domingo, 28 de febrero de 2010

La vie en rose. Una dedicatoria (Piaf)

Quiero dedicarle esta maravillosa canción a una amiga que está recién operada (según me dijo un día, es su favorita). Quiero dedicársela por las muchas cosas que me ha enseñado, desde que la conozco; voy a destacar algunas (veréis que no son cosas de poca monta): 1) me ha enseñado a amar la vida, con todas sus consecuencias (sin ir más lejos, la operación a la que se ha sometido es una gran enseñanza práctica de este modo prudente, abierto y confiado de ver la vida) 2) a reconocer la belleza allí donde de verdad se encuentra, 3) a transformar las heridas abiertas de la vida en espacios por los que puede salir el amor (un amor intenso y purificado de nuestro egoísmo y de nuestra vanidad) 4) y, cuarto, y más importante aún, a aceptar las cosas sin dejar nunca de preguntarse el porqué del sufrimiento: ese cuestionamiento, cuando es humilde y a la vez radical, es lo que nos hace humanos (o sea, capaces de lo divino). No hay ni que decir que por mucho que ella me las haya enseñado, y que yo sepa reconocerlas (para eso sí que tengo un especial talento), estoy a añosluz de haberlas aprendido. Por eso, procuro estar lo más cerca posible de esta persona. Como decía el Lazarillo, me arrimo a los buenos (pero a los de verdad) para ver si se me pega algo de ellos.

jueves, 25 de febrero de 2010

Juego de espejos

En el mes de diciembre, participé en el programa Juego de espejos de Radio Nacional, que dirige Luis Suñén. El invitado elige sus piezas de música favoritas, en las versiones que prefiera, y las comenta con ayuda de Luis. Yo elegí estas ocho:

1. Guillaume de Machaut. Quant Vraie Amour / O Series / Super Omnes Speciosa (Motet) Ferrrara Ensemble. Dir Crawford Young (2:27)
2.
Albinoni. Concierto para trompeta n 2 Adagio. Slovak Ch. Orch. Dir. Bodhan Warchal (6:51).
3. J
.S. Bach. Bekennen will ich seinen Namen, BWV 0200. Magdalena Kosezná. Música Antiqua. Koln. Dir. Reinhard Goebel (3:21)
4.
Hector Berlioz. Le spectre de la rose. Nuits d´été, op. 7. Brigitte Balleys. Orquesta de los Campos Elíseos. Dir. Philippe Herreweghe (6:32)
5.
Rossini. Petite Messe Solennelle - Kyrie: 1. Kyrie. Marcus Creed: RIAS Kammerchor (2.27)
6.
Schubert. Moments Musicaux, D 780 - 4. Moderato. Mitsuko Uchida (6:45)
7.
Chopin. Prelude #4 In E Minor, Op. 28/4. Grigory Sokolov (2:21)
8.
Maurice Ravel. Sonate - Lent. Clara Bonaldi,Yvan Chiffoleau (5:40)

Y este el podcast (aviso que dura un hora):

Álvaro de la Rica (Juego de Espejos)

martes, 23 de febrero de 2010

Notas para un diario 157 (Un sueño)

Aunque me da tanto respeto como vergüenza, copio de mi diario (el de verdad) la entrada del 22 de febrero de 2010:

Noche increíblemente tormentosa. Entraba y salía de una pesadilla, con pleno dominio de ese movimiento. Era como atravesar, cada vez, una gasa blanca, una placenta pringosa. Volvía al sueño y experimentaba una continuidad absoluta con lo anterior, de hecho al despertar me he quedado con una visión unitaria, con una secuencia narrativa única: traición sobre traición, un enorme engaño mezclado con una enorme culpa. Al final todo se sabe y se me condena. Lo peor de todo es que soy yo mismo el que me condeno. Me condeno a entrar y salir del sueño, como una larva sale del huevo, y así eternamente, experimentando cada vez, con toda la fuerza de la novedad, todo el mal que he hecho en la vida; el poco y mal ejemplo que he dado. Comprendo que nos vamos de vacío y comprendo un poco la eternidad del castigo.

Hasta aquí lo que escribí ayer, nada más levantarme, sobre mi sueño. La verdad es que muy tranquilo, lo que se dice muy tranquilo, no me quedé. Empecé a revolver libros, a ver si encontraba alguna explicación escrita a lo que había experimentado. A mí es lo único que me da paz, cuando me visitan esas visiones (si mi amigo Fernando Inciarte levantara la cabeza me diría, con una media sonrisa: ves, ves como se escribe y se lee para olvidar, como todo es representación que nos aleja del presente). Recordé el título de mi novela (esa que cada vez tiene menos pinta de que se vaya a publicar), Todesbanden, las vendas de la muerte, y como aparecen en el texto, al menos en dos ocasiones (asociadas al sexo y al dolor). Recordé el giro que usaban los hebraicos para referirse al dominio de la muerte (solo le pertenece a Él la potestad de la salida de la muerte, dice el salmista), como el poder de salir y entrar en ella por propia voluntad: el dictum del Cristo que dice que es él quien entrega su vida, y como después sale de la muerte, al tercer día, dejando las bandas mortuorias en el suelo del sepulcro (En la escena de la Resurrección, contada por un testigo ocular, el primero que vio y tocó las bandas fue Pedro, el que le había negado; la Magdalena se quedó fuera y, cuando por fin se acercó, después de Pedro, en vez de las vendas, lo que contempló fue a unos ángeles de luz blanca). Sé que el sueño iba por ahí, pero no sé hacia dónde, exactamente. Recordé también la estatua funeraria de mi amado John Donne en Saint Paul´s Cathedral, la extraordinaria escultura de Nicholas Stone que he reproducido en foto y en la que os animo a picar para verla en grande. Donne quiso inmortalizarse cubierto con una gasa blanca que apenas dejara ver su rostro (la usó para las pruebas de varios retratos finales: para sopresa de todos, aparecía ante el pintor cubierto con una mortaja). Era la tela que llevamos desde nuestra concepción, lo que nos protege a la vez que nos impide realmente ver. Es bien conocido el pavor que Donne tenía a la tumba: esa pieza de piedra quería reflejar el momento de su resurrección corporal. Donne medita muchas veces sobre la acción de los gusanos en el cuerpo muerto (putrefaction and vermiculation), y decía, aludiendo a la transformación indiscriminada en materia animal, materia miserable, promiscua: pensar que no se sabrá en aquel revoltijo de materia qué partes pertenecen a quien, padres, madres, esposos, hermanos, todos devorados por los gusanos que, a a su vez provienen unos de otros, y de las larvas de nuestro propio cuerpo descompuesto. Menudo destino para nuestro amado cuerpo. Todo esto, y más, lo dijo en el famoso Sermón del 25 de febrero, primer viernes de la Cuaresma de 1631 (ahora, en dos días, se cumplirán 379 años desde que aquellas ultima verba se pronunciaran: Izak Walton, el biógrafo de los metafísicos ingleses, en un libro que no entiendo como nadie ha traducido aún, escribe que, mientras el deán hablaba, y las lágrimas corrían por sus mejillas al realizar estas consideraciones, todo el mundo pensó que estaba pronunciando su despedida, una de sus amadas valedictions, el sermón anticipado de su propio funeral). Los ojos cerrados de la estatua han sido entendidos de manera diversa: hay quien piensa que reflejan el asco ante la carnicería de la tumba, hay quien sostiene en cambio que indican la intuición de que la muerte sea en verdad un sueño, del que nos costará despertar. Yo no sé qué pensar de todo eso. Me limito a recordar otra referencia, en Donne, a una sábana blanca. Cuando habla, en A su amante, antes de acostarse, un bellísimo poema de amorprohibido que él concibió como una elegía (la 19ª en concreto), del desnudamiento, del despojamiento de las ropas blancas de la amada. Cómo me gustaría comentarlo aquí, despacio y entero, pero… that´s too much! Un hombre contempla, ¡por fin!, como se desviste su amada, como, al despojarse de ropajes y adornos, aparece ante sus ojos, un mundo pleno de belleza, un Paraíso, una terra nova. ¡Completa desnudez! Todos los goces/residirán en ti./Como las almas/descarnadas, han de estar los cuerpos/desvestidos para la dicha. Donne compara la desnudez con un libro místico. Una obra de la gracia. Llega a pedirle a la mujer que se le muestre como se mostró ante la partera. Y termina con estas palabras mágicas: Thyself: cast all, yea, this white linen hence/Here is no penance, much less innocence./To teach thee/I am naked first, why then/What needst thou have more covering than a man (Aparta tú estos lienzos blancos/que no es hora de penitencia, y menos de inocencia./Para enseñártelo, me he desnudado primero, ¿qué mejor manera de cubrirte que con un hombre?). Uf! Tiemblo. No conozco una asociación más devastadora entre amor y muerte, gracia y pecado, cuerpo y alma, superficie (del cuerpo, del arte) y profundidad (del amor). No es tiempo de inocencia. Donne se metaforiza a sí mismo como un sudario al que se aferra para amar/morir. Metonimia de la acción devastadora de la materia corporal. Una acción horizontal y descendente que, en su caída, llama a la gracia. A la gracia de la resurrección.

domingo, 21 de febrero de 2010

viernes, 19 de febrero de 2010

John Berger,2

¿Se parecen las nubes del óculo al olvido?, pregunta John Berger (en la foto) a su hija Katya, al comienzo de su diálogo, en la performance del Prado. Por más vueltas que le doy, no consigo entender el porqué de ese inicio que, a todas luces, parece elusivo o elíptico. "Por dónde empezar…/Hablemos del olvido/¿Es el olvido la nada?/No. La nada no tiene forma y el olvido es circular". Berger pregunta tímidamente, como con miedo a reabrir viejas heridas familiares. Katya responde con la falsa seguridad de la víctima. A ver, el olvido, como dijo Borges, es la meta, ¿no? Lo que queda del hombre, junto con los vermes, dice también el poeta ciego en su poema La prueba. Aquí aparece en cambio como un punto de partida. ¿Por qué? El final es el principio. Para comenzar un diálogo, acaso hay que partir del olvido de algunos dolores. Del olvido y el perdón. "Ya somos el olvido que seremos…", me recuerda atinadamente Lauren Mendinueta, en un comentario pesimista a la entrada anterior. Oblivion, ambos utilizan en su diálogo la palabra oblivion. Qué bella palabra inglesa, de origen latino. ¿Notas cómo declina el sonido, cuando la pronuncias, cómo se va apagando el sonido en la última sílaba? En un momento dado, Katya dice que "oblivion is survival". La elección inconsciente de que sólo lo esencial subsista. Imposible no ver en ese incipit un kyrie y un confiteor, un meaculpa y un acto de reconciliación con el padre, y por ende consigo misma. Un acto de voluntad de perdón. En la literatura latina (Séneca, Lactancio, Livio), el olvido se ha asociado a menudo con el agua: aqua oblivionis, oblivionis fluvius, flumen Oblivio, Léthe. El agua de la vida que fluye es el agua bautismal del perdón, el agua del olvido, la meta, lo que quedará al final. Quedéme y olvidéme/el rostro recliné sobre el amado/cesó todo, y dejéme/dejando mi cuidado/entre las azucenas olvidado (Noche Oscura). De nuevo las azucenas blancas del perdón y el abandono. El olvido no sólo se opone a la nada, sino que tiene que ver con la presencia, con la actualidad que hace posible un diálogo como ése que tuve la ocasión de presenciar, un reencuentro de amor entre padre e hija, hija y padre. El niño es el padre del hombre (Wordsworth). Yo lo he sabido desde el mismo instante en que vi a mi hijo Álvaro, segundos después de nacer. Tómatelo en serio, pensé. Es tu hijo, pero también es tu padre. Victoria, mi hija mayor, con dos años, me abrazaba y yo no podía distinguir quién era el padre y quién era la hija. Así ha seguido siendo, casi veinte años después: ayer se fue de viaje y experimento un doloroso agujero en el estómago. Como cuando llegaba yo a casa del cole y no estaba mi madre esperándome. "El olvido es circular" señala Katya sabiamente en su texto. Como el gesto reflexivo de la Pietá: figlia dil tuo figlio. Como la Trinidad. Pero hay un aspecto del olvido que resulta más que inquietante. Y es que uno puede ahogarse en el río del olvido, y morir en efecto: the death by water. Cuando el olvido, más que circular, es lineal, más que en algo perfecto consiste en un defecto de la memoria. Entonces, ser olvidado es exactamente lo mismo que ser preterido. Quién bien ama, tarde olvida. Y sin embargo, ¡cuántos olvidos! Hace dos días, una persona me escribía que entendía que le había olvidado. O sea, que le había preterido. Me he pasado dos días hecho polvo, examinándome a mí mismo. Naturalmente no es así: lo curioso (el olvido es circular) es que yo tengo idéntica sensación respecto de esa persona queridísima. El olvido y la preterición son inquietantes porque no los dominamos, porque no siempre vienen precedidos del perdón, porque queremos seguir siendo nosotros mismos quienes protagonizamos las cosas de nuestra vida. Bastaría con dejarse llevar, con suspender el juicio, con empaparse del agua bendita del olvido. Los Berger lo han conseguido y me dan una envidia que no acierto a describir (por cierto me fijé que la hija, rompiendo la estricta linealidad de la filiación, llamaba a su padre por su nombre de pila). Yo, lo reconozco, tengo una propensión enfermiza a sentirme preterido y olvidado por aquellos a los que quiero de verdad (y tal vez es la vía por la que hago lo propio con gente que se merecía mucho más de mí; es una forma bastante darwiniana de sobrevivir yo, matando al prójimo). Creo que ahora entiendo un poco el porqué de ese incipit. He necesitado escribirlo, ¿cómo no? Al fin y al cabo, para que se escribe si no es para ir de lo ignoto a la luz sobre algo. La luz blanca que impide el olvido y que permite la supervivencia moral, en un mundo en el que unos a otros nos preterimos con demasiada facilidad y ligereza. Al fin y al cabo, como dijeron varias veces los Berger en su magnífico diálogo: Todos somos todos.
Para terminar, cuando salí de la performance, entusiasmado, tomé una decisión moral importante. Luchar, como Jacob, con el ángel cuya cercanía había sentido, por detrás de mi hombro, toda esa tarde. Al cabo de dos días me di cuenta de que me había equivocado. Pero eso lo contaré, tal vez, más adelante.

martes, 16 de febrero de 2010

John Berger,1

A la vuelta de Madrid, tuve una larga conversación telefónica con una amiga veneciana. Tenemos algunos empeños de investigación comunes, que espero que fructifiquen en los próximos años. Su vida, en este momento, es bastante ardua. Desde hace años, cuida de su padre, anciano y enfermo. Lo cuida con un amor que sale de ella, pero también con un amor que ha recibido como un don. Lo cuida con atención (una palabra que a ella le encanta). Apenas puede moverse de su lado, y lleva así al menos diez años. Es una persona muy viva, llena de proyectos (en este tiempo se ha casado con un hombre maravilloso), y constantemente tiene que renunciar a una parte de ellos, hasta el punto de que no ha dudado nunca en comprometer eso que llamamos "futuro profesional". Su padre está antes que eso, más arriba, más en el fondo de lo que a mi amiga de verdad le importa. Pero, aunque nunca lo reconozca (tiene una elegancia moral que yo calificaría de principesca), la situación le hace sufrir, primero por su padre, segundo por su esposo y, después, muy en tercer lugar, por ella misma. El otro día me contaba algunas cosas de lo dura que se está poniendo la situación últimamente. Entonces le cité una frase que había oído, apenas unas horas antes, en la performance que John y Katya Berger habían realizado en el Museo del Prado. La frase es la siguiente: "Somos los precipitados de aquello que nuestros padres no pudieron olvidar". Me contestó algo que más o menos era esto: "Sí, Álvaro, yo pienso lo mismo; yo no olvido que si vivo es por que mis padres en su día tuvieron un sueño. Un sueño de amor". Sueño y olvido. "El sueño es creativo, y el olvido corroe, penetra, conserva, reduce a polvo." Fue hablando con mi amiga, un día después de oírlo, cuando entendí el alcance de esas palabras privadas que una hija le dice en público a su querido padre, hablando de arte pero también, de una forma muy british, del sueño que aquél compartió un día (o fue una noche) con su madre, la señora Andreadakis, el sueño que le hizo a ella posible, real, que le hizo estar viva (para ver, para pensar, para amar). "Olvidar es viajar a la esencia de lo que permanece", añade, en ese diálogo in coelis, la pequeña/gran Katya. Y su padre, menos elípticamente de lo que parece, le pregunta: "¿Se parecen las nubes del óculo al olvido?" Sí, sí se parecen. Yo recordé entonces el verso de Jouve: Están perdidas todas las moradas. Se han perdido los logros de la nubes. Sueño, olvido, nubes, un óculo en una habitación renacentista. La mirada del hombre tumbado en una cama, al lado de la mujer que ama, con la que ha soñado la vida de otros, pero también el ojo de Dios que mira, con amor condescendiente, como le gustaba imaginar a Nicolás de Cusa.
Recapitulemos por un instante: En el Palacio Ducal de Mantua, Luis de Gonzaga hace construir para su mujer la habitación esponsal más bella del mundo. Le encarga a Mantegna la decoración. Tarda el pintor de Isola di Sopra once años en terminar. Pinta las paredes y hasta las puertas y las cortinas. Pinta una falsa cúpula, un óculo, con putti, con ángeles, con nubes y rostros tan enigmáticos y bellos como los del detalle que he seleccionado. Alguien, en una escena, entrega una carta. ¿De amor? Pinta paisajes, llenos de ruinas y de edificios en construcción. Juega con todo, y sobre todo, con la representación. Y con los exempla antigüos. El resultado es indescriptible, pero, seiscientos años después, un padre y una hija, se quitan unos zapatos toscos (a mí me parecen las botas del cuadro de Van Goch), se tumban ante 450 personas, en el auditorio del mejor museo del mundo, y se ponen a dialogar. Sobre el olvido. Sobre el sueño. Sobre el matrimonio, en una reproducción de la Sala degli Sposi.