KEINER
A Cristina Kaufmann
In memoriam
Sintió a su mujer inquieta a su lado, y eso le molestó.
-¿Te pasa algo?
-No. Nada.
-¿Te encuentras mal?
-No te preocupes. Estoy bien, más tranquila que nunca. Duérmete, que es tarde y te vas a desvelar.
-No puedo dormir. Díme qué te pasa. Tienes cara de haber perdido algo.
-¿Perdido?… no sé.
-Ya estamos como siempre.
-Lo siento pero no te entiendo.
-No hay nada que entender–, dijo él, girándose hasta darle la espalda.
-De repente me dices no sé que de mi cara y no sé que quieres que te diga.
-Sencillamente lo que te pasa– insistió volviéndose hacia ella.
-Es que no lo sé. No tengo ni idea y, además, qué más da lo que me pase. Llevo toda la vida buscando algo que no sé qué es y estoy cansada. Lo he buscado dentro de mí desde pequeña. Lo he buscado en los libros y en los cuadros, en la religión, en los demás sobre todo, en las tres o cuatro personas que he amado. Quizás más que buscar algo se trata de buscar a alguien.
-O sea que puede ser que a lo largo de tu vida en realidad no hayas encontrado a nadie. Me alegro de que me lo digas a mí.
-Me ha parecido alguna vez que lo había encontrado. Quizás sólo fueran momentos en los que ya no buscaba nada. Pienso ahora, con la distancia y la paz que tengo esta noche, que no he estado nunca ni siquiera cerca de lo que sigo buscando.
Hacía frío. Del jardín devastado por el invierno entraban como cuchillos ráfagas de un viento helado. Una noche más la fugitiva nieve era arrastrada con violencia contra las paredes de las colinas. Los árboles eran sombras destinadas a desaparecer en cualquier instante. En el valle, no lejos de la casa, se oían los quejidos de los animales.
-En todo caso veo que para ti no cuento nada.
-La alegría que sentí aquel verano en Holanda o con D. en París: recuerdo horas leyendo al sol en la plaza de la Sorbona, frente a Vrin, y como de repente nos mirábamos y subíamos corriendo al hotel, ¡qué forma de amarnos! O cuando nació mi hijo –entonces noté que me daban algo, algo que me era puesto en el corazón–, o esos momentos, no tan infrecuentes, instantes de plenitud que surgen de la nada, de improviso, como esas otras sensaciones inesperadas de algo que ya hemos visto.
-¿Has encontrado lo que buscabas en las alegrías del cuerpo y del corazón?
-No, porque todas esas cosas han estado siempre amenazadas por algo o por alguien.
-Vamos, que siempre has vivido con miedo. Eres como una niña pequeña.
-¿Crees que se me habrá quedado perdido en el país de la infancia?
-No. No creo en la magia de la infancia. ¿Te acuerdas de quién hablaba de la irrecuperable magia de la irrecuperable infancia? Pura retórica. No tengo hijos pero es horrible contemplar los movimientos de un niño y constatar en qué escasa medida puede decirse que se encuentre ya en tierra firme. A la hora de la verdad no tiene a nadie y hasta los que parecen adorarle se pueden convertir para él en nadie. ¿Crees tú que esa es realmente la última palabra?
Los dos permanecieron callados, en un silencio a la vez tenso y cansado. La nieve, el viento, toda la tierra parecía huir moviéndose en círculos…
-“No tengo a nadie”, como dijo aquel ciego del abrevadero.
-El abrevadero de los carneros aptos para el sacrificio.
-Somos huéspedes de nadie y la posada no puede decirse que sea precisamente espaciosa ni acogedora. Para colmo la puerta se abre siempre hacia dentro y va a dar sobre un precipicio. No me extraña que tantos se nieguen a pasar por la puerta.
-Veo que he conseguido pasarte toda mi melancolía. Y lo que es peor he conseguido robarte tu sueño, tu sueño de niño.
-Tu melancolía se añade a la mía.
-No sabes cuanto lo siento…, pero, me has preguntado antes por la última palabra y quería contarte una cosa. Una vez estaba en París. Fue antes de conocerte, cuando vivía con mi marido. Estaba desesperada porque había dejado de hablarme. Me juré que si él no me hablaba yo tampoco hablaría con nadie. Cada día pasaba por una iglesia a la orilla del río. No entraba. Me quedaba en el jardín que la rodea, junto a un viejo árbol que se tiene en pie gracias a unas lañas de hierro. Un día vi a un hombre enfermo que se había colocado cerca de mí, casi rozándome. Al principio me asusté pero enseguida me di cuenta de que se trataba de un ser totalmente inofensivo. Parecía extranjero. De vez en cuando me miraba sonriendo, hasta que yo le miraba y entonces bajaba la vista como un niño tímido. Siempre estaba moviendo los labios como si recitara en bajo una salmodia. Desde aquella primera vez me lo encontraba allí cada día. Empecé a observarlo con una curiosidad que se transformó en simpatía. Sus ropas estaban viejas pero no eran malas. Llevaba una camisa blanca recién lavada. Siempre igual: llegaba en silencio y al rato se hacía notar, se colocaba más cerca, sin molestar pero muy cerca. Solamente recitaba su plegaria y a ninguno de los dos se nos ocurrió decir nunca nada. Sabíamos que los dos estábamos sufriendo mucho y eso bastaba. Mi silencioso amigo me recordaba la relación que había mantenido siempre con mi hermano. Era como cuando sus depresiones empezaron a hacerse agudas, y yo tenía las mías y apenas nos veíamos un minuto por la mañana. No nos hablábamos pero creo que nadie me ha querido y acompañado nunca como él. Nos bastaba una pregunta un tanto enfática: ¿te has tomado las pastillas? ¿no se te habrá ocurrido comer queso? Esa complicidad nos consolaba. Cuando murió mi hermano recordé la expresión ida de su cara preguntándome cada mañana por el dichoso queso. Por fin, un buen día dejó de venir el viejo. No me preguntes porqué pero creo que se murió de pena aquellos días. La tarde anterior ocurrió algo extraño. No se colocó tan cerca como las otras veces. A los pocos minutos se acercó al árbol, se agachó y dejó algo en la parte exterior de las raíces. Se fue con paso rápido y al poco rato yo también me fui porque sentí un enorme frío por dentro. Al día siguiente, al ver que no venía me acerqué al lugar donde había depositado aquel objeto. Era una tira de tela azul, quizás un marcador de lectura. Sin pensarlo lo recogí y me lo llevé a los labios como si fuera una reliquia. Una flor azul en el camino. Supe que la había dejado para mí.
(La foto es de la iglesia ortodoxa de Saint Julien-le-Pauvre de París, donde se desarrolla la escena final del relato, incluyendo una vista del árbol con las lañas que ahí se menciona)
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