A mí me pasa como a Jakob von Gunten al entrar en el instituto Benjamenta, que me parece que esta vida parte toda ella de un sueño, que soy el mero espectador de un auto sacramental que se desarrolla ante mis ojos ciegos, como en el espléndido poema que Oscar Hahn acaba de publicar en el número 34 de la revista Sibila. Nada más. No llego a nada más. Soy incapaz por ejemplo de afirmar cuál de las dos imágenes de la mujer de Hammershoi es más real, si es que lo sea alguna. He participado en los oficios de la semana santa (aquí en Francia pasan completamente desapercibidos), he releído dos veces la Pasión según san Juan, he ayunado ayer y comenzado ya a celebrar la pascua cristiana rodeado de personas queridísimas (la casa de Biarrtiz es para mi, cada vez más, Betania) pero acosado por preguntas sin respuesta que me rondan todo el día: en particular en este preciso momento me cuestiono si el triduo se corresponde o no con alguna relación trinitaria. El día que va del jueves al viernes, del lugar de la cena (no me canso de leer el testamento de Jesús) al huerto en el que queda amortajado es o no el día del hijo. El hijo llega a preguntarse en alto porqué le ha abandonado el padre e insiste varias veces en que más tarde enviará al abogado. Cuánto debía de gustarle a Kafka por cierto esa nomenclatura jurídica. Hoy sábado el que desaparece es el hijo muerto. El abogado no está aún del mismo modo que estará después de su venida en forma de lenguas de fuego. Queda el padre en el centro de la escena. Seguimos en la tarde y en el espíritu de viernes santo que tanto apesadumbró a Simone Weil. Decir que nos quedamos solos con el padre es una manera demasiado humana de hablar, no lo niego, pero ¿es que acaso tenemos otra? ¿podemos comprender algo fuera del eje espacio-tiempo? ¿cómo leemos los textos de Juan, con esa mirada humana o con los ojos de la fe del carbonero? Ya sé que su alma está unida al padre siempre (Benedicto XVI lo repitió ayer ante una de las siete preguntas que le hicieron por la tele italiana), pero está sin su cuerpo que yace muerto dentro de una cueva. O sea que está junto al padre menos completamente que lo estuvo cuando llegó el tercer día en el que resucitó en cuerpo glorioso. En ese momento el hijo y el padre quedaron unidos en perfecta plenitud, pero faltaba por venir todavía el abogado. En los días en los que el Cristo resucitado pasó entre los suyos hasta la ascensión, la lectura del evangelio parece indicar que todo era un poco raro. No le reconocen fácilmente ni los más cercanos. Apenas sabemos qué hizo su madre. Por una parte su cuerpo come y por otra traviesa paredes. Más que verle o reconocerle los suyos le intuyen o presienten. Pero pueden tocarle, si él quiere (a la Magdalena se lo impide porque debe aún volver al padre y a Tomás se lo pide para confirmarle en la fe). Debía de tener un aspecto distinto del que presentaba antes de morir (los ejes espacio-temporales no le afectaban; los respetaba de hecho para seguir en contacto con los suyos). A mí siempre me han parecido un gran misterio esos cuarenta días de preparación (el hijo estaba especialmente cercano al abogado defensor que nos iba a dejar tras su marcha). A veces me pregunto también porqué es tan importante la resurrección del cuerpo. La realidad de la inmortalidad del alma había sido reconocida entre otros por los griegos, además de los judíos. ¿Por qué es tan necesario tener un cuerpo siendo el alma algo tan increíblemente perfecto como lo es? Y, sobre todo, ¿cómo hemos podido tener del cuerpo, en la tradición judeocristiana, la mala consideración que hemos tenido, cárcel del alma, principio de todo mal, etc, etc, aún hoy mismo, si de su resurrección (de la inmortalidad del alma nadie dudaba) depende la plenitud de lo que creemos los que profesamos esta fe? Los griegos, para quienes la resurrección corporal es una idea peregrina, han considerado en mucho más al cuerpo. ¿O no? Sobre todo esto se viene hablando al menos durante los últimos tres mil quinientos años. Se ha escrito de todo. Hay que leerlo claro, aunque aquí más que en ningún otro aspecto se nota la brevedad del tiempo que nos ha sido dado para cumplir la tarea inexcusable de razonar la fe. Apenas un resto de tiempo. Y ningún espacio para el silencio y la meditación. Personalmente son cosas que me obsesionan, como a otros les tortura mentalmente tener más dinero, más éxito del tipo que sea o más salud.
1 comentario:
Coincidimos en "esa" obsesión Sr. De la Rica, y en que a mí tampoco me "tortura mentalmente tener más dinero, mas éxito del tipo que sea o más salud".
Un cordial saludo,
Juan Pablo L. Torrillas
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