Aún recuerdo la escena que refleja la foto, en el bistró de detrás de la fuente de Saint-Michel (no recuerdo el nombre exacto pero sabría volver). Recuerdo que Paula me dijo al salir de casa: pero ¿tú crees que irá? ¿cuándo habéis quedado?. "Hace seis meses por carta. Claro que irá". "¿Y te vas hasta París a hablar con un señor al que no conoces que te ha citado de pasada y por carta hace seis meses?…". En efecto, a las ocho y media de la mañana estaba ya esperándome, sentado con un taza de café e Il corriere desplegado sobre la mesa diminuta frente a una ventana por la que se filtraba una luz azul. Con su bufanda de cashmere, su poco pelo medio revuelto, pero con una elegancia que al hablar se hacía aún más patente. Yo le había escrito y él accedió a verme. Sin más. No puedo contar todo lo que dijo. Nos escribimos alguna que otra carta pero murió al año siguiente: en 1985. Me pareció un hombre cálido (esa Cuba que arrastraba de nacimiento), brillante, una persona increíble por lo que pude ver. Antes y después no he parado de leerle, pero lo que tengo más cerca de mí son los libros que compuso con las cosas de los otros: su antología del cuento popular italiano (una joya que mis hijos, a los que he dormido con esos cuentos durante años, se disputan como lo mejor de nuestra herencia); su antología del género fantástico del diecinueve, mil veces releída, subrayada, estudiada, un material con el que sueño para convertirlo algún año en la temática de mi curso de literatura; su Ermitaño en París, mi favorito; las Seis propuestas para el próximo milenio, el mejor libro sobre literatura que yo haya leído; y, last but not least, su correspondencia: aquel libro de Tusquets que se llamó Los libros de los otros, lleno de sabiduría literaria, de clase, de perspicacia, de generosidad personal. Ahora, Siruela (editorial en la que se encuentra casi todo lo que he mencionado más arriba) ha editado una antología de la Correspondencia general de Calvino, con una selección de las cartas entre 1940 y 1985 hecha por Antonio Colinas. Es increíble. Más de medio siglo de la vida cultural italiana (la de Elsa Morante y Vittorio de Sica, la de Antonioni y la Spaziani, la de Franco María Ricci, la que quizás nadie como Calvino supo catalizar). Uno de los aciertos de este volumen es sin duda que nos muestra la evolución del protagonista. Me enternece su complejo ante Elio Vitorini, al que todavía confiesa en 1951 que duda sobre el valor de su obra (demasiado juguetona, le escribe con un átomo de ironía). Pero es que este hombre fue humilde hasta el final. Así lo muestra la última carta al editor Vanni Scheiwiller al que muestra sin tapujos las limitaciones de su traducción final de La canzone del plistirene de Queneau. Asombra contemplar su prudencia, su sentido de la realidad, como le pide información del mundo de las conducciones eléctricas, cuyos términos precisos ignora, como le cuenta que ha mandado el texto a Primo Levi, científico, para que le corrija y le asesore. Así era Calvino, siempre dando juego, siempre abierto a los demás, una maravilla.
1 comentario:
es muy bueno, lo fue, muy grande, con sus demediaciones e inexistencias rampantes
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