miércoles, 19 de octubre de 2011

Adrienne Monnier y Alberto Manguel


Se publican dos obras que nos permiten adentrarnos en las habitaciones interiores del mundo literario. Rue de L´Odéon, de Adrienne Monnier (Gallo Negro, 2011) y Conversaciones con un amigo, las conversaciones de Alberto Manguel y Claude Rouquet (La Compañía de los Libros, 2011) son dos obras muy distintas pero con algo en común: rezuman inteligencia y amor por los libros literarios. El primero, Rue de L´Odéon, comienza así: “La Rue de L´Odéon poseía la tranquilidad de un pueblo. Allí se encontraba la librería La Maison des Amis des Livres. Si uno observa con detenimiento, podía ver en la entrada a su propietaria, Adrienne Monnier con su pelo corto y su largo vestido suelto.” Es Simone de Beauvoir la que lo escribe, y es que Adrienne Monnier, librera vocacional, se había constituido en las primeras décadas del Siglo XX es un polo de atracción para un buen número de escritores y artistas parisinos. De Rilke a Valéry, de Léon-Paul Fargue a Prévert, de Pascal Pia a Dujardin, Joyce, Beckett, en fin, casi todos pasaron las horas vivas en esa pequeña estancia en la que, al tiempo que se oía a Satie tocar en vivo, se prestaban libros, se escuchaba a los demás, se descansaba y se procuraba que todos los amigos de la Monnier se sintieran un poco menos solos. Edición espléndida la de Gallo Negro, impecable, llena de tesoros inesperados, de cartas, de fragmentos, de notas que permiten por un instante inhalar aquel aire de libertad de la rue de l´Odéon. Algo parecido respira en el libro de conversaciones con Alberto Manguel. Ojo, más que conversaciones propiamente dichas, se trata de que alguien le tira de la lengua y el escritor argentino cuenta los momentos esenciales de su vida. Los interlocutores se conocen, claro. Se nota que lo están pasando en grande (¿quién no iba a pasarlo bien con ese libro abierto que es Aberto Manguel?) y eso da al volumen, como a casi todo lo que él toca, un aire fresco, amable, lúcido. Rara combinación en un mundo en el que una buena parte de la parroquia literaria tiende a aburrirse, a jugar al golf o a despedazarse sin piedad. Manguel, a quien debemos una de las pocas aproximaciones al maestro Borges de lectura obligada, destaca siempre por su apertura, por su criterio, por su capacidad de admirar. Y su vida es bien azarosa, léanlo. Ha pasado por buena parte de las situaciones inquietantes que quepa imaginar, pero ha salido a flote gracias, entre otras cosas, a su amor por los libros. Aún a riesgo de hacer una lectura esotérica de su existencia, de esas que pueden provocar la sonrisa de alguien como él, yo me quedo con el sano nihilismo de un pasaje que evoca un periodo intermedio de su vida, su primer paso por París a finales de los sesenta y sus inicios en la escritura. Se instala en el hotel de la rue de Saints-Pères, entre un grupo de mujeres de esas que nos precederán en el reino de los cielos. No tiene un franco, ni viejo ni nuevo. Se aposentaba cada día en el Flore. Llegaban Sarduy o Bianciotti. Le pagaban el café. Y Manguel, qué hacía toda la santa mañana. Nada, o sea lo mejor que puede hacerse a veces. Lo explica muy bien. “No llego a entender qué podía hacer ahí tanto tiempo. No leía, no escribía, raramente iba a los museos: ¡no hacía nada! Pasaba horas y horas sentado delante de mi café. Y tengo la impresión de haber pasado años así, sin hacer nada… Hoy me cuesta entender semejante paciencia para no hacer nada. No tenía nada, no hacía nada” (115-116). Magnífica descripción de un aprendizaje literario genuino. Dice no entender, pero yo sí lo entiendo, quizás porque me recuerda su precisa descripción al Sermón del maestro Eckhart en el que comenta la palabras de San Pablo tras caerse del caballo: “Y no veía nada”.

3 comentarios:

Eleonora dijo...

En Una historia de la lectura Manguel nos regala una bella imagen poética: un árabe de la Edad Media poseedor de una inmensa biblioteca debía mudarse de ciudad. Los libros fueron trasladados por una larga caravana de camellos a través del desierto, en orden alfabético.

Adelarica dijo...

Que historia más bonita, amiga Eleonora
una historia árabe que se lo podía haber ocurrido a un matemático del Oulipo
El orden tiene algo, qué duda cabe
Un poeta tan abierto como Milosz publicó una autobiografía en forma de abecedario (Milosz´Abc) y cuando la lees te das cuenta de que siempre hay un orden y que eso no repele a la espontaneidad ni a la libertad, a veces todo lo contrario

Eleonora dijo...

Un maestro mío en el taller de pintura siempre insistía con tener en orden de los materiales. Bastante ardua es la tarea creativa como para que le sumemos otra dificultad, decía.
Cuánta razón.Aunque no hay reglas para estas cosas,siempre pensé que el orden facilita,como dices, la espontaneidad y la libertad creadora.
Que pases un buen fin de semana, Alvaro.