lunes, 1 de junio de 2009

De amigos y libros

Bajo un sol inclemente, el sábado pasé unas horas en la Feria del Libro de Madrid. Tengo una sensibilidad nórdica, de modo que ese sol me hace, literalmente, bastante daño. Para colmo, hace quince días que perdí las gafas de sol, estoy en crisis y no tengo presupuesto para comprarme otras. Pero mi querencia hacia septentrión (cada día es más acusada, sobre todo desde que leí aquel verso de Celan en el que dice que la escritura, como las sombras platónicas, está in den Flüssen, nördlich der Zukunft, en los ríos, al norte del futuro) no sólo se refiere a los fenómenos físicos, sino más bien queda afectada por las realidades metafísicas. En concreto tengo (como suele ocurrir en los pueblos del norte) una concepción maximalista de la amistad, y debo decir que, desde este punto de vista, el sábado fue un día casi perfecto. Amistades viejas, nuevas amistades y, cómo no (¿será el necesario elemento de contraste?), alguna que otra dolorosa decepción.
Al primero que vi, nada más llegar a la Feria, fue al poeta Martín López Vega. Librero de La Central, lo conozco desde la época en la que ambos trabajábamos para El Cultural del periódico El Mundo. Le vi feliz en su nueva situación. Me alegré mucho por él. Hablamos poco, pero lo suficiente para comprobar una vez más que Martín es un espíritu sumamente refinado. Me recomendó (y no pienso dejarlo pasar) las cartas americanas de Burucúa, publicadas por Adriana Hidalgo. De ahí pasé a saludar a Pepo Paz, fundador de la extraordinaria editorial  Bartleby. Pepo y yo nos habíamos carteado a menudo, pero no nos conocíamos. Me encantó estrecharle la mano, mi admiración por él es bien grande. Os recomiendo encarecidamente que pongáis entre vuestros favoritos la página web de su editorial (hablaré en cuanto pueda de Guardia Nativa, de Natasha Trethewey, el mejor libro de poesía que he leído este año, y que Pepo acaba de editar). Después busqué a otros dos amigos editores, pero sin éxito: a Luis Solano, creador de Libros del Asteriode, que acaba de publicar un gran libro (Los días contados, del húngaro Miklós Banffy, con un prólogo espléndido de Mercedes Monmany), y a Carlos Pardo, poeta y editor de Machado Libros. He terminado de leer recién, de esa editorial, Germen, las memorias de infancia del filósofo angloamericano, de origen alemán, Richard Wolheim. Otra vez será; tengo a los dos siempre presentes. Finalmente llegué a la caseta de Trotta. Allí me esperaba Alejandro del Río, filósofo, editor, gran persona y responsable del editing de mi libro sobre Kafka. Alejandro es de esos hombres por los que merece la pena no ya pasar unas horas de calor sino atravesar el desierto de Gobi, siempre que sea en su compañía. Hablamos mucho, pero con pausa. Me presentó a algunas personas, entre ellas a Pedro Lomba, el editor de la versión que ha publicado Trotta de Discurso sobre la servidumbre voluntaria de La Boétie. Pedro, experto en la filosofía francesa del Gran Siècle, Descartes y Spinoza especialmente, lo ha traducido, anotado y escrito un pequeño ensayo sobre la etiología del texto que es precioso. En realidad, además, el libro contiene, junto al memorable discurso/oxímoron, una monografía de Claude Lefort con la lección más lúcida que quepa hacer del escrito que ha dado justa fama al amicus de Montaigne. O sea que en realidad, comprando el libro te lleva al menos dos. A media mañana vino a verme una pequeña, pero significativa, representación de mi familia. Desde aquí les doy las gracias a los tres por compartir esa experiencia conmigo. A última hora de la mañana, dos personas maravillosas, con cuya amistad me honro, pasaron por la caseta: Valeria Bergalli, la editora de minúscula, que acaba de rescatar para su colección Paisajes Narrados otra joya olvidada: Una temporada en Venecia, de Wlodzimierz Odojewski, del que hablaré aquí en cuanto lo lea; y, al mismo tiempo, mi amiga Isabel Nuñez, que ayer domingo firmó en la caseta de Alba su imprescindible libro balcánico Si un árbol cae (On reparlera prochainement)
Comí en un rincón del viejo Madrid. Comí on my own, que no es lo mismo que comer solo, la expresión inglesa encaja perfectamente en este caso: así pasé dos horas con mi ángel de la guarda y mi daimón griego (¿son o no son el mismo?), medité, escribí, leí parte de dos libros de ensayos de Mircea Eliade que Alejandro me había recomendado. Un gusto.
Por la noche, el novelista chileno Carlos Franz celebraba su quincuagésimo cumpleaños. Su mujer Jeanette, haciendo gala de la hospitalidad chilena, acaso la más hospitalaria del mundo, nos ofreció una cena y una velada difíciles de olvidar. En la fiesta encontré a otro puñado de amigos queridos. Julio Trujillo, el director de Letras Libres, flamante premio Observatorio d´Achtall 2009 al Intercambio Cultural entre España e Iberoamérica. Julio acaba de publicar Bipolar, un bello libro de poesía, en la prestigiosa Pretextos (el día 11 se lo presenta en Madrid nada menos que Tomás Segovia). Además tuve la suerte de conocer a su encantadora mujer, Tania. También estaba mi admirado, y querido, Jorge Benavides, de cuyo trabajo literario hablaré un día aquí con la calma que merece. Como yo estaba solo, y a pesar de que ellas venían muy bien acompañadas, por sendos caballeros, me pasé la mayor parte de la velada con Blanca Soto, quizás la galerista joven con más talento de Madrid, que estaba recién llegada de Buenos Aires, y con Esther Bendahan, a la que considero como a una hermana. Esther acaba de publicar en La Esfera de los Libros una novela histórica, El secreto de la reina persa, que va mucho más allá de las convenciones de un género que ha sido maltratado últimamente, y de la que también hablaré aquí más adelante y a fondo. Blanca, Esther y Mercedes (que se hallaba en la boda del año) son el alma de Achtall y se han convertido en estos últimos años, como Carlos o Jorge, en parte fundamental de la parte mejor de mi vida.
No puedo beber alcohol (estoy a régimen), de modo que me retiré temprano. A las dos de la mañana caí en la cama a plomo, después de una larga conversación telefónica con Paula y otra, aún más larga, con alguien a quien quiero mucho y que tenía la necesidad de hablar conmigo (la necesidad era mutua). No puedo contar nada de esta última conversación, por varias razones, pero supongo que, si no le molesta a la interesada, su contenido aparecerá transmutado en alguna de estas notas infernales. Quiero a esa persona y le deseo la mayor de las suertes, sencillamente porque se lo merece. Y no digo más. Finalmente, en el momento justo de caer en el sueño, en el momento kafkiano de la jornada que se acaba, y que se funde con el abismo del ser, pensé en una amiga a la que no pude ver. Por su culpa o por la mía, quién sabe. Eso da igual. Ella no comprende que para mí la amistad es algo entre dos, y yo no comprendo que eso signifique por mi parte aceptar toda su vida, todo lo que ella es y especialmente todo lo que quiere, y no sólo una parte. A veces hay amistades destinadas fatalmente a perderse, pero no por un malentendido (los malos-entendidos, contrariamente a lo que se cree, acercan a la gente, siempre que no haya mala voluntad y no se aprovechen para dañar al otro), sino precisamente, como nos ocurre a mi amiga y a mí en este caso, porque se entienden las cosas demasiado bien. Por ese motivo me dormí triste y pensando que en el fondo yo tenía la culpa, toda la culpa. Recordé los versos del epílogo cernudiano a los poemas para un cuerpo, acaso el más bello poemario amoroso del XX español: Un plazo fijo tuvo/Nuestro conocimiento y trato, como todo/En la vida, y un día, uno cualquiera/Sin causa ni pretexto aparente/Nos dejamos de ver, ¿Lo presentiste?/Yo, sí, que siempre estuve presintiéndolo… Y añado yo, que no sólo lo había presentido sino que te lo había avisado. Entonces tú sonreías ante mi negra profecía. Pero yo había leído a Platón, y sabía que ante la belleza/el amor/el bien uno siente, junto al gozo por la posesión, por lo demás siempre momentánea, el miedo abismal por la pérdida definitiva. Yo divisé las nubes cuando tú tan sólo querías mi protección en plena tormenta. No te puedes imaginar lo que siento haber tenido razón.

3 comentarios:

Belnu dijo...

Gracias por la mención y por llamarme amiga!

Adelarica dijo...

Isabel
Gracias a ti, también por la mención (contigo estoy seguro de que esto no es un do ut des), y sobre todo por dejar que me asome a tu mundo.

Belnu dijo...

Oh no, nada de quids pro quo en este caso por mi parte... Pero sabes que no había osado darme cuenta de que úna de esas "personas maravillosas" fuese yo, o de que mi libro fuese "imprescindible", así que un montón de gracias para allá. Yo recuerdo que de pequeña imaginaba la gracia de la que hablaban las monjas como una especie de gran cáliz lleno de vagos tesoros luminosos, y vuelvo a verlos cuando pienso que un escritor o un artista ha hecho algo en estado de gracia, o cuando le doy las gracias a alguien de verdad, imagino ´que vuelan para allá esos tesoros ingrávidos y radiantes