El viernes era el gran día. El ingreso en la Academia, la Institución fundada en 1635, en tiempos de Luis XIII, por el Cardenal Richelieu, cuya larga sombra no ha dejado de planear sobre ese espacio ambiguo que se abre bajo la inmensa cúpula de la foto, tomada desde el Pont des Arts. Me levanté de un humor un poco nostálgico por la energía que me llegaba de España. Notaba ya entonces una corriente imparable y la tormenta preparándose dentro de mí; una de esas tormentas largas y duraderas en las que el desorden primigenio del mar del que venimos puede echar por la borda todo el precario orden interior que nos creamos, tantas veces de forma inútil. Confiemos, de cara al futuro próximo, en que alguien vele por nosotros, aunque nos parezca que duerme plácidamente delante de nuestros rostros atemorizados, como diciendo que no es para tanto, que les affaires du coeur nunca son para tanto. Algo de todo esta melancolía sobrevuela la comida, por lo demás profundamente entrañable, con Florence Delay en el Café Rostand, frente a la verja del Luxemburgo. Le ha interesado mi Kafka, lo que me alegra sinceramente: ella puede comprender bien de que hablo, y porque hablo en ese tono, y con esa composición en forma de mosáico (esta tarde, si se tercia, diré algo sobre el particular). Florence es una gran lectora y me dice que el libro está vivo. Hablamos, como siempre, de España, de toros, de la Iglesia, de amor, de nuestros amigos comunes. La comida es breve, como nos gusta a ambos. Ella debe vestirse para el acto que comienza, con toda puntualidad, a las tres. Nos vemos allí, bajo la cúpula dorada. La preparación es un prodigio de esmero: todo está en su sitio, los invitados nos sentamos en unos cómodos sillones de terciopelo color berenjena claro. Se ve perfectamente a la presidencia y a los ponentes. Una guarnición de fusileros hace guardia y presentan armas ante el paso de cualquier académico (curiosa relación armas y letras). El acto fue largo, dos horas casi, dos discursos, y una dialéctica sin síntesis posible, por eso yo seré especialmente breve. Primero tomó la palabra Jean Clair. La dinámica es la siguiente: el académico electo hace el elogio del académico cuyo sillón ocupará, tras su muerte. En este caso, Bertrand Poirot-Delpeche, novelista, habitual de los medios franceses. No se le ve cómodo al nuevo académico, que confiesa, según me pareció entender, que no conocía apenas su obra literaria, hasta ese momento. El discurso consiste en el análisis, a través de su obra, de un momento complicado de la cultura francesa de la 5ª República. Después, retoma la palabra la presidencia, encarnada en este caso por Marc Fumaroli. Comienza la segunda parte, el segundo largo parlamento. La Academia encarga, en cada caso, a uno de sus miembros, el elogio del nuevo miembro. El encargado preside la sesión y, tras el elogio fúnebre previo, debe glosar ampliamente la figura del que accede a la "inmortalidad". Todo muy personalista y por tanto humano, demasiado humano. Fumaroli comienza equivocándose: compara (me da la impresión de que no es la primera vez que lo hace) las dos partes de la sesión (elogio fúnebre/elogio del ingresado) con las ceremonias católicas de beatificación y canonización. Craso error que demuestra que no ha entendido la verdad misteriosa que se esconde en el culto católico a los santos y, lo que en este caso es peor, no ha entendido lo que le corresponde hacer a él en ese momento procesal. Habla, de un modo irritante, desde su atalaya, y en cambio aquí los milagros marinos o terrestres no están cerca de producirse. Al contrario, el ambiente se carga con la tensión negativa de una tormenta en un desierto. La confusión inicial, el error de concepto del que parte el por algunos (no será por mí) celebrado historiador de los clásicos franceses, le acaba perdiendo de forma irremisible. El problema principal es que, autoconvertido en inquisidor desdeñoso, cree que su papel es juzgar al nuevo miembro. Y nunca se debe juzgar a los demás (acaso la verdad fundante de la moral cristiana, por eso mismo tan olvidada), y menos que nunca cuando se trata de elogiarlos. Ni siquiera está, dentro de sus posibilidades, hacer un balance de la trayectoria de Jean Clair. Les separan años (o décadas o siglos) de modernidad espiritual. Hablan dos lenguajes distintos, cuando no opuestos. Cuando, en el cóctel posterior, Philippe de Montebello, Clair y yo comentamos por encima este pequeño horror al que hubimos de asistir (padecer en el caso de Gérard), acabamos los tres mirándonos con una empatía profunda y alguno soltó un oportuno: Et bien, c´est la vie.
No sigo, por el momento. Esta tarde seré yo el que deba hablar, y no vaya a ser que me ocurra lo mismo. Me encomendaré antes al Espíritu que debe presidir cualquier reunión entre los hombres. Decididamente en el acto de la Academia, el boato, el prestigio, la inmortalidad no pudieron –se trata de un imposible metafísico– suplir la evidente ausencia de espíritu.
4 comentarios:
Qué interesante crónica del espíritu ausente, que reaparece en vuestra mirada final del C'est la vie
Hoy nos hablarás de tu intervención en Madrid. Sentí no poder acudir, aunque te tuve en mente. Cuéntanos (aparte de que confirmes que quedó claro que el verano había comenzado). Qué calor (y estamos, más o menos acostumbrados.
Bel, tú lo hubieras captado a la primera, y hubieras sufrido: la egolatría en estado puro es algo que repele.
Magdalena
no te preocupes; habrá más oportunidades, espero. Y gracias por tener presente el acto que la verdad es que fue muy entrañable
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