martes, 29 de abril de 2008

Notas para un diario 8

Reconozco que siempre me ha golpeado la frase del Evangelio de Mateo que tanto se ha repetido: "Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (5,48). Pienso que el versículo debería incluir algo así como un "imitándole en cuanto podáis". Casi nadie añade nada a la conocida frase y sin embargo para mí fue un auténtico alivio el encontrarlo allí oculto hace ya muchos años en la versión de Carmelo Ballester, editada en Barcelona en 1934 (¡qué momento de la cultura española!), y que leo cotidianamente. Dicha coda nace de la profunda comprensión que el bueno de Don Carmelo tenía de la frase, y de su dominio del castellano: en un sentido estricto, la perfección (atributo de Dios) es radicalmente inalcanzable para el hombre, de manera que lo máximo que éste puede hacer es "imitarle cuanto pueda". Dios es Amor y no cabe la menor duda por tanto de que la perfección a la que se refiere el evangelista es la del amor y la misericordia (cf. Lucas 6,36), compatible con la imperfección humana.
Pensaba en esto esta madrugada a solas en la cocina delante de un Nescafé. Cuantos más años pasan más consciente soy de necesidad de la paciencia y la tolerancia con uno mismo. Hemos insistido demasiado en la perfección como algo positivo: un cúmulo de virtudes y de realizaciones. Para mí es mucho más importante la aceptación de la imperfección, o sea, de lo que somos. Con los demás, no digamos: sabemos que amamos a alguien cuando le amamos conscientes de sus defectos. De otro modo es imposible convivir.
El taoísmo comprendió el carácter negativo de la perfección: "Lo más tierno en el mundo, domina lo más duro. Sólo la nada penetra en lo que carece de intersticios. Por eso reconozco la eficacia del no hacer. La enseñanza sin palabras, la gracia de abstenerse. Nada en el mundo se les puede comparar" (Libro del Tao, nº 43)
Un día, no hace mucho, alguien me regalo un montón de nada. No podía darme más, pero para mí lo fue todo.

(Lo mismo que hay miradas que matan, hay miradas de amor que resucitan a un muerto. Caravaggio, La vocación de San Mateo, en la Capilla de San Luis de los Franceses de Roma)

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