Este invierno pasado hice un viaje a París con mi amigo Fernando Escardó. Quedamos en viajar juntos y en visitar algunos de los lugares y casas en los que vivió Julien Green.
Conocí a Fernando, como a José Jiménez Lozano, como a Cristóbal Serra, como a otros amigos, gracias a Julien Green. Lo hemos leído juntos, a la vez, comentándolo, disfrutando en común de todo lo que tiene que dar. A los dos nos ha marcado y por razones afines.
Fernando y yo habíamos hecho otros viajes juntos: fuimos a Pamplona a ver los lugares de los Elío y de ese libro fascinante que es Tiempo de llorar. También paseamos muchas veces por Bayona, con Florence Delay, con Bergamín, con el propio Green y hasta con Napoléon y la historia de España en el horizonte de nuestros intereses comunes. Esta vez se trataba de estar tres días juntos y la verdad es que al final nos faltó el tiempo para todo lo que queríamos hacer, ver, hablar (creo que en esa ocasión batimos el record de permanencia en una librería, en La Procure concretamente donde pasamos horas primero juntos, luego cada uno por su lado, otra vez juntos, y así toda la tarde…). No olvidaré nunca ese viaje, especialmente una cena memorable, a varios grados bajo cero, en una terraza exterior del Boulevard Saint-Germain, calentada eso sí con unas estufas de gas, con mantas inglesas sobre nuestras rodillas y con varias botellas de borgoña entre pecho y espalda.
Fuimos a varios de los lugares en los que vivió Green y a los que son citados en sus libros. La rue Varenne, la rue Vaneau, Saint-Sulpice, Saint-Julien-le-Pauvre, les quais, pero, nos detuvimos sobre todo en Passy. Hay un lugar central para quien haya leído a Green: la rue Cortambert, y en concreto el número 16 y la capilla contigua de las Hermanas Blancas Adoradoras del Santísimo Sacramento. Una calle larga, preciosa, apartada sutilmente del lujo del XVI ème. Una calle a imagen de su huésped.
Allí vivió Green con sus padres y hermanas la mayor parte de su juventud, casi hasta los años 30. De esa casa salío para ir primero a la guerra y más tarde a la Universidad de Virginia. Allí, en esa capilla, frente a una pequeña iglesia protestante, tuvo lugar la ceremonia de abjuración y el bautismo sub conditione del escritor. Allí rezó Green durante años, fascinado con la inmovilidad de las monjas adoradoras, y descubrió el eje central de su vida: el amor a la Presencia Real. Ni las desgracias (pienso en la muerte de su madre, en primerísimo lugar), ni la guerra, ni los pecados, ni el desamor, ni la intolerancia y el fanatismo religioso de muchos de los que le rodeaban, nada por horrible o insidioso que fuese pudo jamás apartarle del amor a la Eucaristía. Yo he asistido a Misa con Green en su casa sesenta años después de su primera comunión, aquella en la que él mismo confiesa que pasó todo el tiempo pensando en la merienda que le esperaba después del acto. Pero el Amor estaba ahí. Yo lo vi con mis propios ojos. Varias veces. Y sé de lo que hablo.
Ver Primera Parte: En el décimo aniversario de la muerte de Julien Green
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