lunes, 7 de febrero de 2011

Una visita a Zúñiga

El martes voy con CAM a casa de Juan Eduardo Zúñiga. No nos conocíamos en carne y hueso pero yo le había leído a él con delectación. Su trilogía de la guerra incivil me parece casi lo único salvable del conflicto, y no hablo sólo en términos literarios. Desde el salón, por la ventana, vemos sobrevolar las copas de los árboles de El Retiro el monumento a Alfonso XII. Parece que queda suspendido en el aire, como quedó de hecho la monarquía tras la revolución. El sábado leo en el artículo que Vila-Matas dedica a Tabucchi en Babelia que, de la primera entrevista que aquél leyó de éste le llamó la atención que el italiano dijera que hoy en día es difícil juzgar los propios sentimientos porque, desde que la cultura se ha vuelto laica, falta un ojo que mire: “El hombre no se siente mirado y se vuelve, por ello, un poco inexistente. La idea de ser mirado confiere a la existencia cierta plenitud”. El ojo de Dios y los ojos de los hombres, qué realidades más distintas, cuando no opuestas. El ojo panóptico de Bentham y Foucault, implementado en las prisiones contemporáneas en las que se han convertido las ciudades llenas de cámaras por todos lados. Algo de eso queda en el anacrónico monumento de Benlliure que contemplamos en silencio los tres desde el salón de la casa. Cae la tarde en Madrid. Debo presentar un libro con los poemas de Celan en el Ateneo. "Seguí siendo el mismo las tinieblas llegadas", dice en un reticente verso escrito tras el secuestro, tortura y muerte de sus dos padres a manos del fascio rumano una tarde del año 1941; me persigue el horror y no es fácil buscar refugio: los hombres, con Dios y sin Dios, se miran, se juzgan y se han desgarrado unos a otros como bestias irracionales. Zúñiga y yo hablamos en un aparte de astronomía, o mejor dicho del espectáculo del cielo, de que nos da la propia medida. Me regala su último libro de relatos, Brillan monedas oxidadas, que abro a la mañana siguiente en el tren. Por la noche me había escondido por el centro de la ciudad buscando oír, como decía Juan Ramón, cada gramo de la arena que voy pisando. De madrugada me acerco al estanque para fotografiar al Rey desde otro ángulo. Leo camino de casa un cuento precioso sobre el no viaje de Kafka a Madrid. Así fue también la vida del escriba de Praga. No llegar a nada, no llegar a ser nada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Zúñiga es uno de mis escritores espanoles favoritos.Los cuentos de la guerra me ponen la carne de gallina.Gracias por tus comentarios llenos de vida y profundidad.