domingo, 21 de diciembre de 2008

Notas para un diario 86

En Madrid. Vísperas de la Navidad 2008. Bueno, pues nada, pies de nácar, que como no hay puñetera manera de hablar contigo con calma, o al menos todo lo que yo desearía, que parece que tienes dentro un auténtico hormiguillo, ahora comentaremos eso más despacio, por cierto, no me has dicho nada de las últimas notas, y quedaste en hacerlo, bruja, me tienes en vilo, como con tantas cosas porque la verdad es que te entiendo, comment dirais-je?, te entiendo muy bien, pero sólo por partes, más después de haberte visto bailar como una loca, al menos en fotos, ¡qué desinhibición más fantástica!, ¡si no pareces tú, ves como no te conozco!, pues eso, que como no hay forma de pillarte te mando estos messages on a blog, que son lo más parecido a un mensaje en una botella lanzada al mar sin esperanza ninguna de que la recoja justo la interesada; puede, no obstante, que a alguien, que la encuentre sin querer, le interese por un instante el contenido y piense, con aire melancólico, quien será este enfermo que escribe estas cosas sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. A lo que iba, que me voy por las ramas con una facilidad pasmosa: te preguntarás qué pinta en la cabecera de este post la imagen tétrica del cierre del tríptico de la familia Braque (de Rogier Van der Weyden, pedazo de pintor!). ¿Qué no te lo estás preguntando? Venga ya, no disimules… A mí me encantan los cierres de los trípticos renacentistas, e incluso los reversos de los cuadros, hay auténticas maravillas: ni Tápies, ni Saura, ni Gerardo Rueda, en todo su esplendor, consiguieron en ninguno de sus cuadros la mitad del efecto que el pintor belga (¿se puede seguir hablando hoy de Bélgica para referirse a alguien de la bella ciudad de Tournai?) en el reverso de esos paneles. Pica en él. Míralo bien. No te hago el análisis iconológico que luego me dicen que soy un pedante. Míralo, y después respira hondo. La pregunta era por la adecuación de la imagen a la Navidad: te pudiera parecer que mi llegada a Madrid, a la ciudad en la que no está ya mi madre (murió justo un 6 de diciembre), y en la que todo el resto no somos ni la sombra de lo que fuimos, me ha puesto melancólico; puede ser que un poco, aunque en realidad me suelo poner malo un mes o dos antes de la Navidad, pensando en los que nos espera a todos en esos días de cierre del año. He pasado tantos (años) amargado (no, la palabra no es muy fuerte), ante la fiesta que éste he hecho el propósito firme de pensar, y si hace falta estoy dispuesto a ponerme en la posición supina del personaje de Rodin, cabeza en mano y mano en rodilla, una semana entera, por qué razón me atraganto de bilis negra cada vez que se asoma esta época del año. Como ves, yo que soy vasco, y que pertenezco a una gens matriarcal, aspiro siempre a la racionalidad paternal, legal, fría, neolítica, semítica. Lo malo es que, como me pasa siempre, no tengo idea de por donde empezar: esta mañana he tenido por sorpresa una intuición fulgurante, un rayo de esos que a uno le cruzan por las mientes cuando menos se lo espera, un luz de bengala que no creo que me lleve muy lejos, ni que dure más que unos pocos segundos, pero al menos es algo de lo que partir en esta nueva navegación hacia lo desconocido. Se me ha ocurrido, una vez más, pasando por los campos yermos y sin embargo espiritualmente fértiles de la provincia de Soria, al contemplar la cantidad de gente que pasa por ahí estos días. Hace pocos años, pensaba, íbamos solos en la carretera; ya no nos van a dejar ni las piedras sorianas para meternos debajo. Y en ese momento, al pasar por las faldas de un esplendoroso Moncayo, a la altura de Monteagudo de las Vicarías, y después de ver como me adelantaba el enésimo audicuatro, me he acordado del bueno de Pascal, el jansenista, y de su venablo reiterado contra los que no sabemos estarnos quietos en nuestro cuarto. Yo, que soy de los de no menearme ni a tiros, viajar con la imaginación, pensar que todo viaje es una ascésis inútil, y preferir siempre, siempre, como Bartleby, el escribiente, no hacerlo, o sea, no ir nunca a ningún lado, quedarme quieto, pues yo, ese mismo manojo de nervios llevo, desde hace 20 años, viajando sin falta a Madrid para "celebrar" la Navidad. Y, ¿por qué narices lo hago? ¿Y por qué se mueve todo el mundo? ¿Por qué se vuelve a "casa" por Navidad? Esa es para mí la gran pregunta, gracias a la cual cuando me he querido dar cuenta ya estaba en Alcalá de Henares rezando un padrenuestro por Cervantes. No olvides que hay todo un género cinematográfico sobre esa realidad, anuncios sin cuento, etc. En EEUU, el viaje en cuestión, el viaje de retorno (nostos), tiene lugar los días previos a Acción de Gracias (este sí que sería un buen tema de tesis para alguien extraviado), pero el principio es exactamente el mismo: el dolor por no haber retornado todavía, o sea, la nostos/algia, la nostalgia. La cuestión tiene que ver, nada más y nada menos, con el lugar que ocupamos cada uno en el mundo. Algunos, como yo, ya te lo adelanto, ninguno. En Navidad todo el mundo busca su sitio y resulta difícil no recurrir a los demás, los padres o los hijos en primer lugar, la familia en general. Lo peor por lo visto ese día es quedarse sólo. Sería como aceptar que uno está solo, pero solo de verdad. La Navidad es el día en el que se pasa revista al lugar que uno ocupa en el mundo, y nadie quiere que ese examen le encuentre solo. Sin nadie dispuesto a declarar en su favor. Lo que pasa, pies de nácar, es que algunos estamos marcados con el estigma de la soledad. Y lo malo es que no nos importa. Ni siquiera en Navidad. Nos invade un hormiguillo. También en Navidad. Como lo mucho cansa, mañana seguimos, si te parece bien.

5 comentarios:

Leibovitz dijo...

Bienvenido a Madrid, ya lo dijo Dámaso Alonso, "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres". Actualmente diríamos de más de 3 millones.

Yo también vuelvo a casa por Navidad.
http://www.cosaswood.com/blog/?p=37

No se si es mejor decir que huyo a casa por Navidad. Puestos a preguntarse por qué se vuelve, igual hay que preguntarse mejor por qué se huye... (a/de casa)

Alvaro de la Rica dijo...

por fin, alguien que me comprende
no, gracias por leer semejante rollo

paisajescritos dijo...

¿Y ni cuando retornas tienes consuelo? ¿Y si no hay refugio? ni en la casa propia ni en la de siempre, esperando tal ve que la tierra te trague.
p.s. No llevo muy bien la Navidad. Es el día de aparentar que no se está solo.

Anónimo dijo...

Otra vez tarde y desentonando, pero quería comentar que a mí sí me gusta la Navidad. Es preciosa su liturgia, con el adviento incluido. Incluso, lo confieso, me encantan los polvorones. Pero para no ir de independiente en este blog, puedo decir que también hay cosas de la Navidad que me cansan. En concreto, los montones de ritos que nos hemos creado a su alrededor. Los turrones, pongamos por caso, que sólo se pueden comer en diciembre. O los villancicos, los belenes, los abetos con espumillón, los regresos obligados... Entiendo, y me parecen muy bien, los ritmos del tiempo. Pero cuando se trata de algo tan nuclear, ¿por qué empeñarnos en restringirlo a unas fechas determinadas? No se puede dejar de meditar sobre el Nacimiento a partir de febrero y, de hecho, seguimos contemplando esa imagen tan navideña de la Madre con el Niño en brazos a lo largo de todo el año; del mismo modo que no quitamos los crucifijos de las paredes al llegar la Resurrección. Ni siquiera los quitamos cuando ponemos el Belén. También hemos edulcorado los crucifijos, cierto; la mayoría de veces no vemos en ellos el instrumento de tortura que son. Pero, Álvaro, siguen estando ahí también hoy.
En cualquier caso, los medievales comían turrón y cantaban villancicos a lo largo de todo el año. Y, puestos, yo aseguro que sería capaz de comer polvorones en agosto.
¡Felices Pascuas!

Alvaro de la Rica dijo...

hace dos años, mi hija Inés (tenía 4) cogió al Niño del Belén y lo puso sobre la mesa que hay en el hall, donde dejamos el correo y las llaves; se parapetó allí y cuando alguien se acercaba ponía cara de fiera: comprendimos que quería dejarlo allí todo el año: le había puesto un pequeño cojín blanco y desde entonces le trae flores de la calle