Orfeo (2): El nombre de Orfeo, de origen egipcio y fenicio, se compone de aur (luz) y rophae (curación, salud). Orfeo por consiguiente es el que lleva a los hombres luz y verdad. Orfeo no ha muerto. Los Orfeos son numerosos y se renuevan.
Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia.
Si hundimos una bola de cobre incandescente que emana luz en agua fría se escucha un fuerte silbo pero se ilumina por el resplandor, el fuego en el interior no se apaga sino que , atizado de nuevo, brilla poderosamente.
Melitón de Sardes, siglo II.
“Sólo en las calderas siguen ardiendo/los fuegos de antaño y se levantan los martillos,siempre/más grandes. Pero nosotros perdemos fuerza, como nadadores” Cuando leí Lei dinque capirá (2006) recordé sin duda estos versos del soneto XXIV a Orfeo de Rainer María Rilke, y muy especialmente ese final Wir aber nehmen an Kraft ab, wie Schwimmer. Yo he identificado siempre a Claudio Magris con un nadador (Kafka también lo era), un nadador épico en su Adriático esmeralda en el que, según me contó él mismo, se adentra cada mañana de cada día del año como en un sueño despierto que presagia el abandono final. Pero lo recordé, creo, sobre todo porque pienso que toda referencia al infierno, al descenso a ese no-espacio, es un ir y venir entre el ser y la nada. Exactamente lo mismo que aparece en el Orfeo y Eurídice (Orfeusz i Eurydyka) (2003) de Czeslaw Milosz, esa breve pero esencial Spätwerk del genio de Cracovia, escrita muy al final de sus días, cuando de nuevo estaba sólo ante la vida y la muerte, sin la presencia amorosa de la mujer. Viudez, otredad, soledad. Dos textos magistrales. Recurso al mito clásico siempre fértil, precisamente el mito de la vegetación, y más en concreto del árbol (mástil homérico, cruz cristiana) del que hablaba el gran Martin P. Nilsson, indisociablemente unido al amor y a la belleza. Imposibilidad por otra parte, en ambos casos, de establecer un pacto de lectura despersonalizado, por lo demás à quoi bon? Sólo ahora, al escribir sobre los dos en un único intento, me doy cuenta de que la cercanía no es sólo temporal entre dos obras de escritores de una generación distinta: si apenas las separa un trienio es que ambos tenían los mismos muertos, hablaban con las palabras heredadas de los mismos muertos que por ellos hablaban. Milosz compuso también una versión inglesa con la ayuda de Robert Haas. El New Yorker lo publicó en extracto el 17 de mayo de 2004.
En algunos extremos se diferencian las dos obras (verso frente a prosa, lirismo sereno ante una narración más briosa, distinto juego con la voz narrativa, en Milosz una omnisciencia que no pierde nunca el lugar que ocupa, dejando como siempre paso a una pluralidad de voces, en Magris el recurso a la ninfa/esposa Eurídice y con ella a una voz del más allá que por cierto se muestra con frecuencia de mal humor), pero en otros muchos se identifican. Dejando al margen los aspectos comunes más evidentes (el recurso al mito, que se trate de dos “poetas coronados” como el mismo Orfeo, etc), en ambos hay una gran ambición que se resuelve de un modo más bien oblicuo. Ninguno desconoce el alcance inagotable de la materia prima a la que han querido asomarse, el núcleo mismo en el que poesía, metafísica y teogonía se funden indisociablemente, el eje que va de la hybris a la némesis, la consciencia de un espacio intermedio (algo muy caro a toda la cosmovisión de Magris) entre hombres y dioses, que ni siquiera se debe franquear. El arma del poeta es el silencio y la frialdad antes incluso que el lamento y la música. “Lyric poets/Usually have – as he knew– cold hearts”, dice Milosz. El poeta no debe de ser impaciente, ni curioso siquiera, si quiere ser vero poeta. Will silent be; and not a soul to tell/Why thou art desolate, can e´er return, canta Keats ante la urna griega. Nadie que lo sepa puede volver jamás, dura lex sed lex. Se trata de una cuestión de justicia, que empieza por poner al hombre en su sitio, ante la parte de su heredad y su destino, la difuminación con la que yacerá en la tumba para siempre, pero también de la pretensión de individuación (el que yacerá seré yo, único, diferenciado, enamorado) mediante el nombre, el canto y el amor (cf. Robert Pogue Harrison, The Dominion of the Dead).
Hay un sentido muy humano del mito de Orfeo, psicológico, que tiene inmediatamente que ver con la pérdida y el duelo. La persona amada muere dos veces, la segunda cuando al cabo del tiempo, tras un periodo más o menos largo de depresión, aceptamos por fin su muerte. Ésta vez sí la dejamos ir, y quizás sólo entonces podemos de nuevo cantar poéticamente. “No había venido para salvarme”, dice Eurídice en el relato de Magris, “sino para que le salvaran”. Por eso se puede decir que hay siempre dos cantos ante la muerte: el primero, un cante jondo, lamento casi animal, más música que letra; el segundo, en cambio, más reflexivo y sereno, lírico de verdad, mira al futuro y a la eternidad. Los escritos de duelo se pueden clasificar en uno u otro orden, según su grado de hermetismo, y algunos (pienso por ejemplo en A grief observed de C.S. Lewis) empiezan siendo puro lamento y acaban en el alba de un pensamiento renovado por la muerte. Sería una intromisión inaceptable etiquetar las obras de Milosz y Magris de canto primero o segundo. No es ese el sentido de una distinción puramente orientativa. No hace falta más que conocer un poco la obra de ambos, su temperamento poético, para saber que, aunque contengan elementos mezclados de dolor y razón, ninguno ha escrito nunca sin cabeza (ni creo en esa parte añadida de la leyenda) ni habría publicado el mero garabato de su pena (C.S. Lewis, el maestro en el tema del amor en occidente, tampoco por cierto: la publicación de esos papeles privados es algo más que una impudicia). “He stopped at the glass-panelled door, uncertain/Wheter he was storng enough for that ultimate trial”, dice el canto milosziano. Incertidumbre y transparencia. Una sabia frialdad preside siempre cualquier logro literario.
Pero en el fondo hay algo más, o mucho más mejor dicho. Un punto en el que Milosz y Magris ciertamente coinciden en apuntar y que tiene que ver con el descensos ad inferos que hilvana ese mito y las obras comentadas en estos apuntes desordenados. Un infierno de agua, como en las pinturas de Patinir, en el Hamlet de Shakespeare o en la muerte acuática de Eliot. Un descenso a los infiernos que está en el Libro (cf. Pe 3,19; 4,6) y que los cristianos recitamos en el Credo cada domingo. Adam Zagajewski, en un bellísimo ensayo que he traducido para este número, Czeslaw Milosz: la belleza de lo singular, dice en un momento dado: “Lo que pienso es que Milosz no era distinto de uno de uno de esos valientes doctores que, dedicados a descubrir la cura para un nuevo virus, se autoinfectan para así luchar con él desde dentro de su propio organismo”. Y añade poco después: “Pero su espíritu permaneció resistente, y al final resulto ser uno de los pocos doctores contaminados que sobrevivió a aquel arriesgado experimento, y que hasta se fortaleció con él. Todos nos hemos beneficiado de su inteligencia y de su coraje”. Hay muchas aquí. Zagajewski pone esta imagen en el contexto de la gran batalla ideológica que Milosz libró con su siglo y, antes que nada, consigo mismo. Se podría decir algo parecido de Claudio Magris, supongo, sobre todo en lo que se refiere a la lucha contra el nihilismo moderno. Ambos lo han frecuentado, rodeado, han tocado los tambores antes sus feas murallas, han querido pasar a través de él, por muy infernal que sea, antes que por las estructuras del dogma o la consigna. En esto son igualmente modernos, por seguir citando a Zagajewski (aunque yo nunca he estado seguro de que significa eso). Pero también en ambos casos se trata de un descenso a los infiernos por amor a una mujer. “Y el amor”, escribió María Zambrano (El hombre y lo divino) “hace transitar, ir y venir entre las zonas antagónicas de la realidad, se adentra en ella y descubre su no-ser, sus infiernos. Descubre el ser y el no-ser, porque aspira a ir más allá del ser; de todo proyecto”. El amor acaba por descubrirnos la nada de lo que no es. Es un fuego que limpia los ojos ciegos de los poetas. Y los devuelve renovados, más cuanto mayor haya sido el descenso a sus luminosas entrañas. No se si es cierto, como dice la leyenda popular de las tres mariposas que se acercan más o menos al fuego para saber cómo es, que no haya vida después de haberte quemado. Así le ocurrió a la tercera mariposa, a la que se acercó tanto que se abrasó. De lo que estoy seguro, después de haber leído mucho a Milosz y a Magris, es que no hay canto verdadero sin la experiencia del fuego.
La imagen de Orfeo y Euríce (c. 1775) es de Antonio Cánova y se encuentra en el Museo Correr de Venecia.