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“Si tu veux faisons un rêve…” Así comienza un esbozo de
Proust en el que narra un viaje en tren (quizás una primera versión de su traslado a
Balbec en
Noms du pays: Le pays). El sueño en
Proust me fascina por muchas cosas, no la menor por su relación con el miedo. Todo
Proust nace del temor, de
la peur, el miedo a lo porvenir, el miedo al sufrimiento, el miedo a enfermar, el miedo a quedarse solo, el miedo al miedo. Del miedo nacen en
Proust tanto el deseo como su restricción. No hay nada más novelesco que el miedo. De algún modo está todo ya en las primeras ascensiones al dormitorio, en los primeros anhelos de que la madre le conduzca y le bese, en las primeras aprehensiones a quedarse sólo o a oscuras. Su sexualidad está inscrita en lo que siente de niño por
Swann, en el hecho ambivalente de que sea él quien impide, con sus visitas nocturnas, que su madre le acompañe y le introduzca de su mano suave y fuerte en el anticipo de la muerte que es el acostarse (¿conocéis algún niño al que le guste irse a dormir?). Todo amor contiene una dosis enorme de miedo y a la vez de ensueño. Me encanta leer, en el viaje mencionado, las reflexiones de
Marcel cuando se queda solo en el duermevela del tren. Todo su mundo de dulces terrores infantiles le es devuelto en un instante. No puede siquiera despedirse de su madre que permanecerá en casa. Por cierto, quien mejor ha reflejado esos puntos de miedo que nos pinchan todo el tiempo que los músicos franceses del novecientos (el
Debussy de
La plus que lente, el
Ravel de la
Pavanne o el
Fauré del
Opus 24, la elegía para chelo y piano más maravillosa que conozco). Bendito el que sienta ese miedo, a herir, a ser herido, el miedo a la belleza de la lluvia, el miedo al viaje, el miedo a morir. Bendito el pusilánime, el delicado, el que no se impone y sufre callado. Pues bien, el narrador dice que sentía por primera vez que era posible que su madre
viviere sin mí, en vez de por mí, otra vida. Ya en la lejanía del viaje esos pensamientos se mezclan con la somnolencia, con el traqueteo del vagón, con el deseo amoroso que no obstante le impulsa a abrirse de antemano a los amoríos en
Balbec, y con el silencio que le rodea como un haz de luz. El silencio es la condición de posibilidad de la delicadeza. Me recuerda al capítulo
XVI de
El Quijote, el de la noche pasada en la venta de la delicada
Maritornes, cuando dice el narrador: “Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que, colgada en medio del portal, ardía. Esta maravillosa quietud y los pensamientos…” hicieron que la venta se convirtiera en castillo.
La foto nuevamente es de mi adorado Lartigue.
3 comentarios:
Gracias,Alvaro,por los tres regalos: Debussy, Fauré y tu bellísima frase sobre el silencio.
gracias a ti Eleonora por seguir estos tachones
no sé si conoces la versión del Opus 24 de Jacqueline du Pré
es algo…
Al,
Me ha encantado esta entrada. Me siento muy identificada. ¿Sabes que, como los niños, a mi tampoco me gusta especialmente ir a dormir? Hubo una época, no hace mucho, en la que mis peores angustias y pensamientos se producían en esos momentos de duermevela, en un viaje o en el momento antes de quedarme dormida.
La foto es chulísima.
Un abrazo fuerte.
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