Mi amiga Pepa Balsach me pasa un artículo sobre la pintura de Scully, a la luz de la pintura de Rothko y de la poesía de Federico García Lorca y de Foix. Se titula Cuerpos de palabras y es una auténtica maravilla:
En un comentario que Sean Scully hizo sobre su serie de obras titulada Wall of Light (1998-2000), el pintor sintetiza lo que, a mi parecer, es un resumen de la concepción de toda su obra: «Estoy intentando dar a la luz una sensación de cuerpo... Las palabras luz y espíritu son, en mi opinión, intercambiables. Quiero capturar algo que tenga una quietud clásica y al mismo tiempo suficiente emoción o disonancia para crear una condición que no esté resuelta...». Dar a la luz una sensación de cuerpo es despojar la pintura de todo lo accesorio, acceder a la representación del aura de la pintura. Pero, ¿qué es para Scully la pintura? Seguramente, él respondería que la pintura es la quintaesencia de lo humano, lo que se puede expresar plásticamente desde las profundidades del ser. La emoción o la disonancia es la piel —la vibración— de la obra; lo clásico o racional es la forma, la forma geométrica originaria. Inseparables, estas dos propuestas fundamentales se multiplican y se enriquecen con sus múltiples variaciones suspendidas en el tiempo, haciendo coincidir la memoria del pasado con la del futuro.
«El hecho es que figura y fondo, cielo y mar, todas las experiencias vividas por el artista y todas las historias que él quería explicar se encuentran concentradas y destiladas en rectángulos que tienen la solemnidad de las piedras de Stonehenge y lo trágico evanescente de los cielos y las marinas de Turner», escribe Scully en un texto sobre la pintura de Rothko: «Un fervor moral o ético puede conducir a un artista a la simplicidad formal y algunas veces a una pintura muy desnuda, como es el caso de Mondrian. De un lado, Rothko es austero y geométrico; pero por el otro está obsesionado por una desesperación sensual, un desconsuelo entendido como un abrazo físico y melancólico. En una pintura de Rothko nada es definido, nada es seguro y nada es definitivo. Con tristeza y constancia, trabaja contra la muerte de su propia luz, fenómeno que no puede conjurar ni con sus rojos, naranjas, amarillos y azules radiantes. Con el uso que él hace del negro y del gris hacia el fin de su vida, yo no veo tanto la sumisión de una imaginación sensual como la aceptación de su propio encerramiento y fin. La vida acompaña al arte y el arte refleja el curso de la vida, tan inseparables como un cuerpo y su sombra».
En este texto, el pintor irlandés está hablando de su propia obra aunque la pintura de Rothko le sirva de escudo para describir otras formas, otros colores, ajenos a su interior plástico y expresivo. Críticos e historiadores han escrito que la sensualidad, la racionalidad, la comparte Scully con Mondrian, Klee y Matisse, con sus ideales de claridad, armonía y espiritualidad; con Rothko coincide en su concepción abierta de la composición en la que fluye su interioridad. Pero me interesa más lo que surge de los comentarios de Scully sobre la pintura, como el carácter sonoro de los colores y la decisión del pintor de Dvinsk de poner la pintura en finas capas, una sobre otra, pacientemente: oscuro sobre luminoso, luminoso sobre oscuro. Y el temblor vaporoso del marrón y del negro, y el espacio imposible de fijar que resulta de esta vibración visual. Porque «sabía que los bordes del mundo, y todas las cosas en el mundo, están tamizadas por el misterio y la tristeza»
El arte de Rothko, como el de Scully, es abstracto; pero en términos de sentimiento reformula en su tiempo la gran ambición espiritual que corre a través de una gran parte del arte occidental.
El tiempo tiene color de noche
Nada más afín que poemas de García Lorca para la pintura de Scully. En este trabajo Sean realiza un doble salto para generar su obra: hace coincidir su vivencia sensible con la experiencia de la universalidad del poema. La palabra será en esta ocasión el cuerpo de la pintura, ese cuerpo esencial e inmaterial que él quiere iluminar.
El canto quiere ser luz.
En lo oscuro el canto tiene,
hilos de fósforo y luna.
La luz no sabe qué quiere.
En sus límites de ópalo,
se encuentra ella misma,
y vuelve.
García Lorca es —también— un poeta de lo que, en términos proustianos, sería «la impresión» en pintura. Los colores y sus movimientos imantados los transforma Scully en una relación abstracta de acordes profundos de gris plata, oro y negro, en rectángulos que vibran y parecen desplazarse con el sentido y la emoción de la palabra exacta. La interpretación de la música del poema está también en estos acordes plásticos que surgen y se mantienen fijos en un equilibrio que es sustraído a la intensidad.
El Tiempo
tiene color de noche.
De una noche quieta.
Sobre lunas enormes,
la Eternidad
está fija en las doce.
Y el tiempo se ha dormido
para siempre en su torre.
Nos engañan
todos los relojes.
El tiempo tiene ya
horizontes.
El concepto del horizonte es clave en la obra de Sean Scully. Es la línea ópticamente física y la imagen conceptual que nos encierra dentro y, a la vez, nos permite ir más allá. Es también un punto de unión simbólico entre dos mundos. Cuatro colores impregnan la obra en la transmutación del poema: negro, gris noche, marrón, blanco. En Arlequín (Teta roja del sol. / Teta azul de luna. / Torso mitad coral, / Mitad plata y penumbra.), la poesía irrumpe en colores en un universo de luz. En la obra de Scully que corresponde a este poema los colores son otros: el azul se torna magenta; el rojo, rojo sangre. Sobre el lienzo, las formas se van tiñendo. Aparece aquí la densidad de un cuerpo que dura y se mantiene suspendido junto a la claridad de los colores lorquianos que son siempre espejos celestes.
El diamante de una estrella
Ha rayado el hondo cielo,
Pájaro de luz que quiere
Escapar del universo
Y huye del enorme nido
Donde estaba prisionero
Sin saber que lleva atada
Una cadena en el cuello.
[...]
El concepto de cárcel hace aparecer la eternidad. Claro sobre sombrío; oscuro sobre luminoso. Luz y tinieblas juntas, unidas. Oxímoron plástico. Como en Rothko, «el tiempo se suspende y nos deja libres de establecer nuestra propia relación poética “abstracta” con él». «El diamante de una estrella» que raya «el hondo cielo» es otro horizonte. Cárceles podrían ser metafóricamente los rectángulos que se repiten, en múltiples variaciones minimalistas, en las obras de Scully, «la (triste) vida en el cementerio». Pero la pintura, como el poema, va más allá, porque manifiesta el ser, la condición trascendente de lo humano, su anhelo y su grandeza, y a la vez, su sensación de abandono.
Una de las primeras obras de Sean Scully que me impresionaron vivamente fue la que realizó con motivo de la muerte de su madre. Dos cuadrados blanco carne y dos cuadrados negros que tienden al claro se enlazan como se funde la ternura con el dolor.
Me senté en un claro del tiempo.
Era un remanso de silencio,
de un blanco
silencio.
Anillo formidable
donde los luceros
chocaban con los doce flotantes
números negros.
La reverberación del blanco se impregna de ausencia. Los colores por superposición, por veladuras, aparecen extraños. Su disonancia se desprende de la emoción en términos universales, emoción que encuentra su fuente en la experiencia vivida. En 1945, Rothko decía: «Adhiero la realidad material del mundo y la sustancia de las cosas». Esa sustancia Scully la convierte en cuerpo, como el canto de luz de García Lorca.
La pared
En un poema en prosa de 1972, titulado Aquí mismo, J. V. Foix describe una extraña pared:
Todos sabíamos dónde estaba la Pared, pero ignorábamos qué había tras ella. Hace siglos que los más documentados del pueblo habían descubierto, en crónicas comunales manuscritas y en papeles estrujados de sacristía, una serie de dichos, pronósticos y leyendas que la mencionaban. Escribían sobre ella en los semanarios dominicales, y hacía literatura, erudición, ciencia o fábula. ¿Era un río, una cima, el mar o una selva con bestias fieras? Muchas mañanas, cuando ha amanecido y es todo claro, íbamos allí a mirar los dibujos, los trazos y las pintadas que la decoraban. Veíamos cálculos aritméticos, soles llorones y lunas rientes, frases proféticas en verso trascendental mal calzado, y corazones y falos rememorativos. Un día corrió por el vecindario que había gente del pueblo y de los alrededores decidida a destruir la pared y descubrir qué ocultaba. Quien quería hundirla sin miramientos, con violencia; quien pretendía desmontarla, piedra a piedra, con mucho cuidado, numerándolas. Nadie sabe quién empujó a los vecinos a destruir de pronto, súbitamente, ahora mismo, con desasosiego, como presa de angustia, la pared. Una fiebre contagiosa, una singular enfermedad del espíritu, colectivas, los desazonaba. Toda herramienta fue buena, todo brazo fue útil: la pared ultrasecular —que algunos viejos llamaban la muralla— de sillares antiguos y piedras de todo grosor y tiempo, cayó con el estrépito de las rocas que se despeñan en un llano de cabo de mar y con el estallido de un alud. La polvareda oscureció el día y aterrorizó a los vecinos. Al alba del nuevo día, tibio, luminoso y oloroso, todos a una, chicos y mayores de ambos sexos, estábamos al acecho: ni río, sin embargo, ni bosque ni estanque ni playa. Ni hacia acá de los cimientos seculares de la pared, ni hacia allá, no había agujero alguno con alargamientos misteriosos, ningún pozo con negruras siniestras, ninguna obertura con precipicios espantosos ni abismo alguno con hondonadas magnéticas. Era un todo claro sin forma ni color, un todo blanco, de un blanco neutro difícil de escribir, el cual os atraía no para despeñaros por él descorazonados o para penetrar en él como una cuchilla de tocinero en una pella de manteca del país. Aquellos o aquellas que se decidían o resolvían a hacerlo, se plantaban frente al límite de aquel vacío-lleno soberano, y, atemorizados, reculaban como si alguien los empujara, más fuerte que ellos. El vecindario se apresuró a reunirse paro acordar la reconstrucción. Amontonó materiales aprovechando los escombros: pero tan pronto alguien hollaba el suelo allá donde la pared había tapiado, por aquel lado, el pueblo, imaginaba quimeras y huía hacia la plaza donde se halla la iglesia, la tahona, la taberna y el apotecario, o subía por el atajo del cerro. Este hecho, ya registrado en los archivos, hizo que, en la tierra de los míos, ponerse de cara a la pared tenga un sentido distinto al del castigo escolar. Entre nosotros, testigos reivindicados, quiere decir dar la cara, junto a nuestra casa, a un infinito cuajado de prodigios y de milagros latentes. Aquí mismo.
Este infinito cuajado de prodigios y de milagros latentes es el espacio de la palabra, lo que se encuentra tras los Muros de Scully y que él solariza, su Wall of Light (‘pared de luz’), el lugar de la Cigarra de Lorca:
¡Cigarra!
¡dichosa tú!
Que sobre lecho de tierra
Mueres borracha de luz.
[...]
3 comentarios:
qué bonito es todo esto, me siento como la cigarra lorquiana, borracha de luz...
Voy a pasarle el link a Iluminaciones...
¡Cómo me ha gustado!
Y muy esclarecedor lo que dice Scully.
gracias a los dos, sabía que os iba a gustar: es increíble como escribe y como piensa Pepa.
José Ignacio: mil perdones, no me olvido pero no paro en casa; te llamo este domingo sin falta
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