lunes, 31 de octubre de 2011
Giorgio Manganelli
Giorgio Manganelli (Milán 1922-1990) ha sido no el mejor (la literatura no es un concurso de belleza, antes lo sería de fealdad) pero sí uno de los más personales y fascinantes autores europeos de los últimos cincuenta años. Desde textos como éste Centuria (Anagrama, 2011), con la que obtuvo el Premio Viareggio, A los dioses ulteriores, Del infierno (en el que perora sobre la muerte y los novísimos) y su contrapartida Amore, hasta el último encontrado poco después de su muerte e intitulado con lo que podría la gran metáfora de su obra La ciénaga definitiva, la obra de Manganelli se ha caracterizado por las notas siguientes: una concepción radical de lo literario como algo único y distinto de cualquier otro género de discurso (cuánto simple le ha tildado de “gnóstico” sin saber que la literatura está en otro plano con el que esa denominación tiene poco o nada que ver), la convicción de que el elemento central de una propuesta poética es el texto y nada más que el texto, que éste debe convertirse en algo único y a la vez cambiante, dependiente de todos los anteriores y posteriores del autor y de las diferentes tradiciones de las que se nutre, la valentía para dejar correr la pluma desde el punto mismo en el que se posa sobre el papel blanco, sin miedo, arriesgando a cada momento todo el proyecto, la sabiduría de reconocer que lo esencial está siempre en los nexos (una lección que aprende en las Metamorfosis de Ovidio), en el modo sutil y misterioso en el que las cosas de las que se habla y el modo en el que se habla (su trabajo con el lenguaje fue hercúleo) se van conectando sin más ante la mirada asombrada del autor, en este caso él mismo. Esto último es particularmente visible en esta novela de novelas, novela experimental que tiene como subtítulo justamente Cien breves novelas-río, en las que el mundo entero, sus símbolos, sus facetas aparentes, sus caras más visibles pero también cada uno de sus recónditos recovecos aparecen hilados por un yo literariamente omnipresente.
domingo, 30 de octubre de 2011
Novedades en el Restaurante La Nuez
El otoño es una época de cambios: los árboles, las plantas, la hierba y el cielo se mudan dejando ver su esplendorosa belleza. Todas las estaciones implican cambios, las metereológicas y las de la vida social e individual. Todo se transforma permanentemente y el restaurante La Nuez también se adapta al nuevo tiempo ofreciendo -junto a su ya clásica carta- un menú de precio más asequible, elaborado con una inmejorable materia prima local. No estamos ante una pirueta camaleónica. Es simplemente la adecuación a un momento severo que a todos nos exige ajustes. Su nueva propuesta, este menú de 28 € recoge la esencia que La Nuez ha logrado que sea su signo de identidad: antes que nada, el respeto incondicional a la excelencia de la naturaleza y el uso de la técnica para realzar el valor único de cada producto, huyendo de elementos superfluos que lo enmascaren. Y, después, la elaboración en el momento de la práctica totalidad de los platos de la casa. Cada estación marca una renovación; cada estación aparece asociada a una estética particular. Y el otoño, unas veces poético y melancólico, y otras intimista y fresco, nos trae sus tesoros. Las dulces, festivas y vibrantes notas estivales se convierten en profundos e intensos sabores minerales, terrosos y, algunos, afilados y casi eléctricos, como el de la trufa negra. Esta esencia es la que recoge, precisamente, este menú estacional. Actualmente, cualquiera de estos días entre grises y azules, se puede encontrar en el menú de otoño alcachofas a la provenzal, alcachofas de la huerta navarra, tan delicadas y nobles, que Julio Flames –chef y propietario- las utiliza también para preparar un risotto blanco, con la misma técnica que aprendió trabajando en Roma. También se pueden disfrutar de unos raviolis de faisán de tiro, con pasta fresca elaborada en casa, en una receta italiana y tradicional. O degustar el bacalao al gratin, acaso el plato más emblemático e imprescindible de La Nuez, felizmente incorporado a este menú otoñal. A la hora de los postres, cabe destacar esa inmediatez o “instantaneidad” de la propuesta de La Nuez a la que ya aludíamos, y así asombrarnos ante una tarta fina de manzana con helado de calvados hecha en el momento. Los helados y sorbetes, por su parte, están elaborados artesanalmente en casa. A propósito de dulces, hasta los más renuentes al azúcar y a los excesos suelen rendirse ante la clásica tarta Tatin de La Nuez. Un pecado a medias, se justifican, porque la manzana tiene valor nutritivo en forma de fibra, vitaminas, minerales y ella misma es más digestiva así que cruda. ¿Pero y la mantequilla? ¡También contiene una importante cantidad de vitamina A y D! El tiempo impone cambios, pero es de sabios llevarlos a cabo sin rigideces y con el mismo espíritu que ha inspirado desde la apertura a esta joya gastronómica navarra que es el restaurante La Nuez. Admirable resulta comprobar en cada detalle, culinario, del servicio (en el que destaca Valentina, su inteligente soumelier), una pasión por la buena mesa y por el entorno –especialmente por el cinturón hortofrutícola pamplonés- y la fidelidad a una forma de concebir y ejecutar la cocina. Ingredientes de este nuevo y asequible menú de otoño que servirá sin duda para que surjan nuevos clientes y para acoger más a menudo a aquellos que ya están en su nutrida carpeta de clientes amigos.
Artículo de El Diario de Navarra de 28-10-2011. En la foto de la cocina, Cristina Puig y Julio Flames, maître y chef, co-propietarios del restaurante.
sábado, 29 de octubre de 2011
Charla con Hiraki Sawa
P.- Lo primero que me llama la atención son las cajas de madera en las que Ud. coloca las pantallas con sus videos.
R.- Sí, es una conexión que mantengo con mi afición infantil por los trabajos manuales.
P.-¿Es sólo eso?
R.- No, no sólo. Las cajas en la cultura japonesa, hako, tienen algunos significados particulares: se les regalan a los niños para que encierren allí sus miedos. Así aprenden a ponerles límites, las paredes de las cajas, y a controlarlos.
P.- ¿Su trabajo tiene que ver con el miedo? ¿Esas proyecciones de imágenes maravillosas e inquietantes son producto del temor? ¿Meterlas en una caja sería como esconderlas?
R.-Sí, pero en el hako se esconden los sueños y los deseos. En un acto también de pudor.
P.-¡Qué bonito! Sueños, miedo, pudor… en todo caso un mundo de pensamientos íntimos.
R.- ¿Pensamientos? No creo. Son más bien sensaciones, visiones, todo lo que obtengo cuando no me propongo pensar o, mejor aún, cuando consigo separarme de la presión del pensamiento, cuando creo en mí un vacío en el que pueden entrar otras cosas entre las que me muevo más como en mi propia casa.
P.- ¿Entre aquellas cosas que le permiten constatar que Ud. es Ud. y no nadie más?
R.- Exacto. Ese es mi rostro y lo demás sobra. En las inauguraciones como la de ayer me cuesta tanto aparecer… en la anterior me pasé todo el tiempo en el gabinete y nadie preguntó por mí.
P.- Pues eso le honra la verdad. R.- Es mejor ser nadie, no ser ni siquiera el genio de lámpara de Aladino que aparece cuando frotas, dejar espacio a los demás, dejar que los demás se encuentren consigo mismos al contemplar una obra. P.- En eso me recuerda a tantos autores japoneses de literatura a los que tanto admiro (Kabawata, Tanizaki, Endo y hasta Murakami).
R.- Sí claro, son maestros en el arte de decir pero sin imponerse, dejando que nuestra imaginación vague a su antojo, se encuentre como en casa. Hay tantos motivos para permanecer en casa.
P.- Yo por ejemplo he leído no menos de cinco veces País de Nieve de Kabawata y la verdad es que aún no lo entiendo. No ya el significado, no entiendo del todo el argumento ni a los personajes, hasta el punto de que me había preguntado muchas veces si era una cuestión de la traducción.
R.- No lo creo. Kabawata es un artista de la sugerencia. Pero yo le recomiendo que lea también a Kôbô Abe. Encontrara una parte de sí mismo. Es mágico.
miércoles, 26 de octubre de 2011
Isabel Núnez y Lydia Oliva
La audacia del planteamiento de un libro como Sinrazones del olvido (Icaria, 2011) se justifica también por la riqueza de su contenido. Me explico. Las escritoras catalanas Isabel Núñez y Lydia Oliva llevan lustros difundiendo su pasión por un grupo de artistas modernas, escritoras y fotógrafas, a las que han dedicado cursos, artículos, reseñas, ensayos y hasta pequeñas exposiciones. Siempre por cierto con bastante éxito de público, debido al mismo tiempo a la calidad de las personas estudiadas como a la altura de miras de las estudiosas. Parten de la base más que justificada de que si su condición de mujeres supuso para ellas, mientras vivían y realizaban su obra, un muro de dificultades añadidas, tras su muerte esa misma condición ha lastrado miserablemente el reconocimiento que merecían. Articulado en forma de vidas paralelas (el recurso a la comparación abre insospechados vericuetos en el texto), la sustancia del libro (a mi juicio es el mayor de sus aciertos) es narrativo. De ese modo, nunca resulta tedioso y la carga de reflexión, así como los abundantes datos sobre la vida y la obra de cada artista, fluyen con toda naturalidad por las páginas del libro. Isabelle Eberhardt y Anna Atkins, Jean Rhys y Frances Benjamin, Dorothy Parker y Berenice Abbott, Maeve Brennan y Lee Miller, Natalia Ginzburg y Gisèle Freund: nómadas, pioneras, comprometidas, excéntricas, resistentes, todas fueron admirablemente todas esas cosas. No me puedo olvidar, al repasar sus vidas intensas, sus dificultades, las injusticias a las que se vieron sometidas en su afán de ser libres, aún después de muertas, de la frase de Stravinsky: “Quien te opone una resistencia, te da una fuerza”.
martes, 25 de octubre de 2011
Cristina Campo en Revisiones 06
Me satisface enormemente anunciar que en el último número de Revisiones, en el 06, hay una traducción de la Elegía de Portland Road (1958) de Cristina Campo, dedicada a contemplar la última estancia de Simone Weil en dicha calle londinense. María Pertile, con ayuda de Pepa Balsach han realizado una espléndida versión del poema, y María ha introducido la figura de Cristina Campo en un artículo precioso. Hay muchas más cosas en el número: Jean Clair, Alice Munro, Jiménez Lozano, Peter Zumthor, Robert Motherwell, Agustina Bessa-Luis, Borys Groys escriben en él o son objeto de un artículo monográfico. El número cuenta además con una traducción de Tres muertes de Tolstoi a cargo de Selma Ancira (en el centenario de la muerte del escritor ruso) y con un año entero en exclusiva del diario del escritor portugués Joao Bigotte Chorao.
domingo, 23 de octubre de 2011
Notas para un diario 217
La noche fue extraña, la comida fue extraña y hasta las conversaciones también lo fueron. Qué difícil en la vida es que todo encaje: siempre hay algo que sobra o que falta. No, no es para deprimirse tampoco, qué va, pero en fin… fastidia, por decirlo finamente, que nada sea nunca perfecto. Por ejemplo, como cuando quisimos beber gin-tonic y fuimos los dos a la cocina. Tú cogiste el hielo, yo los vasos; tú vertiste la ginebra en cada copa pensando en cada uno de los tres, un poco más aquí, un poco menos en ese otro, "a las mujeres les gusta suave, apenas una lágrima, ja ja…" mientras yo te enseñaba las limas que había ido por la tarde expresamente a comprar y me disponía a rebanar un pequeño trozo de su dura piel verde. Pero qué cara se me quedó cuando comprobé que no había tónicas en la nevera. "Vaya… a ver en la despensa… no estarán frías" Tampoco. Ni frías ni calientes. Nada. El mundo se le viene a uno encima. Duró unos segundos la sensación de pérdida. Recordé aquel verso que dice "¿qué cosa no es casi ausente aparte de mí mismo?" Tú, más práctico, reaccionaste mejor: "No pasa nada. ¿Tienes Coca-Cola? ¿Y ron? Todo arreglado". A mí como no me gusta el ron, ni la Coca-Cola, no me quedó más remedio que agarrarme al whisky. ¿Se escribe así? Pues no lo sé, está buenísimo pero me pone triste y además cuando lo bebo me dan ganas de ponerme inmediatamente a garabatear algo. Lo hubiera hecho de no haber estado en medio de una cena improvisada con unos invitados tan especiales y a los que quiero tanto. Es la vida que nunca es del todo perfecta.
viernes, 21 de octubre de 2011
La Socotra de Jordi Esteva
En Socotra, la isla de los genios (Atalanta, 2011), el libro de Jordi Esteva (Barcelona, 1951), acaso el mejor escritor de viajes que hay en España, se funden dos tradiciones que se enriquecen mutuamente: la del relato del viajero jonio, atento a lo que tiene delante, a cada matiz, a cada voz, rostro o paisaje, un viajero sensible que trata de comprender, no de juzgar y que queda imantado por todo lo que hay de bello en el mundo, y, de otro lado, la tradición europea del ensayo autobiográfico, tentativo y moderno, reflexivo, nada dogmático. De ese modo, lo otro y lo propio se funden en una narración armónica, a la vez interior y exterior, a la vez vital y culta, necesaria y abierta. Un libro de lectura tan placentera como inquietante, tan instructiva como estimulante. Lo recomiendo vivamente.
Leer la entrevista con Jordi aquí
miércoles, 19 de octubre de 2011
Adrienne Monnier y Alberto Manguel
Se publican dos obras que nos permiten adentrarnos en las habitaciones interiores del mundo literario. Rue de L´Odéon, de Adrienne Monnier (Gallo Negro, 2011) y Conversaciones con un amigo, las conversaciones de Alberto Manguel y Claude Rouquet (La Compañía de los Libros, 2011) son dos obras muy distintas pero con algo en común: rezuman inteligencia y amor por los libros literarios. El primero, Rue de L´Odéon, comienza así: “La Rue de L´Odéon poseía la tranquilidad de un pueblo. Allí se encontraba la librería La Maison des Amis des Livres. Si uno observa con detenimiento, podía ver en la entrada a su propietaria, Adrienne Monnier con su pelo corto y su largo vestido suelto.” Es Simone de Beauvoir la que lo escribe, y es que Adrienne Monnier, librera vocacional, se había constituido en las primeras décadas del Siglo XX es un polo de atracción para un buen número de escritores y artistas parisinos. De Rilke a Valéry, de Léon-Paul Fargue a Prévert, de Pascal Pia a Dujardin, Joyce, Beckett, en fin, casi todos pasaron las horas vivas en esa pequeña estancia en la que, al tiempo que se oía a Satie tocar en vivo, se prestaban libros, se escuchaba a los demás, se descansaba y se procuraba que todos los amigos de la Monnier se sintieran un poco menos solos. Edición espléndida la de Gallo Negro, impecable, llena de tesoros inesperados, de cartas, de fragmentos, de notas que permiten por un instante inhalar aquel aire de libertad de la rue de l´Odéon. Algo parecido respira en el libro de conversaciones con Alberto Manguel. Ojo, más que conversaciones propiamente dichas, se trata de que alguien le tira de la lengua y el escritor argentino cuenta los momentos esenciales de su vida. Los interlocutores se conocen, claro. Se nota que lo están pasando en grande (¿quién no iba a pasarlo bien con ese libro abierto que es Aberto Manguel?) y eso da al volumen, como a casi todo lo que él toca, un aire fresco, amable, lúcido. Rara combinación en un mundo en el que una buena parte de la parroquia literaria tiende a aburrirse, a jugar al golf o a despedazarse sin piedad. Manguel, a quien debemos una de las pocas aproximaciones al maestro Borges de lectura obligada, destaca siempre por su apertura, por su criterio, por su capacidad de admirar. Y su vida es bien azarosa, léanlo. Ha pasado por buena parte de las situaciones inquietantes que quepa imaginar, pero ha salido a flote gracias, entre otras cosas, a su amor por los libros. Aún a riesgo de hacer una lectura esotérica de su existencia, de esas que pueden provocar la sonrisa de alguien como él, yo me quedo con el sano nihilismo de un pasaje que evoca un periodo intermedio de su vida, su primer paso por París a finales de los sesenta y sus inicios en la escritura. Se instala en el hotel de la rue de Saints-Pères, entre un grupo de mujeres de esas que nos precederán en el reino de los cielos. No tiene un franco, ni viejo ni nuevo. Se aposentaba cada día en el Flore. Llegaban Sarduy o Bianciotti. Le pagaban el café. Y Manguel, qué hacía toda la santa mañana. Nada, o sea lo mejor que puede hacerse a veces. Lo explica muy bien. “No llego a entender qué podía hacer ahí tanto tiempo. No leía, no escribía, raramente iba a los museos: ¡no hacía nada! Pasaba horas y horas sentado delante de mi café. Y tengo la impresión de haber pasado años así, sin hacer nada… Hoy me cuesta entender semejante paciencia para no hacer nada. No tenía nada, no hacía nada” (115-116). Magnífica descripción de un aprendizaje literario genuino. Dice no entender, pero yo sí lo entiendo, quizás porque me recuerda su precisa descripción al Sermón del maestro Eckhart en el que comenta la palabras de San Pablo tras caerse del caballo: “Y no veía nada”.
lunes, 17 de octubre de 2011
William Goyen
Incluir a Goyen junto a los escritores del Sur de Norteamérica (los Faulkner, Wolfe, O´Connor, McCullers, Welty) es justo por razones obvias, pero insuficiente. Baste decir que conocía bien a todos los citados, y a muchos más, que aprendió sus lecciones, yo diría que fue su continuador natural e incluso me atrevería a afirmar que fue el último realmente grande. Goyen no tiene nada de epílogo, antes significa la resurrección de una generación áurea, de la gran explosión narrativa que creció entre los despojos de la Guerra de Secesión. Tomemos uno sólo de sus cuentos: el primero de este magnífico libro (La misma sangre y otros cuentos, trad. de Esther Cross, La Compañía/Páginas de Espuma, 2011) Preciada puerta, Precious Door. Mientras se avecina un tornado, un padre y un hijo descubren un bulto en su fundo. Es un joven malherido. Lo rescatan, lo meten en casa, le limpian la cara. Es de una belleza sobrenatural, de esas que emociona con sólo mirar, que te hacen amar a alguien a quien no conoces de nada, compadecerte de su infortunio, y está agonizando. Muere y el padre y el hijo sufren de una manera inexplicablemente profunda. El huracán avanza como surge en la Antígona de Sófocles una columna de aire que golpea la tierra impenitente. De repente llaman a la ventana. Es otro joven que al entrar reconoce en el muerto a su hermano. Lo ha matado él con un cuchillo pero al verlo se rompe en dolor y carga con él hacia la naturaleza desbocada. Intentan impedírselo pero en vano. Días después serán vistos los dos, ya cadáveres, junto al río, sobre una puerta quizás abierta al Cielo…
Leer la nota completa en teinteresa.es
sábado, 15 de octubre de 2011
Notas para un diario 216
Los dos llegamos agotados. Paseamos un rato frente al mar. Nada parecía anunciar que después de la comida íbamos a hablar de tantas cosas, de nuestra familia, de los graves problemas de salud, de las carencias que los dos apreciábamos en nuestras vidas grises y sin embargo de la serenidad que teníamos. ¿Serían los "moules planche" los que nos abrieron las ganas de charlar? ¿Sería el vino o el paseo por el cementerio? Recuerdo que te dije que me gustaba la humedad del ambiente, la sensación de estar todo el día a punto de calarse, y lo bien que se sentía uno cuando se metía en la cama a la hora de la siesta bien cubierto por el edredón? No podía soportar esa sensación en otros lugares pero allí, en ese rincón del país vascofrancés, frente al mar, era algo que me transportaba a la infancia y me hacía sentir inusualmente bien. No era normal esa confianza entre padre e hijo pero… así era: parecíamos dos poetas atacados de los nervios y con el corazón frío. Hablamos con libertad, sin miedo a herirnos mutuamente, y nos prometimos que un día ya no nos iríamos de allí, que yo compraría una casa por modesta que fuera con una estancia para que pudieras venir a pasar temporadas conmigo, pero que pondríamos dos puertas con una por la que tú pudieras entrar y salir a placer sin que yo me enterara de nada. Y viceversa. "Eso, y si te apetece de vez en cuando comeremos juntos".
jueves, 13 de octubre de 2011
Pedro Pertejo
P. Su trabajo surge de una larga y lenta contemplación del paisaje marino. ¿Puede esbozar narrativamente los trazos de ese proceso?
R. Antes de comenzar a pintar es muy importante para mí alcanzar un estado corporal y emocional que está estrechamente ligado a la contemplación. Indago en la tela hasta que surge una imagen que evoca el objeto de mi contemplación, y en ese proceso pueden quedar muchos cuadros enterrados. La preparación del soporte es también fundamental, y a veces trabajo en éste durante días. Debo encontrar el color de base que está asociado a una emoción anterior a la forma.
P. Formalmente destaca el recurso a la comparación (fotografía/pintura). ¿Una secuencia de imágenes, un reflejo, un negativo, dos órdenes distintos? Cómo lo ha percibido Ud a lol largo del tiempo en el que ha desarrollado ese experimento?
R. Durante más de veinte años, he vivido asomado al mar, lo he pintado y lo he fotografiado. Mostrar unas imágenes junto a otras, sin duda provoca una comparación y pone de relieve la diferencia entre percepción y realidad, aunque esta exposición, para mí, desea establecer fundamentalmente un diálogo. Fotografía y pintura entran en resonancia en una realidad compartida. La forma que ha adoptado la exposición es también una forma de hablar de la realidad de la pintura. Ahora vivo entre montañas y el mar llega de otra manera, en forma de evocación.
P. Finalmente el mar. ¿Podría apuntar algo sobre su relación con ese elemento de la natualeza, aquello que a pesar de todo acaso no haya sido del todo capaz de expresar en su obra?
R. A mi pesar, el mar siempre ha estado asociado a un sentimiento de vulnerabilidad y de pérdida, algo muy difícil de expresar con la pintura.
leeer la entrevista y el comentario en teinteersa.es
lunes, 10 de octubre de 2011
El Crack-Up de Scott Fitzgerald
Llega por fin a las librerías españolas el Crack-Up de Francis Scott Fitzgerald recién editado por Ediciones Crakup de Buenos Aires. No sabría cómo encarecerles lo suficiente para apretar a correr a la librería más próxima y hacerse con un ejemplar destinado a convertirse en algo que pasado el tiempo se buscará como un tesoro bibliográfico.
Créanme, ocurrirá así por dos tipos de razones. La primera es que contiene un texto, un conjunto de textos para ser más preciso, realmente prodigioso: se trata de los restos del naufragio de una obra, la de Scott Fitzgerald, que incluía novelas tan asombrosas como El Gran Gatsby o Suave es la noche, y que tras su hundimiento personal en 1936 se retrae a sus principios, quintaesenciados en fragmentos, de lo que resultan algunos de los párrafos, de los guiños, de las imágenes, de los testimonios autobiográficos más auténticos que se hayan escrito en los últimos cien años. Yo me atrevo a decir que es un libro “inspirado”: lo abras por donde lo abras, de sus quinientas páginas, te responde con un martillazo a las inquietudes de fondo que nos asaltan a todos.
El núcleo gira entorno a la idea misma del “crak-up”, la ruptura que se produce en nuestras vidas cuando reconocemos que el tiempo que hemos perdido es muy superior al que nos queda. El tiempo se torna irrecuperable y ante ese muro, ese tsunami que arrasa el alma, nos ahogamos exhaustos, en medio de inútiles chapoteos, carentes de la energía o de la tabla de salvación que necesitaríamos para sobrevivir. Es el mal de nuestro tiempo occidental, ávido de cosas materiales y vacío de interioridad. Scott Fitzgerald lo experimentó y lo reescribió proféticamente en un inglés perdurable.
La segunda serie de razones, como he señalado de pasada, tiene que ver con la edición. Como la que ya existía (traducida por Mariano Antolín Rato) y se perdió, la edición bonaerense, disponible en España, se basa en el texto editado por Edmund “Bunny” Wilson (siempre me he preguntado porqué éste no incluyó sus respuestas a las cartas del autor de El último magnate), y contiene todo lo que incluía esta: los textos de Scott Fitzgerald, las cartas, los fragmentos o iluminaciones (en efecto, tan en deuda con el diario de Butler) y los artículos in memoriam de Rosenfeld, Glenway Wescott y John Dos Passos. Cada uno de éstos dos últimos contiene una lección de humanidad y literatura (están intrínsecamente unidos) que merecerían la pena ser leídos por sí solos. La nueva edición añade un estudio de Alan Pauls.
jueves, 6 de octubre de 2011
Tranströmer
... El primer libro de Tranströmer se
llamaba Diecisiete poemas, y vio la luz en 1954. Medio siglo justo de escritura
silenciosa, cadenciosa y abierta. En medio una docena de obras: Secretos en el
camino, Prisión, El cielo a medio hacer, Mirando en lo oscuro, Caminos, Balticos,
Para vivos y muertos, La góndola triste, etc. Y al final la “gloria” humana,
una farsa bienintencionada que ha debido de saberle a cenizas en la boca. Los
mismos o parecidos motivos están presentes en un ritmo ligeramente atonal: la
naturaleza, muy en primer plano, con
sus coordenadas de tiempo y sus espacios llenos de vacío, con sus
bosques de abedules y atardeceres blancos, los más mínimos gestos humanos, a
menudo interiores, la presencia oculta o sonora de la muerte, la imprescindible
cultura en forma de pequeños ritos, de objetos como los libros, la música o el
café, alguna que otra ciudad exótica. Leyendo a Tranströmer uno se de cuenta
del potencial de la poesía, de hasta qué punto se ha convertido en el camino
transitable, en la fuente de sentido accesible universalmente. Parafraseando el
psalmo se puede afirmar que en la poesía del nuevo premio Nobel “la sabiduría y
la paz se besan”. “El año anterior a mi muerte –
pone el poeta en boca de Edvard Grieg, el compositor nórdico– enviaré cuatro
salmos para rastrear/a Dios./Pero eso empieza aquí. Una canción de aquello que
está cerca.” No encuentro una mejor aproximación o resumen de su quehacer
poético. Una canción de aquello que está cerca, y el enigma de saber si detrás
de las palabras y las cosas hay o no algo más. Si, como dijo Milosz, un tordo
en una rama es sólo eso, un tordo en una rama...
Leer el artículo entero aquí
Leer el artículo entero aquí
lunes, 3 de octubre de 2011
domingo, 2 de octubre de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)