Por su interés excepcional, subo aquí el artículo que ha publicado hoy en ABC Tomàs Llorens, acerca de las maniobras que desde el Museo del El Prado se están realizando para que El Guernica de Pablo Picasso sea instalado en el museo madrileño:
¿Por qué está el «Guernica» en el Reina Sofía? Porque es nuestro museo nacional de arte moderno. La respuesta es evidente; y, sin embargo, ¡cuánto ha costado!, ¡qué difícil ha sido y qué difícil parece seguir siendo!
Hagamos un poco de historia. El primer antecedente de lo que es hoy el Reina Sofía fue creado, con el nombre de Museo de Arte Contemporáneo, en 1894. En el preámbulo del decreto fundacional se aludía a la necesidad de un museo que estudiara y expusiera «con orden y método» las obras de arte contemporáneo que, «mal acondicionadas y no bien clasificadas, se han reunido en algunas de las salas del Museo Nacional del Prado». La alusión al «orden y método» es reveladora. Nos habla de la influencia del modelo francés en la creación de un sistema museístico de ámbito nacional, organizado con criterios de racionalidad científica (por disciplinas especializadas) y administrativa (con atribución centralizada de los recursos).
Conviene decir enseguida que el Museo de Arte Contemporáneo tuvo una vida difícil. Nunca dispuso de recursos suficientes, y, lo que es peor, sufrió a lo largo del siglo XX varias extinciones y refundaciones en las que, cada vez, sus colecciones se integraban o se volvían a separar, de modo generalmente confuso, de las del Museo del Prado. Con el nombre de Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC) estrenó su primer edificio propio y fue inaugurado por Franco en 1975, en un momento demasiado tardío de la historia del régimen como para que la institución resultara aceptable en el mundo de la cultura. El sentimiento de frustración se focalizaba en una carencia monumental: Picasso. Y la tensión era tanta que condujo a los responsables del proyecto a concebir la idea de pedir el «Guernica» al propio artista para instalarlo en el nuevo museo. No es difícil adivinar las reacciones sarcásticas que suscitó esta quimera dentro y fuera de España. Bastaba imaginar la fotografía del día de la inauguración con Franco frente al cuadro, contemplándolo (o viceversa, como pintó Equipo Crónica esa confrontación en 1969).
Y sin embargo en 1981, con Suárez como presidente del Gobierno, se produjo el hecho que pocos hubieran creído posible en la década anterior. Llegó el «Guernica». Se instaló en el Casón del Buen Retiro. Se dijo que era deseo de Picasso que el cuadro estuviera en el Prado; aunque la verdad era que las únicas instrucciones que el artista había puesto por escrito antes de morir no decían nada al respecto. Hay que reconocer, por otra parte, que en 1981 difícilmente cabía otra opción. ¿El MEAC? Era una institución estigmatizada, inviable. Un problema. Un problema que abordó el gobierno siguiente, el primero de Felipe González, con Solana como responsable de cultura. Ese fue el gobierno al que correspondió iniciar el proceso de transferencias a las Comunidades Autónomas y en ese contexto el viejo concepto de sistema museístico estatal había adquirido un nuevo sentido político, ya que los padres de la Constitución lo habían situado en el centro del equilibrio competencial diseñado para el ámbito de la cultura. Y para el mundo del arte el caso más urgente que había que resolver en materia de museos era el MEAC. Todo el mundo estaba de acuerdo en que había que refundarlo, cambiar su nombre y emplazamiento y mejorar sustancialmente sus colecciones. Hacia 1986 el Ministerio comenzó a trabajar firmemente con la hipótesis de un nuevo museo instalado en el antiguo Hospital de Atocha. Poco después, para orientar el proyecto, se constituyó una comisión de expertos. El informe final de esa comisión, redactado a comienzos de 1988, recomendaba que la colección del nuevo museo se ampliara y se reestructurara de acuerdo con la historia internacional del arte del siglo XX, aunque leyéndola desde la perspectiva de los principales artistas españoles del siglo, especialmente Picasso. En el centro del museo, y en esto el informe era claro y preciso, debía estar el «Guernica». Junto con los demás miembros de la comisión subscribieron el documento (además del autor de estas líneas), Simón Marchán (principal redactor del texto) y Plácido Arango (actual presidente del Patronato del Prado).
El resto de la historia es más conocido. El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía fue creado por Real Decreto de 27 de mayo de 1988. Ajustándose a las recomendaciones de la comisión asesora, el decreto fundacional preveía la posible integración de «las obras de arte del siglo XX» que se encontraban en el Prado. El Reina Sofía se inauguró en noviembre de 1990 y al año siguiente, con Solé Tura como ministro y María Corral como directora, el «Guernica» entró en la sala que tenía reservada en el edificio de Atocha.
La adscripción definitiva, sin embargo, llegó más tarde. Desde el Prado se alegaba, no sin razón, que, aparte del «Guernica», había numerosas obras de comienzos del siglo XX cuya adscripción a uno u otro museo planteaba dudas. Para resolverlas, la ministra Alborch, sucesora de Solé Tura, creó otra comisión, de la que formaban parte, entre otros, Alfonso Pérez Sánchez, Valeriano Bozal, José Guirao y Alfredo Pérez de Armiñán. La propuesta que finalmente se adoptó por unanimidad fue la de Pérez Sánchez. Se basaba en dos principios: mantener reunida la obra de cada artista, y atenerse a la cronología del modo más estricto posible, ya que era un criterio objetivo y preciso que minimizaba el ámbito de discusión. Fue así como, por Real Decreto de 17 de marzo de 1995, quedaron adscritas al Reina Sofía las obras de arte de titularidad estatal creadas por artistas nacidos a partir de 1881 (año de nacimiento de Picasso).
Hoy parece que al Prado le resulta incómoda esa demarcación. Se cita a veces el contraejemplo de otros museos, como el Metropolitan de Nueva York, que no tiene establecidas fronteras cronológicas respecto de sus museos vecinos, especialmente el MoMA. Pero la comparación es inadecuada. Tanto el Metropolitan como el MoMA son organizaciones independientes, constituidas por iniciativa particular y a partir de recursos aportados por personas particulares. El Prado y el Reina Sofía, en cambio, son organismos estatales. Sus recursos, empezando por sus colecciones, vienen de la misma fuente: el Estado. Parece razonable que, en aras de un uso eficiente de esos recursos, el Estado les atribuya ámbitos de competencia claramente delimitados.
Pero además conviene hacer otra consideración. Para la historia del Reina Sofía, el decreto Alborch de 1995 constituye un hito importante. Como todo el mundo sabe, los años iniciales del museo fueron conflictivos y la institución sólo salió de ese período difícil gracias a un pacto parlamentario cuya ocasión más concreta fue precisamente la redacción de ese decreto. Era natural que fuera así, porque con la adscripción duradera del «Guernica», el museo era otra cosa. Y, efectivamente, a partir de entonces todo cambió. Los órganos directivos gozaron de más estabilidad y, durante al menos un decenio, la institución contó con un apoyo presupuestario generoso. Fue así, bajo la dirección de José Guirao (Miguel Zugaza lo recordará bien, porque fue subdirector del Reina Sofía con él) y bajo la de Juan Manuel Bonet, el museo fue constituyendo un corpus de pinturas y esculturas que le permitieron empezar a construir un discurso histórico creíble articulado, de acuerdo con el proyecto inicial, alrededor del «Guernica».
Derogar el decreto de 1995 para que el Prado cuelgue el «Guernica» en sus paredes, supondría pues desandar un largo camino que ha costado un esfuerzo colectivo considerable. Sería fácil hacerlo. Bastaría con una decisión del Consejo de Ministros. Pero lo que sufriría, y es importante tenerlo en cuenta, no sería sólo el Reina Sofía (un museo que, siguiendo el ejemplo desastroso de sus precedentes del siglo pasado, habría de ser refundado otra vez), sino el significado mismo del «Guernica». Fuera de su contexto histórico artístico natural, debilitado el discurso con el que, poco a poco, generación tras generación, vamos descubriendo y construyendo su sentido, la obra maestra de Picasso acabaría convirtiéndose en una imagen tópica y desgastada. ¿De verdad es eso lo que queremos?
1 comentario:
Me coloco en el otro extremo del debate. Al hilo de lo leído en ABC estos días pasados (Elliot y J. Brown): la recuperación del espacio del Salón de Reinos, ámbito civil de los Austrias, único, en el que lucirían in situ algunas obras que fueron de allí sacadas, y que no ha de desaprovecharse. Supuse provisional la instalación del Guernica en el mismo: la consolidación del MNRS debe impedir la dependencia de El Prado, un ámbito que no me parece acertado (aunque el Guernica no volviese al Salón de Reinos, que supongo que no). Recuerdo un juego de la época de estudiante, una provocación juvenil e inocente, pedantona: preparábamos los exámenes y nos desplazábamos al Casón a contemplar el techo de Luca Giordano, con descaro, la verdad. Los visitantes no entendían por qué nuestra mirada era equivocada al ignorar (premeditadamente) al Guernica recién llegado. Creo que hay que defender la permanencia del Guernica en el RS (contextualizada por una tradición museística que ya forma parte de la historia de la Transición, de algún modo es hito en la evolución del concepto de museo en España, y al hilo de lo expresado por T. Llorens) y la recuperación del Salón de Reinos, que parece estar entre esa clase de joyas que no sabemos guardar, tal vez porque no tienen rentabilidad política. El Prado no necesita del Guernica. Suena casi cateto ese deseo de aglutinar que me hace pensar en aquellas cámaras de maravillas renacentistas, presididas por el todo tener, antepuesto a la sistematizaciñón que hoy permite de forma racional llegar a enteder el arte y su discurrir histórico. El Guernica pinta mejor donde hoy está. Y aprovechemos de paso para resucitar nuestros tesoros de otros tiempos.
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