Para entendernos bien, debemos saber el nombre de las cosas y llamar a cada cosa por su nombre. Pero el habitante de la ciudad suele desconocer –en España, no tanto en otros países– el nombre de las cosas del campo. ¿Y cómo se puede conocer de veras aquello cuyo nombre se desconoce? ¿Cómo se puede amar sin saber el nombre de lo que se ama? La necesidad radical de nombrar se manifiesta ya en el relato bíblico (Génesis, I, 19): "Yahvé Dios, habiendo formado de tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo, las llevó ante Adán para que viera cómo las llamaría… Y Adán dio nombre a todos los animales, a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo". No se dice que diese nombre también a los vegetales. Quizás dejó esa tarea para sus descendientes. En cualquier caso, es bueno aprender, y aprender bien, el nombre de las plantas.
P.S. De El buen uso de las palabras (Gredos, 2003)
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