viernes, 11 de febrero de 2011

Notas para un diario 191

Siempre me llamó la atención, en el grabado de Durero, que ese bello ser melancólico tuviera alas de ángel. Un ángel de cara triste. No parece que pueda volar y elevarse como Ícaro. ¿Será esa la causa de su tristeza? Y es que la naturaleza está ahí, para bien y para mal. Santo Tomás de Aquino (ese sí que era un genio) decía que la vida después de la Resurrección será vida "por la sola acción divina, mientras que en la vida actual es necesaria la cooperación de la naturaleza" (Summa contra Gentiles, IV, 83, 1). Algo de todo eso hay en Job, del que espero con avidez la nueva versión de Julio Trebolle y Susana Pottecher que ha editado Trotta (2011). Y es que como dice Tranströmer, en un verso que llevo inscrito en la piel: Cada persona es una puerta entreabierta/que lleva a una habitación para todos. Me ha encantado por cierto la edición Cantar al vino de Abu Nuwàs (Cátedra, 2010). Nunca más a propósito cuando por fin la península arábiga tiembla. Hay un poema pequeño que se adelanta 1300 años a Ferran Adriá: El vino es manzana líquida,/la manzana vino sólido./¡Bebe lo sólido licuado/y el gozo de hoy/no lo dejes para mañana! Nada como haber leído un poco para no creerse original. Por cierto, además del carpe diem, ¿hay un intertexto genesiaco o eucarístico en esos versos? No creo, pero sí creo, que la respuesta podría estar en el vino (lee si no el Cantar de los Cantares). Me voy a Salamanca y me llevo en la maleta El Lazarillo.

lunes, 7 de febrero de 2011

Una visita a Zúñiga

El martes voy con CAM a casa de Juan Eduardo Zúñiga. No nos conocíamos en carne y hueso pero yo le había leído a él con delectación. Su trilogía de la guerra incivil me parece casi lo único salvable del conflicto, y no hablo sólo en términos literarios. Desde el salón, por la ventana, vemos sobrevolar las copas de los árboles de El Retiro el monumento a Alfonso XII. Parece que queda suspendido en el aire, como quedó de hecho la monarquía tras la revolución. El sábado leo en el artículo que Vila-Matas dedica a Tabucchi en Babelia que, de la primera entrevista que aquél leyó de éste le llamó la atención que el italiano dijera que hoy en día es difícil juzgar los propios sentimientos porque, desde que la cultura se ha vuelto laica, falta un ojo que mire: “El hombre no se siente mirado y se vuelve, por ello, un poco inexistente. La idea de ser mirado confiere a la existencia cierta plenitud”. El ojo de Dios y los ojos de los hombres, qué realidades más distintas, cuando no opuestas. El ojo panóptico de Bentham y Foucault, implementado en las prisiones contemporáneas en las que se han convertido las ciudades llenas de cámaras por todos lados. Algo de eso queda en el anacrónico monumento de Benlliure que contemplamos en silencio los tres desde el salón de la casa. Cae la tarde en Madrid. Debo presentar un libro con los poemas de Celan en el Ateneo. "Seguí siendo el mismo las tinieblas llegadas", dice en un reticente verso escrito tras el secuestro, tortura y muerte de sus dos padres a manos del fascio rumano una tarde del año 1941; me persigue el horror y no es fácil buscar refugio: los hombres, con Dios y sin Dios, se miran, se juzgan y se han desgarrado unos a otros como bestias irracionales. Zúñiga y yo hablamos en un aparte de astronomía, o mejor dicho del espectáculo del cielo, de que nos da la propia medida. Me regala su último libro de relatos, Brillan monedas oxidadas, que abro a la mañana siguiente en el tren. Por la noche me había escondido por el centro de la ciudad buscando oír, como decía Juan Ramón, cada gramo de la arena que voy pisando. De madrugada me acerco al estanque para fotografiar al Rey desde otro ángulo. Leo camino de casa un cuento precioso sobre el no viaje de Kafka a Madrid. Así fue también la vida del escriba de Praga. No llegar a nada, no llegar a ser nada.

viernes, 4 de febrero de 2011

Italo Calvino

Aún recuerdo la escena que refleja la foto, en el bistró de detrás de la fuente de Saint-Michel (no recuerdo el nombre exacto pero sabría volver). Recuerdo que Paula me dijo al salir de casa: pero ¿tú crees que irá? ¿cuándo habéis quedado?. "Hace seis meses por carta. Claro que irá". "¿Y te vas hasta París a hablar con un señor al que no conoces que te ha citado de pasada y por carta hace seis meses?…". En efecto, a las ocho y media de la mañana estaba ya esperándome, sentado con un taza de café e Il corriere desplegado sobre la mesa diminuta frente a una ventana por la que se filtraba una luz azul. Con su bufanda de cashmere, su poco pelo medio revuelto, pero con una elegancia que al hablar se hacía aún más patente. Yo le había escrito y él accedió a verme. Sin más. No puedo contar todo lo que dijo. Nos escribimos alguna que otra carta pero murió al año siguiente: en 1985. Me pareció un hombre cálido (esa Cuba que arrastraba de nacimiento), brillante, una persona increíble por lo que pude ver. Antes y después no he parado de leerle, pero lo que tengo más cerca de mí son los libros que compuso con las cosas de los otros: su antología del cuento popular italiano (una joya que mis hijos, a los que he dormido con esos cuentos durante años, se disputan como lo mejor de nuestra herencia); su antología del género fantástico del diecinueve, mil veces releída, subrayada, estudiada, un material con el que sueño para convertirlo algún año en la temática de mi curso de literatura; su Ermitaño en París, mi favorito; las Seis propuestas para el próximo milenio, el mejor libro sobre literatura que yo haya leído; y, last but not least, su correspondencia: aquel libro de Tusquets que se llamó Los libros de los otros, lleno de sabiduría literaria, de clase, de perspicacia, de generosidad personal. Ahora, Siruela (editorial en la que se encuentra casi todo lo que he mencionado más arriba) ha editado una antología de la Correspondencia general de Calvino, con una selección de las cartas entre 1940 y 1985 hecha por Antonio Colinas. Es increíble. Más de medio siglo de la vida cultural italiana (la de Elsa Morante y Vittorio de Sica, la de Antonioni y la Spaziani, la de Franco María Ricci, la que quizás nadie como Calvino supo catalizar). Uno de los aciertos de este volumen es sin duda que nos muestra la evolución del protagonista. Me enternece su complejo ante Elio Vitorini, al que todavía confiesa en 1951 que duda sobre el valor de su obra (demasiado juguetona, le escribe con un átomo de ironía). Pero es que este hombre fue humilde hasta el final. Así lo muestra la última carta al editor Vanni Scheiwiller al que muestra sin tapujos las limitaciones de su traducción final de La canzone del plistirene de Queneau. Asombra contemplar su prudencia, su sentido de la realidad, como le pide información del mundo de las conducciones eléctricas, cuyos términos precisos ignora, como le cuenta que ha mandado el texto a Primo Levi, científico, para que le corrija y le asesore. Así era Calvino, siempre dando juego, siempre abierto a los demás, una maravilla.

martes, 1 de febrero de 2011

El más allá de Clint Eastwood

Hace unos días fui al cine a ver Más allá de la vida, de Clint Eastwood (en inglés Hereafter). Iba un poco a regañadientes. A diferencia de a la mayoría de mis amigos, no me había gustado Gran Torino, y ahora, encima, pretende hablar de la muerte, del más allá, etc. Cosas sin importancia, como para que las maneje el gran maniqueo que es el bueno de Eastwood. Además estaba agotado, como de costumbre. La sesión de noche (la que podemos frecuentar los padres de familia) empieza tardísimo, coño. A partir de las once yo no soy persona, y espérate a que tengamos al perro. Bueno, pues en ese plan refunfuñón, me metí en el cine y me preparé para lo peor. Comienza la peli con un tsunami. La recreación es impresionante, sobre todo porque está realizada sobre el recuerdo que tenemos de las imágenes televisivas del tsunami de 2004 en Java (creo que en concreto están tomadas en un hotel de Pangandaran Beach). La introducción de lo real en la ficción resulta aquí efectivo, demoledor diría yo. Te quedas planchado al ver como la ola se lleva por delante a una chica francesa que, a punto de regresar, ha salido a ultima hora del hotel a comprar unas pulseras para las hijas de su amante. La mujer está a punto de morir, se sitúa entre la vida y la muerte, revive finalmente, pero ya nada será igual en su exitosa vida de estrella televisiva encamada con el jefe. De repente, la narración da un salto hacia un lado y recrea la peripecia de dos gemelos ingleses. Son uña y carne. Cuidan de una madre drogadicta con una madurez impropia de su edad (apenas tienen doce años). Menudo tandem, el mayor (nació unos minutos antes) abierto, locuaz, echado para delante. El otro se refugia en la fortaleza del hermano, pero es cariñoso e introvertido. En un lance cualquiera, el mayor sale de su casa a la farmacia y es atropellado por una camioneta de reparto. Cae fulminado sobre el arcén. Al benjamín se le viene el mundo encima. Sin su hermano, no es nadie. Otro salto lateral, el tercero ya, y nos encontramos en una ciudad de la costa oeste americana. Un hombre joven (Matt Demon) tiene poderes parapsicológicos. Es alucinante pero le basta con poner las manos sobre las manos de alguien para conectar con sus muertos. Éstos le hablan de modo perfectamente audible y le transmiten mensajes del más allá. No obstante, el tipo rechaza su don. De hecho, lo considera una maldición que le impide vivir. Es honrado y desea pasar desapercibido: sólo busca un agujero cualquiera donde trabajar y que le paguen un sueldo. Las tres historias van desarrollándose morosamente y en paralelo, hasta que por fin confluyen, de un modo admirablemente natural y bien trenzado, en la Feria del Libro de Londres. La chica francesa ha ido allí a presentar un libro sobre su experiencia de la muerte. Ha abandonado su vida anterior y se ha concentrado en escrutar el hilo que separa la vida del más allá. El americano, harto de todo, hace turismo en Londres y, mientras se pasea por la feria, escucha a la chica y reconoce una voz auténtica. Mientras, el gemelo superviviente, que también ha acudido ese día al recinto le ve y le reconoce. Desde la muerte de su hermano busca por internet un medium que le ponga en contacto con su otra mitad. Naturalmente no os cuento lo que pasa.
Salí del cine tocado. Y no sabía el porqué. No lo he sabido durante varios días, hasta que ayer, por fin, al entrar en la ducha, la película se me abrió como una flor después de una tormenta. Comprendí en parte su significado, aquello a lo que apunta. Es una tesis fuerte, pero coincido plenamente con ella: el hombre es hombre porque no rechaza el más allá. La continuación de la vida, después de la muerte física, forma parte de la condición humana. Sin esa intuición, creencia, seguridad interior, llámesele como se quiera, el hombre se desnaturaliza fatalmente. Todas las historias a las que vamos asistiendo durante la proyección, y el hecho mismo de que acaben siendo una sola, apuntan indirectamente a ese fin. La francesita cambia radicalmente de vida, mientras cuantos le rodean siguen con sus vidas filisteas ajenos a la verdad que ella ha experimentado. Son personajes planos, absurdos, pegados a eso tan aburrido y banal que antes se llamaba "el mundo". El gemelo trata de conectar con su hermano. Le quiere de tal modo, y depende tanto de él, que no atisba una vida en su ausencia. Pero cuando lo consigue, el mayor le hace una indicación única (muy reveladora del auténtico sentido de una trascendencia racional): vive tú, no te escondas en mí, toma de una vez las riendas de tu vida. El mensaje del más allá hace que el más acá sea vivible y tolerable. ¿Y el medium? Su conexión con el más allá le sirve sólo para ayudar a los demás. Odia la posibilidad (celebrada por quienes no acaban de entender de qué se trata) de lucrarse con su don. ¡Qué bien representadas están las diversas posturas de los hombres ante la vida de ultratumba, y qué bien planteada queda la única postura realmente humana, la que sabe que no se puede ni esconder esa verdad, ni esconderse detrás de ella para no vivir a tope la vida que te ha tocado, ni menos aún cabe aprovecharse de ella para fines espúreos! Hereafter, el título original, recoge en un apócope con forma de oxímoron la relación intrínseca y ontológica entre el más acá y el más allá.
Al final queda abierta la posibilidad del amor hombre-mujer y la del sentido de la vida. Pienso que hay una edad en la que sabes que amor y muerte se entrelazan en tu vida, no de una manera trágica sino de una manera real. Cuando amas a alguien rechazas por increíble la idea de que, tras la muerte, haya un término a ese amor. Amas con la tranquilidad infinita de saber que sólo es si es para siempre.
Dos casualidades, para terminar con esta cháchara: me acabo de dar cuenta de que redacto esta entrada en las primeras horas del mes de febrero, el mes de los muertos por excelencia. ¿No es noviembre? Puede, pero yo pienso que lo es más bien febrero. A ver si puedo razonarlo en un post dentro de unos días. Y, segundo, no me olvido de que para los egipcios, los grandes intérpretes de la relación con la muerte (y de qué modo influyeron decisivamente en el judaísmo en este aspecto), sabían que los principales mensajeros con los muertos son los perros domésticos. También están los canes cerberos de los griegos, y los basenjis de mi amiga Menchu Gutiérrez. ¿Qué mensajes me traerá Brako?

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