domingo, 21 de junio de 2009

Notas para un diario 116

Apenas son las nueve de la mañana, una brisa fresca y (me temo que) fugaz recorre las calles de Madrid, y me gustaría recordar ahora, cuando todos duermen aún, el tipo exacto de felicidad que me ha invadido estos dos días pasados, una vez más, en París. Llegué a las once de la mañana del jueves y me dirigí directamente a mi hotel, situado justamente entre las dos librerías parisinas que prefiero, La Hune y l´Ecume des pages, un pequeño hotel de pocas habitaciones en la rue Saint Benoît, a pocos pasos de los cafés de Flore y Aux Deux Magots; se podrá decir lo que se quiera pero esa milla cuadrada, cuyo centro sigue siendo la vieja iglesia de los prados, tiene algo especial que me imanta, desde la primera vez que pasé por allí, hace ya más de 25 años. La habitación, como de costumbre, no estaba hecha y esa fue la excusa perfecta para dejar en el recibidor las maletas y lanzarme a una primera ronda a los estantes de ambas librerías: no es fácil describir, en alguien como yo, lo que se siente al entrar por la puerta de esos lugares llenos de libros. A veces tengo que respirar despacio, intentar que los pensamientos y la emoción pasen en fila india por mi mente estrecha y agitada, sentarme incluso y mirar despacio mi pequeña libreta negra para ver lo que busco realmente, aunque en esas dos librerías, como en La Central del carrer Mallorca, lo mejor te encuentra a ti, te sale al paso, sorprendiéndote, te hace olvidar lo que buscabas y se te impone con una mezcla de lucidez y de dulzura. Así fue, así ha sido una vez más, en las seis o siete veces que durante estos dos días (La Hune cierra a medianoche) he pasado por entre las mesas centrales y las estanterías, encontrando cosas de las que supongo que iré hablando en este cuaderno digital. Cargado con una primera remesa de adquisiciones, entre las que destacaba un ensayo de Maurice Blanchot sobre las amistades intelectuales, que leí durante la comida, y después de descansar un rato (me había levantado a las 6 menos veinte de la mañana), llegué a la Editorial Gallimard donde se celebraba el acto de la entrega de la espada a Jean Clair (en la foto), nuevo miembro de la Academia Francesa de la Lengua. Es una vieja costumbre: los amigos de los académicos electos les ofrecen una espada que ellos mismos diseñan, incorporando los símbolos y leyendas con los que desean adornarla. Un día antes del ingreso en la Institución por excelencia, en algún lugar de su elección (con frecuencia en la editorial a cuya familia pertenecen; allí las editoriales son familias, pero de eso hablaré otro día), se entrega la espada entre los amigos que la han sufragado. Fue un acto memorable, la verdad. Por muchos motivos. El principal, para mí, era que se trató de un acto a la medida del homenajeado: sin retórica (lo cual, dicho sea de paso, en Francia hoy en día es casi casi un milagro), pleno de naturalidad, de la sencillez de la inteligencia. Hablaron varias personas: Philippe de Montebello, amigo íntimo de Jean Clair, treinta años Director del Metropolitain Museum de Nueva York, quien ha presidido el comité de la espada; Pierre Nora, el historiador, que glosó la figura intelectual del nuevo académico de una manera impresionante, por su precisión, por su lucidez al señalar en qué había sobresalido precisamente su amigo; en tercer lugar, habló el anfitrión, Antoine Gallimard, el nieto de Gaston Gallimard, el fundador de la que seguramente es la editorial más importante del mundo: fue breve pero sustancioso lo que dijo, contó la relación de Jean Clair con la casa, que se remonta nada menos que a finales de los años 60, cuando Marcel Arland y Jean Paulhan, los directores de la NRF recibieron en aquellas mismas salas a un joven escritor, cuyo talento supieron reconocer de inmediato. Por fin habló el homenajeado, con pausa, con emoción, evocando el valor de la amistad (aludió, cómo no, a los muchos amigos desaparecidos, a sus maestros en el arte de la vida), y lo que para él significaba esa editorial en la historia de Francia y en la suya propia. Fue, como siempre, un pequeño discurso ágil, directo, pleno de verdades. Contó también el significado de la espada que había encargado hacer a un artesano italiano, el porqué de sus símbolos, la figura inquietante de Medusa (a la que por cierto le dedicó hace años un libro espléndido), de su lema petrino (et si omnes, ego non…) leído por primera vez no directamente en el Libro sino en una inscripción de una pequeña capilla en Torcello. No conocía personalmente a muchos de los presentes, pero los distinguía porque conocía su obra pictórica o literaria, por haber asistido a las exposiciones organizadas por ellos, por haber seguido el hilo de sus trabajos. Laura Bossi, en primer lugar, Avigdor Arikha, Raymond Mason, Werner Hoffman, Jean-Louis Prat, Florence Delay… la lista es interminable. De allí, casi a las nueve de la noche, me fui a cenar a casa de unos amigos, los dos fotógrafos. Sus niños me esperaban en la puerta con dos preciosos dibujos (adoro los dibujos infantiles, que me confirman lo que me decía Green sobre el modo en el que nos deseducan con toda formalidad, igualándonos, sumiéndonos para siempre en la vulgaridad, haciendo que perdamos la capacidad de ver que teníamos en la infancia). Fue una cena llena de paz, de confidencias, de admiración mutua. Mañana contaré lo que dio de sí el viernes.

2 comentarios:

Belnu dijo...

Ah, qué suerte de atmósfera, tengo L'amitié de Blanchot y un libro precioso de homenaje a Jean Paulhan, tan bien editado como sólo los franceses...

Adelarica dijo...

Esa atmósfera, usando una palabra de nuestro comúnmente admirado E VM, es portátil y pienso que tú la llevas siempre contigo