En las orillas del river Liffey me senté a llorar… Algo así de babilónico (Babylonne babille) podría perfectamente ser el resumen de mi jornada andariega en Dublín: ocho (¿o fueron diez?) horas de caminata a un lado y a otro de las riberas de ese río de la vida que baña la capital irlandesa y que me parece una belleza (ya quisiera el secarral de nuestro Madrid contar con algo parecido, qué distinta sería nuestra capital del horror y de la falta de gloria, cuanto mequetrefe y cuanto miasma se llevaría al paso del agua). Vaya por delante que adoro los ríos, sobre todo si son navegables. Esto demuestra que no hay genética que valga, que los ciclos son mucho más amplios: a ver si no como se explica mi pasión por los ríos manriqueños que van a dar al mar, con mi bagaje españolito de cuatro regatos que sólo llevan agua en plena riada y para hacer daño (no conozco bien el Guadalquivir y siempre he pensado que es lo más parecido a un río europeo que tenemos en suelo patrio). Los ríos de España, he ahí un título que brindo a quien quiera recrear nuestro patético pasado. No hay mejor imagen de una historia cainita donde las haya (aquí, con demasiada frecuencia, han sido los hombres de la iglesia y del estado la chusma que grita en la puerta: cada vez que pienso, por ejemplo, que alguien como Falla murió en el exilio argentino y que hasta Franco, que tiene cojones la cosa, tuvo tal vergüenza que lo trajeron a rastras, con el cadáver aún caliente, para ver si colaba y nadie se daba cuenta) que los raquíticos ríos españoles (del Ebro prefiero ni hablar, ¿será posible tanta fealdad?). Yo llegué a Dublín con las pupilas llenas del agua de otro río maravilloso, la Nive bayonesa en la que he pasado tardes inolvidables con mis hijos y sobrinos (en la foto, de hace apenas una semana, Alvarete haciendo wake en el río).
Y, claro, fue bajarme del taxi e ir, antes de entrar en el hotel, a ver al viejo Liffey. No me decepcionó en absoluto. Allí estaba, con toda su solemnidad y su brillo negro, dispuesto a llevarse una buena parte de los pecados de los habitantes de ambas orillas, incluidos como no los míos. Mientras paseaba leopoldianamente por allí, recordé también (no conviene creerse una excepción, ni en lo bueno ni en lo malo) las venturas y desventuras de mis ancestros irlandeses, los grandes maestros en el arte de escribir. Por ejemplo, como no recordar, al paso por el río dublinés, la obsesión sexual del viejo Yeats (por cierto, anoche, me releí de un tirón su Purgatorio, una obra de teatro en un acto, tardía y lacerante, antecedente de tantas cosas elotianas y becketianas, en la que un padre mata primero a su padre y después a su hijo por las razones más absurdas y oscuras). Ellman recuerda (en Cuatro Dublineses) que el viejo poeta impotente acudió a Steinach, un matasanos londinense para que le operara y le restaurara su virilidad caída. El tipo lo que le hizo fue sin más una basectomía, pero él afirmó, toma castaña, que en los últimos cinco años de su vida vivió en plena segunda pubertad. Según el poeta, por eso pudo escribir tanto en ese lustro final: rehizo a conciencia Una visión, releyendo su propia juventud idealista, maniquea y puritana, escribió entre otras cosas cuatro piezas teatrales magníficas (entre ellas Purgatorio), terminó sus dos autobiografías, acabó la compilación de su Oxford book of modern verse, y sumó a su obra algunos poemas últimos, que constituyen una Spatwerk memorable. Los hombres no tenemos remedio, definitivamente: pasamos de lo beatífico a lo mundano sin solución de continuidad. Pero le dejo hablar a Yeats, que lo hace mucho mejor que yo, y así yo me escondo en un bosque de palabras: "Aquellas imágenes arrolladoras, por ser plenas/, en el intelecto puro crecieron, pero, ¿cuál fue su origen?/ Un montón de basura, la porquería de las calles,/ ollas viejas, botellas viejas, una lata rota,/ hierro oxidado, huesos, trapos, la pelandusca delirante que lleva las cuentas. Acabada la escalera,/ debo yacer donde todas las escaleras comienzan,/ en la repugnante trapería del corazón" Alucinante, y yo alucinando por las orillas del river Liffey, con ganas de llorar, con Yeats on the back of my head, con el verso de la pelandusca delirante que lleva las cuentas metido entre ceja y ceja.
3 comentarios:
Una curiosidad: El Liffey me trae a la memoria el Finnegan´s joyceano, ese libro ilegible e intraducible ¿una metáfora de nuestra memoria persistiendo en el error?
He de confesarte que hace años intenté leer “Anna Livia Plurabelle”, ese capítulo del Finnegans traducido al español, y no fui capaz. Pensé entonces que no estaba lo suficientemente maduro para una lectura de ese calibre, pero la verdad es que yo diría que es todo lo contrario. De algún modo la trayectoria narrativa de Joyce me parece un regreso a la infancia, al balbuceo, al idiolecto, al lenguaje secreto, a la libertad del juego. Yo leí a Joyce al revés, empecé por el ilegible Finnegans y así hasta llegar a Dublineses. Leer a Joyce fue como aprender a hablar. A pesar de todo no renuncio a madurar hacia la infancia, aunque sea de forma episódica.
Un saludo. Agradecido por tus lecturas.
Anna Livia/Anna Liffey; mi camino ha sido claramente, con Joyce y con todo, de un progreso hacia la nada, y estoy intentando desandar el camino, madurar hacia la infancia como dices tú, pero hay que ver lo que cuesta; gracias a ti
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