitable renuncia que no pocas veces implica, es el sentimiento más precioso y más digno que puede tener un ser humano; benditos aquellos a quienes se les ha otorgado ese don, como a Edith Wharton, a manos llenas.
(En la foto Edith Wharton aparece rodeada de algunos de sus viejos amigos en Ste. Claire, la casa que compró a finales de 1926 en Hyères. Si os fijáis bien, uno de los que están sentados con ella en el jardín podría ser Scott Fitzgerald, que había colaborado con ella en alguna adaptación cinematográfica, y que ya había publicado El Gran Gatsby. Pero, más interesante aún es la presencia a su lado de su viejo amor, Walter Berry, un amigo de toda la vida que murió el año siguiente. A su muerte, Edith Wharton escribió: No words can tell my desolation. He had been to me, in turn, all that one beign can be to another, in live, in friendship, in understanding. ¿Alguien conoce una oración fúnebre más bella?)
martes, 20 de octubre de 2009
Notas para un diario 135
Parlons, donc, de littérature. Una vez más he vuelto a Edith Wharton. ¿Acaso la he abandonado nunca? Para mí tiene un valor central en el período del novecientos en el que se mueve. No será la mejor, o sí, quién sabe, siempre a la sombra de su lifetime friend James, y de los más conspicuos Conrad, Yeats o Wilde. En mi arbitrariedad pienso que en realidad los integró a todos, y con una naturalidad que está lejos de ser comparable con el manierismo de los so called masters. Más abierta, más impermeable a lo francés, trilingüe con el alemán que aprendió de niña, más sensible, ella fue haciendo, "humildemente", siendo ninguneada por tanto mediocre, o tarado afectivo, en buena medida por el mero hecho de ser una mujer, una mujer increíble por cierto, lo que los franceses llaman une belle femme (la foto está tomada hacia 1905, cuando tenía unos cuarenta años, más o menos), fue haciendo, decía, un conjunto literario a mi juicio insuperable, en más de un plano. No tengo tiempo, ni es el lugar apropiado, para detallar mucho, pero me bebo las novellas de la Wharton, en cada viaje, cuando estoy triste, cuando me quedo seco, cuando me parece que el mundo de pronto es peor (lo que con el paso del tiempo ocurre con mayor frecuencia), me las bebo como si fueran vasos de agua achampanada. The touchstone, ha sido la última. La historia discreta de un alma que vende las cartas de amor de una amante muerta convertida con el tiempo en afamada escritora, a quien en realidad nunca amó y de la que terminó por aprovecharse mediante esa transacción miserable. El dinero, como ocurre en toda la tradición anglosajona, un medio espiritual en el que la propiedad es el ídolo, juega un papel en Wharton, pero menor que en James por ejemplo, tan siniestro a este respecto siempre. Es mucho más libre que su colega. En The Touchstone, como en otras de sus novelas, las cartas, lo espistolar, juega un papel crucial. ¿Quién no recuerda la maravillosa The letters, o el papel de las misivas en The Age of Innocence? Aquí las cartas, las que vende el tipo para poder casarse, son el eje simbólico del problema, que la escritora entrevió con toda lucidez, antes que Musil o Kafka, de la dialéctica vida/escritura. Es la manera, moderna donde las haya, de introducir el elemento sobrenatural, la presencia de lo ausente, en la vida de todos los días. Prodigioso, también. Espero hablar pronto de su última novella, All Souls, escrita poco antes de morir, su testamento en más de un sentido, y una obra paralela al Ibsen de Espectros.
Pero donde la literatura de la Wharton sobresale es en el tratamiento de la psicología amorosa. Conocía bien los avances en el campo de la psicología (William James), de la biología (Theodore Haeckel) y de las primeras teorías psicoanalíticas, del ámbito germánico, pero nunca perdió la fe en que el corazón humano era a fin de cuentas un misterio intermitente. Lo conocía a fondo, con una empatía real, lo había sondeado hasta el límite del sufrimiento, de la sutileza, y sabía describirlo con un sistema cargado de intuiciones.
lunes, 19 de octubre de 2009
Para Paula,2
Paula 2
Giro suavemente mi alma hacia ti
Sólo tú me aguardas al lado del camino
Como un viento suave en crecida
Me abres
Lo profundo
Del bosque y del mar
Los horizontes rojos
Dorados
En los que nace el amor.
(La foto fue realizada en 1992 en Venezuela por Manel Armengol, y se titula Sabana; vaya desde aquí mi agradecimiento y admiración por su trabajo)
domingo, 18 de octubre de 2009
sábado, 17 de octubre de 2009
ABORTO
Mi querido amigo Fernando de Haro me manda el Manifiesto Sobre el Aborto que Comunión y Liberación ha presentado a propósito del proyecto de ley que, próximamente, va a tramitarse en el Congreso de los Diputados de España. Me lo manda y me propone que responda a unas preguntas acerca de ese texto, para publicar mi opinión en PáginasDigital.
-¿Qué le ha parecido el manifiesto?
Me parece un escrito que intenta hablar de muchas cosas al mismo tiempo. De cosas muy complejas y difíciles en muy pocas líneas. Algunas cuestiones se solapan, en una cierta confusión, pero se trata de un texto que parte de una idea que comparto: que el problema del aborto, tal y como está planteado hoy, surge en realidad de la extensión de una mentalidad que se enfrenta a la vida, propia y ajena, desde la ausencia de sentido. Algo a lo que el propio aborto contribuye, en una espiral nefasta, a aumentar de manera exponencial, aunque no irreversible.
-¿Que le parece la vinculación del aborto con la cuestión del gusto y el sentido de la vida?
Permítame que me extienda un poco más sobre este punto crucial. Me parece una vinculación al mismo tiempo problemática y ajustada. Parece escandaloso, ante la tragedia del aborto, ante el hecho de que una vida nueva sea segada en su mismo comienzo, ahora de manera impune, y hasta sobreprotegida por parte de una ley inicua, una anti-ley de signo totalitario, hablar sin más del gusto por la vida. No pocos abortos se perpetran en nombre de una determinada concepción de la vida en la que la enfermedad quiere, como un fin que todo lo justifica, ser excluída del mapa de la vida: sólo se considera digna de ser vivida una vida en la que el disfrute no quede de entrada impedido por la enfermedad; también se cree que un embarazo prematuro, en una adolescente, trunca inevitablemente su vida, si se quiere que ésta sea razonable, placentera o gustosa. Hay que ser muy cuidadoso con las palabras. Quizás podría comprenderse mejor el mensaje si se mencionara directamente la palabra amor, la vinculación afectiva con la vida. El afecto a la propia vida (con todos las carencias y limitaciones que siempre presenta, pero también con todo su secreto esplendor) está íntimamente unido al amor a la vida ajena. Esencialmente se trata de una relación entre personas, o sea, de la proyección exterior de nuestra vida más radicalmente íntima. Un apertura a otro. Una aventura, de conocimiento y amor a otro. Es mucho más importante darse cuenta de que un niño concebido es alguien, es otro, autrui dicen con singular precisión los franceses, que reconocer que, además, es nuestro hijo. La alteridad es algo más radical y anterior aún que la filiación. Otro que por serlo es, de entrada, literalmente intocable. Alguien que debe ser paulatinamente acogido y amado. La historia de la humanidad es siempre una cadena, hecha con eslabones de amor o de indiferencia u odio. Un amor que al crecer en nosotros, nos hace crecer; en realidad es lo único que nos hace crecer como personas. Lo único importante. Sólo si se descubre el amor personal, cosa de la que siempre se está a tiempo (por duras e inhumanas que hayan sido las condiciones vitales que han rodeado la existencia de alguien), la vida adquiere un sentido. Hasta el punto de que se está incluso dispuesto a "perderla" en favor del otro.
-Se habla en el texto de la necesidad de una respuesta educativa para responder a la mentalidad que subyace a la reforma de la legislación. ¿Qué le parece?
-Me parece indispensable una respuesta en ese plano. Sobre todo porque se trata de una respuesta indirecta, pero por eso mismo siempre más auténticamente conformadora. A amar la vida, a contemplar su dignidad inviolable, en todos los casos (especialmente de la vida indefensa o enferma), no se enseña indicándolo de un modo imperativo sino, indirectamente, fomentándolo de un modo natural en todos los momentos de la vida.
-¿Cómo cree que es posible responder a la soledad que acompaña al aborto?
-Poniéndose siempre de parte de quien sufre. Primero, de la criatura a la que se le mata. También, por supuesto, acompañando la soledad y el sufrimiento de las madres y los padres de esos niños que no verán la luz. Especialmente después de haberse llevado a cabo la injusticia. Tengo cerca de mí personas que han cometido abortos. No voy a decir que desde entonces les quiero aún más. No es exactamente eso, pero hay algo insondable que me une más a ellos; quizás sea la intuición de un dolor que comparto plenamente. Lo siento. No sé explicarme bien. No hemos siquiera comenzado a imaginarnos el dolor que un solo aborto genera en todos: en los que participan directamente en su ejecución pero también en todos los que formamos la sociedad, que aún antes que política, es humana.
(La imagen es de Onement VI, un cuadro de Barnett-Newman de 1953)
viernes, 16 de octubre de 2009
Neopolitan Dreams (Lisa Mitchell)
Para una amiga mía, niña y mujer, que maneja las palabras como si fueran piedras preciosas, y que se pasea cada tarde por un bosque, en el que encuentra un caballo blanco con el que habla, a la orilla de un río, de secretos y de magia, del amor y de la vida. Con la alegría y la ilusión de la amistad recién estrenada.
jueves, 15 de octubre de 2009
¿Quién necesita a este señor?
¿Es que hace falta hacerse inventarse una conspiración anticatalana, apelar al pasado, a lo peor de cada uno, para hacer una carrera política? ¿Cuesta tanto apearse del cargo pagado con el dinero de otros? ¿Cuesta tanto volver a ganar el dinero con el sudor de la frente, y no a cuenta de las vísceras y la sangre del prójimo? ¿A quién quiere engañar este señor? ¿Consiste en esto el amor a Cataluña? ¿A quién ha leído este señor? ¿A Foix, tal vez, a Carles Riba, quizás a Joan Sales o a Martí de Riquer, a Joan Vignoli, a la Marçal, al Pla? ¿Sobre qué ha reflexionado o escrito? ¿En quién, de todos ellos, ha mamado ese odio y esa voluntad decimónica de exclusión? ¿Qué tiene realmente que aportar a una sociedad como la catalana, además de la desunión y el rencor? ¿Y a la española, de la que forma parte? (¿Acaso escuchó el discurso de Saramanch ante el C.O.I el otro día? ¿Qué parte no entendió de lo que dijo ese otro señor?)
Y todo por hacerse un hueco miserable.
Que inmenso ego, ¿no?
¿Dónde están los Raventós, los Trías Fargas, Narcis Serra, Miquel Roca…?
Me costaría mucho encontrar, en los últimos treinta años, un caso más evidente, patético y funesto de tartufismo en la política contemporánea europea. Hace falta tener caradura para hacer semejante papelón y encima poner cara de creérselo.
Este señor guarda un parecido siniestro con algunas de las figuras más mostrencas de la historia reciente. Y las consecuencias de esas acciones, vanidades y desaprensión aún las estamos pagando muy caras. Ese el único motivo por el que me ocupo en esta bitácora de un señor tan aburrido e insignificante por sí mismo. Y porque pienso que, ojo, ojalá me equivoque, vamos a tenerle delante para rato.
miércoles, 14 de octubre de 2009
Notas para un diario 134
Ayer, en el avión a París, descartada la idea de un larga y dolorosa carta que no deseaba escribir aún, me puse a leer un libro de Elisabetta Rasy, La extranjera (Alianza, 2009). En el fondo también este libro es una carta, una carta a su madre muerta de cáncer hace pocos años. Yo he intentado hacer lo mismo con la mía, pero no lo he conseguido todavía. Cuánta indecisión, hasta encontrar el momento oportuno, el punto, para cada cosa. Somos lentos y necesitamos un tiempo enorme, hasta para lo más necesario: por ejemplo para reconocernos que amamos a otro. Llevaba meses con el libro de la Rasy pendiente. Estaba apilado junto a una veintena de libros que no consigo leer, que se van hundiendo con nuevos compañeros que les toman la delantera, por los más diversos motivos. Pero por fin llegó el momento, y ha sido de lo más oportuno. Antes (como si se tratara de unos pródromos indispensables en este caso concreto) había leído algunos poemas del primer Celan, Corona especialmente, con la misma admiración de siempre (con algo más que admiración), leí el Psalmo 111, y un capítulo del libro de Lewis sobre el amor cortés. Después me sumergí a placer en La extranjera, lo devoré en el tiempo que duró el vuelo. Al final del libro, cuando la madre agoniza, la narradora (que si no es la propia Elisabetta, se le parece mucho), se medio pelea con una de las médicos y se siente preterida por ellos, por el mero hecho de ser escritora. Entonces define su métier de la siguiente forma: "Intentar arrastrar la fuerza arrastrante del mundo dentro de las palabras, porque las palabras, cuando se escribe, se escapan por todas partes o se sientan sobre sí mismas como un perro que no quiere moverse" (105). En efecto, este libro, que por lo demás es un rendido acto de amor filial, de búsqueda entre la roña de la enfermedad y el dolor, del ser amado, tiene algo de ejercicio de redacción, de intento de ordenar lo que no puede ordenarse, con la esperanza, ingenua y totalmente comprensible, de soportar las consecuencias de la muerte. Habría mucho que decir, por ejemplo sobre la consideración miguelangelesca de la madres como hijas de las hijas. Y sobre el papel de la religión también. Hay páginas magníficas, propias de la gran literatura, como cuando la narradora habla del llanto, de unas lágrimas internas que se mezclaban con su sangre, justo cuando está hablando de un espejo roto, que nadie quiere reponer. Hay al menos cinco planos de significación en esas líneas. Todo el pasaje se conforma como una alegoría del ensimismamiento al que la enfermedad grave nos aboca, de la terrible pérdida de la intuición del otro, a la cerrazón sobre nosotros mismos. "Si en el amor el otro se acerca cada vez más a la ilusión de que tú eres él, ahora el otro –mi madre, la señora B.– se alejaba sin remedio y llegaba incluso hasta la ilusión de que tampoco yo existía". La extranjera camusiana y jabelesiana. El libro se convierte en un viático. Un viático hacia tierras extrañas. Me ha dado mucho que recordar, y que pensar.
lunes, 12 de octubre de 2009
Notas para un diario 133
Lo sagrado. Me hablaste de lo sagrado. A ver si te he entendido bien: lo sagrado es aquello que tú no puedes ni siquiera tocar, aquello para lo que debes, en cambio, vivir, trabajar, aquello a lo que sirves, sin servirte nunca de ello. Algo por lo que estarías dispuesta a morir. Antes de hollarlo, de profanarlo. Lo sagrado te acoge, a cambio de que tú le entregues todo (tus deseos, tu voluntad, tu decisión), de que te entregues tú misma, de una manera íntegra. Lo sagrado exclama: "O conmigo o contra mí". No sé bien porqué pero todo tu discurso, tan bien argumentado, tan realista, me recordó a aquel poema de Paul Celan que se llama Silencio, y que te copio aquí, en parte: "¡Silencio! Yo te hinco la espina en el fondo de tu corazón/Porque la rosa, la rosa/permanece con las sombras en el espejo, ella sangra/Porque un vaso que saltó de la mesa resonó/Anunciando una noche que se ennegreció aún más que nosotros/¡Silencio! La espina penetra más profundamente en tu corazón/Porque es la aliada de la rosa".
(La foto, Negra y Blanca, es de Mann Ray, del año 1926)
domingo, 11 de octubre de 2009
sábado, 10 de octubre de 2009
Corinne Bailey Rae, John Legend and John Mayer
An astonishing trio, just for those who may have ten min. to sit down, in quite, and to enjoy a beautiful song.
Kafka en su laberinto
Veinte años después del fallecimiento de Kafka, en 1924, el poeta angloamericano W.H. Auden definió a la perfección lo que de ahora en adelante, para su generación y probablemente para varias de las venideras, se convertiría en el espíritu de toda una época, en el icono literario y filosófico contemporáneo que mejor la definiría, lo mismo que la célebre frase de Adorno sobre la poesía después de Auschwitz: “Si hubiera de citarse al autor que más se aproxima a nosotros con aquella mismo relación que con sus contemporáneos tuvieron Dante, Shakespeare y Goethe, el primero en que se pensaría sería indudablemente Kafka”.
A la vez que esta hoy ya incuestionable premonición, el crítico y ensayista George Steiner, también advertiría en su lúcido ensayo titulado K, de 1963 (perteneciente a su libro Lenguaje y silencio), que a partir de entonces, “una inmensa montaña de literatura” se levantaría en torno a un hombre que en toda su vida no había publicado más que una media docena de relatos y bocetos. Su solo nombre se convertiría en santo y seña para entrar en la gran casa común de la cultura y de la educación del europeo moderno de nuestros días. Una, en ocasiones, pavorosa “kafkología”, como la llamaría Kundera, o si se prefiere, unos frecuentes y no extraños “casos flagrantes de sobreinterpretación”, como los definiría con ironía Umberto Eco, refiriéndose también a Joyce, que nuestra época abonaría, lo mismo que se había hecho con textos sagrados seculares, con alegre entusiasmo a través de fanáticos “adeptos al velo” y al “mensaje oculto”.
Con el provocador, por anacrónico y no simultáneo en el tiempo, título de Kakfa y el Holocausto, el crítico y profesor de Teoría Literaria y Literatura Comparada, Alvaro de la Rica (Madrid, 1965) rompería con la otra cara de esa pavorosa montaña que advirtiera Steiner: el tabú que significa para cualquier joven estudioso de nuestros días acercarse al sobrecogedor laberinto, a ese mundo entendido como inmensa institución laberíntica, que es la enigmática obra de Kafka. Enfrentarse, sobre todo, al apabullante rastro de trilladas y popularizadas versiones de lo “kafkiano”. En su caso, a través de una brillante, densa y nada rutinaria ni habitual multiplicidad disciplinar, Alvaro de la Rica saldrá más que airoso. Todo en su libro pasa a formar parte de un dinámico e indisoluble diálogo: la revisión de mitos y textos religiosos tanto cristianos como judíos; el análisis de autores, como es el caso de Flaubert, que influirán de forma determinante en la obra de Kafka; el repaso y síntesis de la más importante crítica kafkiana, desde Scholem, Benjamin, Canetti, Calasso o Steiner a Blanchot; las diversas influencias en el arte del siglo XX y, sobre todo, de forma muy especial, formando parte de lo más llamativo y original de este ensayo, la importancia de la obra de Kafka como prefiguración del Holocausto y de los regímenes totalitarios en general. De la Rica se adentra “como un pequeño Talmud”, como lo define Magris en su lúcido y elogioso prólogo, a medio camino del comentario y la narración, en ese torbellino contradictorio y circular que es la obra y existencia kafkiana, con sus recurrentes y obsesivos punto sensibles: el matrimonio, la ley, la víctimas, el poder, la metamorfosis y la revelación. Empujado y condenado a asumir todo lo negativo de una época y de una condición humana universal, a tocar de cerca con sus visiones un corazón oscuro y tenebroso que tantas veces sobrecogería a sus lectores, Kafka prefiguró y grabó a sangre y fuego en su obra, en la forma de figuras del exterminio, “antes de que sucedieras”, genocidios masivos y posteriores, que sacudirían a su más inmediata familia, ya que sus tres hermanas morirían años después en Auschwitz. Como dirá el autor de este ensasyo: “Ni En la colonia penitenciaria ni ninguna otra de sus ficciones, especialmente El proceso y El castillo, ni las agudas reflexiones que las acompañan, escapan a un momento de la historia europea que se puede calificar de apocalíptico”. Una apocalipsis, que lo hace convertirse en el gran testigo de cargo del totalitarismo político del siglo XX, tanto en la forma de “alfabeto” detallado del nazismo, como en la casi exacta descripción del sistema político comunista y de aquellos aterradores juicios posteriores, en los que las víctimas y castigados sin causa reconocible, acabarían clamando porque se les reconociera culpables. Sin haber llegado a tiempo al destino que probablemente le esperaba, lo mismo que a sus hermanas, nadie como él , como dirá De la Rica, fue capaz de retratar la degeneración de aquellos sistemas políticos y la monstruosidad tantas veces inconcebible del el Holocausto.
Igualmente, con el título de El mundo formidable de Franz Kafka, el escritor estadounidense Louis Begley, nacido en Stryij (hoy Ucrania), hijo de un médico judío polaco, así como autor de varias novelas de éxito, entre ellas A propósito de Schmidt, que sería llevada al cine protagonizada por Jack Nicholson, compondría un interesante ensayo biográfico para hacer comprensible y accesible, desde su rutinaria vida íntima, sus amigos más cercanos, su nutrida correspondencia, la losa insoportable de su familia, su trabajo en la aseguradora , sus sucesivas novias y compromisos fallidos, el drama de ese “ermitaño y hombre sabio, al que la vida aterraba”, como lo definió la inteligente Milena Jesenská (“la mujer que mejor entendió a Kafka y ante la que más completamente se desnudó”, como dirá Begley) en un impresionante elogio fúnebre escrito tras su fallecimiento. Un empeño, narrar el atolladero claustrofóbico y angustioso de una vida aparentemente carente de sucesos reseñables, más difícil de lo que parece. La hipnosis y fascinación que producen cualquiera de sus escritos, por mínimo que sea, se traducía en la vida real en poco más que ocasionales enamoriscamientos, en altibajos en sus relaciones más serias con Felice y Milena y en intentos siempre fracasados de dejar el trabajo y lograr “una existencia pacífica, libre de agobios y consagrada a escribir, que pedía a gritos”, como decía su amigo Max Brod. Unos escasos sucesos que por supuesto se verían marcados por la tragedia de la otra cara de su sufrimiento, aparte del espiritual que siempre le acompañó: los hitos que señalarían, sin darle apenas respiro, el progreso de su enfermedad, esa temprana tuberculosis que lo llevaría a la tumba, poco antes de cumplir los cuarenta.
(Artículo publicado en el ABC de hoy, 10 de octubre de 2009, por Mercedes Monmany; en la foto el cementerio judío de Praga donde está enterrado Franz Kafka)
viernes, 9 de octubre de 2009
Herta Müller
La mirada de Herta Müller
Nunca se me olvidó la primera lectura que hice de la escritora Herta Müller y que me dejó realmente sobrecogida. Se trataba de un libro titulado En tierras bajas, publicado en la editorial Siruela en 1990, lo mismo que otro suyo algo posterior, El hombre es un gran faisán en el mundo, de igual fuerza y potencia expresiva. En aquel libro primero el lector se encontraba ante realidades desconocidas: con las minorías –esas que pespuntearían igualmente el libro El Danubio de Claudio Magris de forma fascinante- que se habían quedado en tierras “extrañas”, descolgadas a través de los siglos y de las diversas guerras y recomposiciones europeas. Escritora rumana en lengua alemana, de aquellos alemanes que vivían en países cercanos de la extensa zona centroeuropea, en la forma de guetos que ellos también habían creado en su día para pueblos y culturas consideradas como cuerpos “extraños”, Herta Müller narraba la vida de los campesinos alemanes en el Banato rumano (en la foto), en la época de la dictadura comunista. Se trataba de cuentos o, más bien, escenas bellísimas y estremecedoras, de una poesía tan exquisita como seca y terrible en ocasiones, que se quedaba hondamente grabada en la mente de cualquier lector que se acercara por primera vez. Escribí inmediatamente sobre ella y he seguido haciéndolo cuando se han ido produciendo reediciones de sus libros. También la incluí, por supuesto, entre mis escritores preferidos, en una colección de ensayos literarios que publiqué en 1997, con el título de Don Quijote en los Cárpatos, en la editorial Huega & Fierro. Intenté siempre, como me sucede con todos los creadores que me impresionan por alguna razón, no perderla nunca de vista y, más tarde, en el año 2000, la incluí en un ciclo que organicé en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, titulado Escritoras del Fin de Siglo, y en el que participaron, además de ella, la canadiense Margaret Atwood, la escocesa Muriel Spark, la italo-suiza Fleur Jaeggy, la portuguesa Agustina Bessa-Luís, y otras más que para mí significaban la “excelencia” de la literatura escrita en Europa y otros continentes en nuestra misma época. Por supuesto, algunas de ellas merecían igualmente el Nobel, como es el caso de la maravillosa Bessa-Luís, o de mi adorada Alice Munro, que de forma curiosa casi nunca sale en las encuestas. Pero aunque sorprendente y sumamente desconcertante, el galardón a Herta Müller delata una reconciliación del premio sueco con lo más exigente y menos dependiente de las servidumbres del mercado, con esa búsqueda ciega y tenaz de la excelencia, que nunca debe abandonar a los escritores, estén en la época que estén, en la de la revolución tecnológica y la destrucción de imprentas, o si de repente deciden regresar a la soledad de los monasterios y a la escritura del pergamino.
Nacida en 1953 en un pequeño pueblo, Nitzkydorf, de esa región transgermana del Banato rumano, en una comunidad de origen suabo instalada allí desde hace más de dos siglos, con una población de apenas 250.000 habitantes, Herta Müller estudió más tarde en Bucarest. Huyendo, como otros muchos, por ejemplo, el gran escritor judío Norman Manea, también candidato desde hace años al Nobel, en este caso en lengua rumana, del siniestro Conducator Ceaucescu, en 1987 Herta Müller logró salir de Rumanía, gracias a la presión de diversas asociaciones de escritores, instalándose en Berlín. Una literatura, la suya de origen, que antes de la caída del Muro, normalmente era llamada la “quinta literatura alemana”, la que seguía a las de las dos Alemanias, a Suiza y a Austria. Y una gran literatura, la germánica, que hoy se está nutriendo y renovando sin cesar a través de brillantes y estupendos escritores llegados de las más diversas partes del mundo: ahí estaría la turca Emines Sevgi Özdamar, el sirio Rafik Schami, el iraní Kader Abdolah y, por supuesto, la flamante y espléndida premio Nobel de Literatura de este año, Herta Müller.
(Artículo publicado ayer en el ABC por Mercedes Monmany)
miércoles, 7 de octubre de 2009
Zoran Music me sale al paso
Lo último que pensé, mientras paseaba por la calle Provença de Barcelona, la semana pasada, es que me encontraría con esta preciosa veduta del Canal de la Guidecca, una tinta sobre papel, de apenas 22 x31 cm., realizada en 1982 por el pintor Zoran Music. Precisamente, una semana atrás, en el IVAM, la señorita que me atendió, por lo demás muy amablemente, desconocía siquiera que en el museo valenciano se conservase un importante legado que el pintor, nacido ahora cien años en Gorizia, en los márgenes sudorientales del Imperio Habsbúrgico, donó a la España que tanto amó, gracias a los buenos oficios de mi amigo Kosme de Barañano. Menos mal que la Librería del IVAM sigue disponiendo de los catálogos de la donación que se editaron entonces. De otro modo, aquella persona que tenía la función de informar, quizás me hubiera tomado por un loco. "Zoran ¿qué?" Passons. El hecho cierto es que, a los siete días justos, quizás por haber sido respetuoso con aquella buena señora, al girar una esquina, Music me salió al paso. Era tarde, casi las nueve. Apenas resplandecía una luz malva. En un pequeño escaparate, por sorpresa, creí reconocer una tela de Music. Había olvidado las gafas en hotel, como siempre, y pensé que mis sentidos externos me estaban engañando. Pasé unos instantes desorientado. Pero no, seguí mirando, con cara de topo, y por fin reconocí esa tierra amada de Dalmacia, las vistas venecianas, el perfil marino de Ida, los interiores oro rojo de San Marcos, los cadáveres apilados, los autorretratos pintados de memoria, la serie negra, última, insoslayable. Nunca resulta fácil contemplar la obra de Music. Y menos sin mediar ninguna preparación moral y psicológica. Duele. El amor duele. La verdad duele. Por suerte, providencialmente, una bella mujer me ayudó en semejante paso. Se lo agradecí mucho.
martes, 6 de octubre de 2009
Dos artistas/Dos exposiciones
Desde el pasado 29 de septiembre, y hasta el próximo 11 de enero, en el Museo del Centre Nationale de l´histoire de l`immigration de París, Mathieu Pernot presenta una exposición en la que se puede contemplar su trabajo titulado Le Grand Ensemble (incluidas, según entiendo, una parte de sus Implosions).
Por otro lado, José Ignacio Agorreta, inaugura su exposición de pintura el 9 de octubre, en el Polvorín de la Cuidadela de Pamplona (permanecerá instalada allí hasta el 1 de noviembre).
Dos artistas (no sé si a Mathieu le gusta mucho esa denominación) en el dantesco medianero de la vida, como yo, mediada la cuarentena, dos personas que han trabajado con ahínco durante más de veinte años, con una obra importante ya detrás, persiguiendo siempre una vocación expresiva muy radical, y que en ambos casos tiene que ver muy concretamente con el pasado histórico reciente y con la secuencia de las huellas del paso del hombre en determinadas situaciones sociales e históricas.
Mathieu Pernot, que ha realizado trabajos admirables acerca de la concentración de gitanos en campos durante la Segunda Guerra Mundial, siguiendo sus pasos hasta nuestros días, se ha ocupado ahora de lo que queda de los asentamientos de inmigrantes en la Francia del desarrollismo industrial de los sesenta. Ha compuesto piezas dialogadas, dignas de Beckett y de Robert Pinget, yuxtaponiendo los textos de las postales que los inmigrantes enviaban a su parentela. Ha fotografiado edificios. Ha valorado el espacio de un sueño, cercano siempre a la pesadilla del mecanicismo industrial y del desarraigo humano.
Por su parte, Agorreta, lleva años pintando fábricas abandonadas. Sabe mejor que nadie que la belleza es con frecuencia un subproducto de difícil aprehension, y que se encuentra a menudo donde menos se la espera, siempre que uno dirija su mirada hacia los lugares por los que el hombre ha pasado y sufrido, construyendo sus castillos en el aire.
lunes, 5 de octubre de 2009
Carlo Michelstaedter,2
Le decía a una amiga que, dentro de veinte, de treinta años, y no continuo con esta absurda proyección en el tiempo, por la cuenta que me trae, nos preguntaría la gente si de verdad habíamos estado en aquel acto de Barcelona, si habíamos oído de primera mano a Magris y a Calasso hablar de Michelstaedter, ¿qué cómo eran? ¿que qué decían? No tengo ni la menor idea de lo que contestaré entonces, si es que se da el caso de que pueda hacerlo, pero sé que la impresión general que me llevé, del acto del pasado jueves, en La Central del carrer Mallorca, fue sin duda que ambos tenían la marca de los grandes, o sea, el signo de la humildad. Todo, lo que dijeron, el modo en que lo dijeron, sus gestos, sobre todo sus gestos, casi imperceptibles a veces, revelan esa señal en la que lo infinito se materializa delante de los ojos más atentos. El acto comenzó, en aquel rincón del piso de arriba, el de las secciones de literatura artística, de filosofía, de urbanismo, a las ocho en punto. Marta y Antonio daban los últimos toques, las últimas indicaciones para conseguir que todo estuviera a punto. Lo necesario, sólo lo necesario. Sin más (ni menos). En el ambiente, entre los que allí trabajan, me pareció percibir una cierta excitación: acostumbrados a ver desfilar all sorts of creatures, great and small, no ignoraban tampoco quien toreaba esa tarde. El editor nuevo de Michelstaedter, los traductores, el público, los ponentes, todos esperábamos a que dieran las ocho. Herralde. Valeria Bergalli. Todos (aunque no demasiados: happy few, cuatro gatos, lo que fuese, pero allí estábamos). Empezaron hablando los traductores. Ay! Ni una palabra de la edición de Belén Hernández (Universidad de Murcia, 1996). Que si por fin los lectores de habla hispana tendríamos acceso al texto en una lengua que se parezca en algo al original, que refleje la belleza literaria y la precisión filosófica, el ritmo de la prosa, etc. Yo no he leído aún la traducción nueva, no la he contrastado con la versión precedente que, por lo visto, no era digna de mención. Pues ojalá que así sea, de veras, pero no creo que hubiese costado mucho mencionar el trabajo anterior, que por cierto no está nada mal. ¿Un mero lapsus? ¿Manías de universitario? Puede ser, pero no me avergüenzo de tenerlas: el conocimiento es una tarea colectiva, y hay que saber situarse en esa cadena de esfuerzos que nos han precedido. Habló Claudio Magris. Describió algunos aspectos de la relación de Michelstaedter con Ibsen, especialmente con el viejo Ibsen. Sin decirlo expresamente, ofreció una nueva vuelta de tuerca a su propia concepción de la relación entre literatura y vida. Si la sola pretensión de querer vivir puede ser, como dijo el Ibsen de Espectros, un acto de megalomanía, la literatura es el grito agónico de quien sabe que la vida está radicalmente limitada por su propia legalidad interna. Vivir es carecer de vida. Vivir es caer. Vivir es sentirse culpable (yo veía sobresalir, más cercano que nunca, a Ingmar Bergman, por detrás de los hombros rectos de Claudio), horizonte siempre preferible a la perspectiva de quienes, ignorando culposamente esa realidad dada, pasan por la vida atropellando a los demás, en pro de una autonomía moral imposible e indeseable. En el centro oculto del asunto, ibseniano, magrisiano (Lei dunque capirà), cómo no, eros y sus límites morales. Muy fuerte, como siempre. Calasso, que no parecía tener gana ninguna de entrar en semejante tema, comenzó diciendo que, después de lo que ya se había dicho, de lo sostanziale, él se limitaría a contar una parte del percorso editoriale de La persuasione e la rettorica. Hizo una breve descripción de la historia del texto, sin omitir a nadie. Preciso, elegante, discreto a la vez. Una joya de discurso. Reservó lo mejor para el final: adelantó la noticia de una carta que aparecerá el año que viene recogida en la reedición de la Correspondencia de Michelstaedter que publicará Adelphi. Una breve nota, de impecable redacción, en la que el joven filósofo, con veinte años, escribe sin temblar a Benedetto Croce, cuando se entera de que Laterza va a acometer la traducción de la obra de Schopenhauer. Naturalmente, Michelstaedter conoce mejor que nadie que carece de título alguno para semejante tarea, pero también sabe de la verdad del dictum evangélico, que en el se cumplió a la letra, de que el espíritu sopla donde quiere, y sólo donde quiere. Croce sonreiría ante la ingenuidad de aquel estudiante imberbe. Y sin embargo, nadie como él estaba en condiciones de haber acometido aquella tarea de verter al italiano la obra del pensador alemán. Sin más. El acto lo finalizó Paolo Magris. Con otro bello discurso, del que hablaré más adelante. Había llegado acompañado pero me fui sólo. Todo en orden. Era lo suyo, después de todo aquello. La vida, al descender, pone cada cosa en su sitio, y no soy de los que me resisto demasiado a ese movimiento horizontal. Al bajar por las escaleras, al piso de la calle, cómo no, encontré a Marta trabajando. Como siempre. Le di calurosamente las gracias.
En la foto el cementerio judío de Goritzia en el que está enterrado Michelstaedter: una placa pequeña, sobre una pequeña tumba, como era lo propio en el caso de los suicidas, recuerda su bello nombre.
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