Una coincidencia editorial feliz nos permite leer, comparar y reflexionar un poco acerca de algunas versiones de la literatura erótica de ayer y de hoy. Existe una extraña y significativa continuidad en el modo en el que la mejor literatura ha recogido el sentimiento y el uso amoroso de varias generaciones de europeos.
De la mano de Mauro Armiño, traductor e introductor del primer volumen, se presenta Cuentos y relatos libertinos, una antología de un subgénero literario de importancia histórica indudable: la narración llamada libertina, en este caso en la Francia del siglo XVIII, desde Voltaire a Sade.
Iniciada en paralelo con la literatura amorosa clásica, cuya expresión máxima pudieran ser Las portuguesas, todavía impregnada de la grandeza literaria del Siglo por antonomasia de las letras francesas, y en medio de un conjunto de circunstancias históricas y literarias entre las que destaca la traducción por Galland de las Mil y una noches, la narración libertina se caracteriza por un deslizamiento progresivo, desde el exotismo y el simbolismo, hacia un realismo cínico que culmina en la obra brutal del Marqués de Sade.
El volumen se abre con un cuento de Voltaire: “El mozo de cuerda tuerto”, escrito como un juego de sociedad, en plena juventud del filósofo iluminista, cargado de la densidad alegórica propia del talento de su autor, plantea algunas de las claves y tópicos de toda una centuria obsesionada con la limitación moral y con la búsqueda del placer sexual. La relación inmediata entre mente y cuerpo, la inevitabilidad del deseo o la proyección de la mujer como “machine à plaisir” se expresan en los relatos de Godard de Beauchamp, Claude de Crebillon, el abate Voisenon, Guillard de Servigné, Boufleurs, o en el Margot la remendona de Fougeret de Monbron.
De entre todo este material brillan por su valor literario dos obras, además del cuento volteriano. Primero, el ya famoso Point de lendemain, Ningún mañana de Vivant Denon. Una joya de la literatura universal, redescubierta por Étiemble, en la que el sentimiento amoroso y el deseo sexual recuperan la sutileza equilibrada del auténtico clasicismo. La expresión del juego y la seducción, de la atracción y la contención amorosa, tal y como las rehace con palabras Denon, han subyugado en nuestra época a lectores tan exigentes y lúcidos como Milan Kundera. En segundo lugar, Sade, en cuya obra Armiño es un especialista. Sade es un universo en sí mismo, y queda representado aquí por uno de las famosas nouvelles compiladas, tras su salida de la Bastilla, bajo la rúbrica de Los crímenes del amor. No se puede olvidar que Sade rechazó explícitamente la denominación de libertino porque sus coordenadas mentales eran otras: la sumisión corporal, la superación de todo límite, la exaltación de la crueldad. Un universo pavoroso del que el libro nos ofrece Émilie de Tourville, muestra puntual pero significativa de las obsesiones del marqués.
En segundo lugar, también Siruela publica casi al mismo tiempo una de las mejores creaciones de Giorgio Manganelli (en la foto de abajo), el largo monólogo de 1981 titulado Amore.
Manganelli, uno de los autores más difíciles del panorama de las letras europeas de las últimas décadas, no tuvo jamás la menor intención de conceder nada a la facilidad, a la complacencia y, menos que nada, a la vulgaridad en el gusto que se extendía por momentos en la vida literaria del final del siglo pasado. Con un aliento que a mí me parece épico, buscó y logró realizar una literatura pura, sutil, fundada en una necesidad expresiva tan radical como pudieran serlo autores tan irreductibles como Samuel Beckett o Maurice Blanchot.
Escritura manierista, sin ningún género de dudas, cargada hasta la extenuación de una densa marea conceptual, cada una de sus obras representa un verdadero acontecimiento y, para el lector que resiste el embate de sus frases inacabables y aparentemente repetitivas, de sus constantes neologismos, de sus oscuras parataxis, de sus infinitos juegos retóricos, puede convertirse en un verdadero hallazgo literario.
Amore, amor, es paradójicamente un escrito sobre el desamor. Metafísica que se hace eros, en un permanente anhelo de elevación amorosa, Amore está compuesto en siete partes, entre las que destacan las dos primeras: un largo monólogo magistral en el que se expone lo esencial del libro y un diálogo inmediatamente posterior, concebido en la esplendorosa tradición humanística del diálogo amoroso, que desenreda a posteriori algunos de los nudos internos de una costura literaria fascinante en la que acabamos de aturdirnos.
En el monólogo inicial, en el que resuena toda la historia de la literatura, desde las cavilaciones de Ulises hasta el astragamiento sadiano o el del propio Joyce, una voz vibrante expone su trauma ante la indiferencia de una amada impasible que vive sólo en el calor de un pasado convertido en amargas cenizas; la obsesión por la pérdida le lleva a recorrer, como un viajero cósmico, todos los lugares en los que queda un resto de la llama: cada recoveco del cuerpo de la mujer, principalmente, la propia humillación desolada, el bosque y las fuentes originarias de una pasión nunca del todo extinguida.
La autopercepción del yo como un deshecho, o como un bufón o hazmerreír, el fracaso que nos disminuye y que es, ante todo, la imposibilidad de rendir cuentas con lo verdaderamente sentido, y al mismo tiempo la creencia, posiblemente de origen védico, de que toda regresión ontológica puede significar una cierta purificación, están en el fundamento de este bellísimo retrato de un alma enamorada.
(Este artículo salió publicado el pasado miércoles 10 de diciembre en el suplemento Culturas de La Vanguardia)
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