martes, 29 de julio de 2008
Notas para un diario 45
Volviendo a la persona de Cristo (¿la habíamos abandonado en algún momento?, espero que no), ayer descubrí en la librería de los encuentros felices, en un libro mínimo, una cita que me acompañó durante toda la tarde, la noche (que ha sido movidita, la verdad) y lo que llevamos de mañana. Antes de apuntarla, cuento una breve historia. Fernando Inciarte solía citar a un amigo suyo, célebre filósofo/sofista ("El que esté libre…"), ateo or so, que decía que nunca se conformaba, en el análisis de un asunto, antes de verlo a la luz de Cristo. Recuerdo que, cuando Tito me lo contó por primera vez, pensé que esa frase sabia era un reproche, nada sutil, a los que somos cristianos. El alfa y la omega, el camino, la verdad y la vida, quien me ve a mi ve al Padre,… Qué vergüenza por nuestra parte, ¿no?, haber convertido al Cristo vivo en un bla-bla-bla o en un mero cuerpo de doctrina.
La cosa es que me veo ayer, antes del gin-tonic, ojeando un librillo del susodicho filósofo. Conociendo a Fernando, yo sabía que la frase (que en realidad reflejaba un aspecto íntimo de su modo de proceder intelectualmente, algo que por un sentido elemental del pudor jamás habría reconocido directamente a nadie) no podía ser enteramente apócrifa, mais… on ne savait jamais avec le professeur incertain.
Pues, eso, que abro el libro que en realidad contenía una larga entrevista con el mencionado señor ¿filósofo? ¿ateo?, una de esas hecha ad maiorem gloriam suam, y, al final, muy al final, leo esta frase, que viene precedida por una pregunta acerca del cristianismo: "Si llegamos a Cristo, sólo podemos haber llegado al final de nuestra conversación" (Boris Groys, Políticas de la inmortalidad, Katz, 2008, p. 220)
Naturalmente hay muchas maneras de leer esa frase. Ahí van algunas: Cristo como el gran relegado, Cristo last, but not least, Cristo como el gran secante (¡se acabó la parleta!), Cristo como verdad única (no dialéctica), Cristo como horizonte final, Cristo como umbral que una vez alcanzado sólo desborda silencio, Cristo fin, finalidad, telos.
Por mi parte, el volúmen va directo a la maleta de los libros para agosto (algún día hablaré de esa maleta, regalo de Eli).
domingo, 27 de julio de 2008
Notas para un diario 44
Hace un mes me hablaron de una pintora de origen portugués. Lo hizo su hermana, también artista. Cuando llegue a casa, busque aquí y allá y encontré en la red algunas pinturas y esculturas. No quiero hablar mucho de esas imágenes porque en realidad aún no las he tenido delante; ni siquiera sé a ciencia cierta si todo esto ha ocurrido de verdad o tan sólo lo he soñado una de estas noches, mecido por el calor. No obstante se desprendía de ellas una atmósfera de la que me gustaría decir algo: en una primera serie que estaba hilada con la oración de Teresa que llevo desde niño en el pecho, en cada imagen, sobre el fondo de la ecografía de una mujer gestante, una pareja se abraza amorosamente. Aparecen hombre y mujer recostados sobre los millares de cortes fotográficos de las entrañas de la vida. En realidad hay muchos abrazos en toda su pintura. También en las últimas, no demasiado recientes, en las que el seno materno se abre al mundo exterior; para ser más exactos, los que se abrazan se recortan sobre algunos mapas viejos, representaciones inexactas aunque bellas del mundo bello e inexacto. Creo que el abrazo es la idea, o sea la visión esencial de ese sueño. El entrelazamiento, la faiblesse, el sexo, la ternura, el alma, el sueño. Yo, por mi parte, he recordado al Rilke de la Segunda Elegía: "Los amantes podrían, si entendieran esto, hablar extrañamente en el aire de la noche"
Las figuras, blancas, estilizadas, no tienen rostro; apenas aparece esbozado de perfil en una o dos de ellas. Todo permanece hundido en un silencio trascendente (Sais-je qui je suis?). El mundo se cierra, a veces para dar vida del modo más sordo y doloroso. Se abre la mujer (¡cuánto menos el hombre, que abraza con afán de poseer, sobre todo en el espacio de los mapas!) y se abren unas maravillosas ventanas de las que me enamoré a la primera. Unas maderas rotas y recompuestas con lañas (como mi vida), a medio barnizar, abren un interior en el que reposa un ángel. Hace tiempo que no encontraba un sentido tan absoluto de las proporciones: el tamaño de las formas angélicas varía completamente de un cuadro a otro pero siempre es admirable. Como en las estelas áticas, las figuras no reclaman un espectador sino que son ellas los que miran, esperan y acogen (acaso también piden algo: que no robemos la intimidad de nadie e incluso cosas aún más íntimas y difíciles de dar). Como en Tobías o en Jacob. No son victorias, ni putti ni querubines. No tienen alas: su gracia está en la forma tan leve en la que se presentan recostándose. Son una mera presencia. Silencio puro: no cantan, no llevan cirios ni incensarios, no tañen ningún instrumento, apenas se mueven del sitio que les ha sido asignado en la ventana. Qué paciencia tienen. De hecho, parecen algo cansados. Tal vez rezan. Por las víctimas, los pobres, por los que sufren. Por ti. Por mí, que tanta falta me hace, sobre todo desde que he visto esta pintura-recordatorio. ¿O es un sueño? ¿Qué mensaje me traéis, ascéticas imágenes? Decídemelo ya: hay mucha angustia en la espera. "Este mensaje debes esperarlo dormido: no seréis los últimos mensajeros en hacerlo así pues vuestro corazón os sigue sobrepasando como a aquéllos, y ya no podréis ni seguirle con la vista, hasta las imágenes que lo amansen, ni hasta los cuerpos divinos en los que, más grande, se moldée".
jueves, 24 de julio de 2008
Notas para un diario 43
Te mueves con alas de mariposa
encima del agua
No abres tus manos,
tan sólo susurras
No pides nada, sólo esperas
Pongo en tu boca una almendra
Tal vez esté amarga
Te imagino llorando
agarrada a tu almohada
pensando qué has hecho
Un reloj negro marca las horas
en tu alma limpia
Pongo en tu boca una almendra
Tal vez sea amarga
Salimos juntos de viaje
Atravesamos un océano de luz y de hierba
Nos encontramos en la cruceta de Chartres
Te robo un beso
bajo las vidrieras de tus ojos
lunes, 21 de julio de 2008
sábado, 19 de julio de 2008
jueves, 17 de julio de 2008
Notas para un diario 42
Mientras me decías, una noche a las tres de la mañana, que te picaban las plantas de los pies, acribillada como estabas por los mosquitos, yo pensaba también en la cantidad de veces que, en los últimos años, he pedido la gracia del desencantamiento. Sólo una gracia. Te confesé entonces todo aquello que me avergonzaba, hasta lo más soez y humillante, incluido lo que te concernía directamente a ti. No pestañeaste. A cambio me entregaste todo, diciendo cosas que aún no habías dicho a nadie. No lo olvidaré jamás pero, como no podía contestarte directamente, te dije que al ver las esculturas griegas pensaba que algo se había perdido irremisiblemente en el camino. Tú me dijiste que habías comprendido por fin a qué se refería Platón con aquello de que "los enamorados deben entregarse antes a quienes sólo los desean que a quienes los aman de verdad". Me dijiste que te había costado veinte años entenderlo y que siempre, en todo aquel tiempo, se lo habías explicado mal a tus alumnos. "Si alguien no debe tocar a los enamorados es quienes los aman; los demás que hagan lo que quieran". Claro… ¡por fin lo entendía! Sólo entonces comprendí también algo aún más importante. ¿Qué? Pues que Dios trabaja desde dentro en todas las cosas. Valete curae!
(La foto: Fausto Barberini, de la Pinacoteca de Munich)
Notas para un diario 41
martes, 15 de julio de 2008
Viaggio in Italia
May be one of the most beautiful movie scenes ever seen; at least one of my favourites.
For M. also
For M. also
lunes, 14 de julio de 2008
Notas para un diario 40
Esta semana Nada (nada de lo que pueda o quiera decir o contar, nada que no haya sido un profundo desengaño, nada que no lo haya vivido como ashes in the mouth, sal en la herida, nada que no carezca de significado, nada que pueda siquiera intentar comprender, nada que se sitúe de este lado del telón, nada a lo que agarrarme, nada de nada, nadie, nadie, nadie,…)
Para M.
lunes, 7 de julio de 2008
Mística para principiantes de Adam Zagayewksy
El día era apacible, la luz, agradable.
Un alemán en la terraza de la cafetería
tenía un pequeño libro en sus rodillas.
Conseguí ver el título:
Mística para principiantes.
Al instante entendí que las golondrinas,
patrullando las calles de Montepulciano,
con unos silbidos muy penetrantes,
y las apagadas charlas de los tímidos
viajeros de Europa del Este, llamada Central,
y las garcetas que estaban (¿ayer? ¿anteayer?)
como monjas en los campos de arroz,
y el ocaso, lento y sistemático,
borrando los contornos de las casas medievales,
y los olivos en las pequeñas colinas,
a merced de los vientos y los incendios,
y la cabeza de la Princesa desconocida
que vi y admiré en el Louvre,
y los vitrales de las iglesias como alas
de mariposa embadurnadas de polen,
el pequeño ruiseñor que ensayaba su recital
justo al lado de la autopista,
y los viajes, todos los viajes,
eran sólo mística para principiantes,
un curso inicial, una introducción
para el examen que quedó aplazado
para más adelante.
domingo, 6 de julio de 2008
Notas para un diario 39
Tercera conversación frente a un gin-tonic
-Hola. Hacía tiempo que no hablábamos.
-Pues sí, la verdad. No lo echaba de menos.
-¿Hace falta ser tan cruel?
-Y, ¿qué tal te está yendo últimamente?
-Increíblemente mal.
-Ya estamos.
-Desde hacía tiempo que pensaba que ya nada podía empeorar, pero me he equivovado de medio a medio.
-Te advierto que están empezando a sonar violines. Venga… cuéntame algo interesante. Te conozco.
-Te voy a contar un sueño. No de anoche sino de la noche anterior a la de anoche.
-Adelante, te escucho. Para que digas que no te aprecio.
-Gracias. El sueño es el siguiente. Estoy en una pequeña ciudad junto a un lago. Creo que estoy de paso, visitando a una persona en un asilo. No consigo reconocer a nadie. Ni a la persona en cuestión, ni a mi madre que me acompaña, ni siquiera a mí mismo. Tengo una sensación espantosa. Físicamente. Estoy en un pasillo fumando. De repente me falta el aire y tengo que salir a escape. Me tambaleo. Pierdo el equilibrio y tengo que apoyarme en el muro exterior del mortuorio. Estoy desorientado y confuso y empiezo a subir por una calle angosta, no sé hacia donde.
-Si lo que querías era asustarme, no lo estás consiguiendo.
-Te estoy diciendo la pura verdad. No te rías de mí, aunque sé que te parezco patético.
-No te pases, que sabes que es broma.
-Bueno, ¿sigo o no?
-Por favor.
-Ese tono me gusta más. Bueeeeeeno, pues eso: que me encamino no sé adónde por una calle estrecha que asciende entre los gruesos muros de las casas hacia el centro de un pueblo. Lo peor es que tenía que conocer el camino. Había pasado por allí mil veces. De niño. Lo sabía. No me preguntes porqué pero lo sabía. Sin embargo no sé hacia donde voy. A mi confusión y malestar físico, se añade ahora una intensa angustia. No veo nada. No recuerdo nada. No sé quién soy. Las cosas que tengo delante es como si no las viera. ¿Sabes a lo que me refiero?
-Creo que los psiquiatras le llaman a eso desrealización.
-¿Por qué sabes tú eso?
-Y a ti qué te importa…
-Noto cierta tensión, y no me refiero a lo de siempre. Ya te he dicho otras veces que da gusto hablar con gente culta.
-Y ahora, ¿quién se ríe de quién?
-No me río en absoluto pero tengo que reconocer que siempre me sorprendes.
-Sigue con tu relato, por favor.
-Pues eso, que estoy completamente perdido en medio de un lugar que debería conocer pero que no reconozco en absoluto. Sigo caminando por ese dédalo de callejuelas y no consigo nunca encontrar el camino hacia el centro.
-Y ¿qué haces?
-Sufrir como un desconsolado. Buscar una salida, sin ningún éxito. Bueno, miento: sólo tengo un punto de referencia: la torre de la iglesia de Santa María.
-¿De verdad que es un sueño?
-Por supuesto, ¿por qué?
-Me parece más bien un alegoría…
-No lo había pensado, pero…, pues, sí, puede que también lo sea. Lo único que te puedo prometer es que lo he soñado anoche.
-¿Anoche?
-No, la noche de antes de anoche.
-Vaya.
-No te lo crees.
-Por supuesto que sí. ¿No lo parece?
-Sí lo parece. Eso es lo que me preocupa de ti, que las cosas parecen…
-Ahora soy yo la que me he perdido.
-Sólo quería decir que no entiendo bien que significa todo esto.
-A qué todo te refieres.
-Ya lo sabes.
-No estoy segura.
-Me refiero a nuestra amistad.
-Y qué es lo que no entiendes.
-No entiendo nada. No le veo sentido.
-Deja que las cosas sigan su curso.
-Pero eso no vale para nosotros.
-¿Por qué?
-Porque nosotros damos el curso a las cosas.
-No te lo crees ni tú.
-La verdad es que no. Pero deberíamos hacerlo.
-Pues hazlo.
-No tengo fuerzas para eso.
-Yo tampoco.
-Ya estamos otra vez en el mismo lugar.
-Exacto.
-Exxxacccto.
Notas para un diario 38
La foto de mi perfil forma parte de una imagen más amplia, en la que salimos toda la clase del colegio madrileño en el que estudié. La foto está tomada en la primavera del último curso, de C.O.U. Acabamos de festejar precisamente los XXV años de nuestra promoción (o sea que terminamos en mayo-junio del 1983). Por una de esas afinidades electivas en la que no sé si habría caído en su momento, me tocó sentarme al lado de mi amigo Enrique. Creo que puedo seguir afirmando, un cuarto siglo más tarde, que se trata sin lugar a dudas de mi mejor amigo, seguramente el gran amigo que uno tiene una vez en la vida. En otra foto de éstas que he guardado, la que nos hicieron en Saint Edmund´s College, en el condado de Hertsforshire, con apenas doce años, compruebo que estoy al lado de otro gran amigo, Michael Wight, una persona maravillosa nacida en Cayman Islands. Esa amistad fue de muy distinto tipo pero todavía conservo en mi corazón su intenso calor; pienso que seguramente la posición frente al fotógrafo no fuese en ninguno de los dos casos tan aleatoria.
Conocí a Enrique, precisamente a la vuelta de Inglaterra. Lo primero que supe de él es que provenía del Ampurdán (un espacio mágico para mí: ahí han nacido dos de las personas que más quiero in the entire world, y curiosamente se parecen mucho entre sí). Creo recordar que no sintonizamos a la primera, pero cuando lo hicimos la cosa fue muy a fondo. Su madre, mujer sabia, solía decirle a la mía que le admiraba la compenetración que teníamos los dos. Salvo en que compartimos el mismo sentido de la vida, somos distintos en casi todo, pero en efecto la mutua simpatía y admiración era total: esa comprensión abría entre nosotros un enorme espacio. Nunca nos hizo falta una cercanía física, ni un exceso de trato. Sencillamente estábamos unidos, donde quiera que cada uno se encontrase en cada momento. Se casó con una mujer a la que quiero especialmente, y sé que a él le ocurre otro tanto con la mía. Llevamos un lapso de tiempo sin vernos pero no hay un sólo día en el que no piense en él una o varias veces, siempre con el mismo afecto. Y es que el respeto ha sido la nota de nuestra amistad. Nunca hemos chocado en nada porque hemos protegido mutuamente la libertad del otro. Frente a todo y a todos. Una maravilla que no acabo de comprender ni de explicarme.
Siempre admiré a Enrique: no era el alumno más aplicado de la clase, pero era la personalidad más rica. Una profundidad de pensamiento que los demás (yo el primero) no rozábamos. Una intuición portentosa. Mucha información y un equilibrio interior del que siempre he buscado contagiarme. Me he reído con Enrique como no lo he hecho con nadie, con frecuencia ante el asombro de terceros, cosa que se explica por la empatía a la que me refería antes, y hay que añadir que con frecuencia nos reíamos el uno del otro. Pero sobre todo lo anterior destacaban algunas virtudes morales como la elegancia y la generosidad, la bondad en una palabra. Podría contar muchas cosas de su vida pero no lo voy a hacer aquí porque no quiero molestarle (y sé que sin duda lo haría).
Pues en efecto se celebró el aniversario de la promoción del colegio y ni Enrique (creo) ni yo asistimos. Como pensé que él no iba a ir, yo también me quedé en casa. Al fin y al cabo era a él a quien hubiera querido ver. Antes he dicho que éramos muy distintos, salvo en lo que se refiere al sentido de la vida: los dos somos muy independientes. Odiamos las formas. El lujo y lo vulgar. El trato puramente social. Lo aparente y lo colectivo, lo extra-ordinario y lo que se da por supuesto. También coincidimos en no necesitar nada más que un afecto verdadero para sentirnos extraña y plenamente "realizados".
Desconozco las razones por la que Enrique (en el caso de que así haya sido) no fue a esa cita. Quizás se trataba de motivos puramente circunstanciales. Quizás pasó por su cabeza algo que yo he pensado estos días. Ese aniversario a fecha fija no tenía mucho sentido en nuestro caso. El verdadero aniversario tuvo lugar el año anterior, y acaso fuimos pocos los que lo celebramos. Me explico: aquel último año de colegio fue para nosotros un año muerto. Nosotros vivimos realmente, con esa despreocupación y languidez que se experimenta una sola vez en la existencia, durante el año anterior. En unos pocos meses experimentamos algunas de las cosas mejores de la vida: la inocencia, la entrega incondicional, la pasión intelectual y el descubrimiento del amor. Estoy seguro de que mi amigo Enrique sabe muy bien de lo que hablo.
viernes, 4 de julio de 2008
Notas para un diario 37
Ray había pasado la noche vomitando. Ni un solo momento de tregua. A las dos de la madrugada le dijo a T. que le dejara, que se fuera a dormir a la sala. Quedarse solo le alivió durante un tiempo, pero después volvieron las arcadas, el dolor y los vómitos. Había decidido no tomar más pastillas. No le hacían nada. Se había sorprendido últimamente por tener una capacidad de decisión que tanto le había faltado en la vida. Ahora había cosas que no estaba dispuesto a dejar pasar. Él sabía mejor que nadie lo que le aliviaba. Y no era precisamente el caso de las pastillas.
Eran ya las cuatro. Hacía calor en Port Angels. Se revolvió una vez más entre las sábanas y dejó una pierna al descubierto. La vio tan flaca que no pudo sino pensar en los cientos de veces en que había lamentado su gordura. Era de esas cosas que a lo largo de la vida le habían puesto de mal humor. Y ahora estaba ahí su pierna raquítica y sin pelos.
Una brisa fresca entraba por la ventana. El visillo dejaba pasar la luz azul de un farol de la calle. Desde que llegaron del viaje, dos semanas atrás, cada noche había sido peor. A lo mejor era un castigo; en el viaje a Reno habían cruzado la última frontera. “En el fondo, sigo igual que siempre, con los mismos pensamientos lúgubres”, pensó. Todos creían que lo de Reno había sido idea de T. Otra vuelta de tuerca para asegurarse la herencia. La gente habla. En estos momentos, aquello era lo de menos. Su abuelo decía que lo más difícil era que a uno le dejaran morir tranquilo. Desde la boda había comprobado la crueldad de la gente.
Había sido idea suya. Un último homenaje a Chéjov, algo como lo del champan descorchado in extremis en Badenweiler. Un canto de cisne pero lanzado a la vida. No se conformaba con un sencillo gesto como aquél. Quería algo grande. Algo que contradijera lo que había sido su vida. Un símbolo. Y qué mejor símbolo que una boda. Con una ceremonia “lujosa y hortera” le había dicho a T. Por eso se habían vestido de blanco: ella con un vestido de 1000 dólares y él con un traje estilo Elvis.
Alguien les había hablado de la Heart of Reno Chapel. En la agencia les garantizaron el servicio más completo. Incluía el discurso nupcial del famoso reverendo Dog. Se había encargado personalmente de contratarlo todo. En esto no se fiaba de T., siempre tan prudente a la hora de gastar el dinero.
Apenas conservaba imágenes de la semana en Reno. Recordaba vagamente aquel falso sermón y la cena de ocho platos en el Gran Hotel de Reno. Apenas nada, si exceptuamos la euforia que había sentido nada más bajar del avión y, por supuesto, la conversación con T. la víspera de la boda, cuando ésta se empeñó en que le contara por enésima vez el episodio de la lavandería. Era la hora de la siesta. Llevaban allí dos días, jugando en el casino, haciendo tiempo, comprando la ropa para el casorio. Ray estaba eufórico esos días. Le había repetido a T. que aquello era algo grande, algo épico. “Estamos haciendo historia”, llegó a decirle. Por eso le extraño aún más la reacción de T. La obsesión con el pasado, cuando él sólo estaba interesado en el presente, y ni siquiera demasiado. Pero tal vez a pesar de todo T. se había sentido sola. O no reconocía a su amante en aquel estado de desinhibición. Quizás temía que le diese por beber o, simplemente, presentía su muerte.
Sea como fuere llegó hasta su cama en plena siesta y le pidió que le contara lo de la lavandería. En realidad quería saber una cosa: ¿por qué, a pesar de sus muchos ruegos en contra, tuvo que publicarlo? ¿por qué le había desoído? En efecto ella le había pedido que no lo publicara. Sin saber porqué, aquel escrito insignificante, le hacía daño. Tampoco él entendía que pudiera esconderse detrás de esas pobres líneas.
A estas alturas, el lector estará deseoso de conocer el relato en cuestión. Como es un poco largo, vamos a resumirlo. Carver lo escribió o tal vez sería más preciso decir lo publicó a la altura de 1982, aunque naturalmente el suceso se remonta mucho tiempo atrás, en concreto a los primeros años de matrimonio de Ray. Curiosamente el texto trata sobre influencias literarias. Alguien le había pedido que describiera su formación como escritor. Sus influencias literarias, en concreto.
Pero Carver comienza diciendo que no sabe nada de influencias literarias. Así, como suena. Sobre la influencia de la literatura en su vida no tenía nada qué decir. Nada de presuntuosas afirmaciones estilo “Doblatov cambió mi vida” o “entonces fue cuando aprendí chino antiguo para leer a Tao Han”. Lo cierto es que Carver tenía mala memoria y no recordaba nada sustancioso en ese aspecto. Tampoco recordaba apenas nada de su infancia. Pobre Freud. Sus recuerdos comenzaban con su matrimonio y con el nacimiento de sus hijos. Entonces cuenta la historia de lavandería.
Vivían en Iowa City. Ray y su mujer eran pobres y tenían dos hijos. Mantenían sus sueños y grandes planes y trabajan a destajo en lo que salía. Era sábado por la tarde. Su mujer hacía el turno en el bar de la universidad y Ray permanecía al cuidado de los niños. Los había dejado en un cumpleaños y aprovechaba el rato haciendo la colada en una lavandería. Estaba llena de gente y no era sencillo hacerse con las dichosas máquinas. O las lavadoras no funcionaban, o carecía de las monedas necesarias, o al fin las secadoras estaban ocupadas. Se hacía tarde. Tenía que recoger a los niños que a estas alturas se habrían quedado sólos con los dueños de la casa. Abatido, tan sólo pensaba en volver a casa, acostar a los niños y ponerse a beber. Entonces, tras unos momentos de intensa desesperación y angustia, cuando sentía como nunca el enorme peso de la vida, tuvo una visión.
Carver había interrumpido llorando la escritura de aquel breve ensayo. Las lágrimas no le dejaban ver nada. Aquello puso a T. sobre la pista de que se trataba de algo grande. Algo de lo que no obstante se sentía excluida.
Aquella tarde en Reno volvió sobre el viejo tema. Pero Ray estaba cansado y la verdad es que en un primer momento ni le contestó. Él había cambiado; no quería volver sobre aquello, y menos en Reno. Ahora no creía en nada y en cambio era feliz. Todo había quedado atrás, olvidado como el whisky. De hecho era la misma clase de material de distracción. Otra adormidera. Ahora quería concentrarse en la boda con T., apurar este último y postrero bouquet que se le ofrecía.
Estrechó a T. contra sí con ternura y comprobó que estaba temblando. De forma natural le pasó a él su miedo. Por un momento, pensó que se le hundía el mundo bajo los pies. T. seguía llorando a su lado hasta que por fin se quedó dormida. Con un esfuerzo sobrehumano –aquel dolor permanente en el pecho le estaba matando- se incorporó sin hacer ruido y llamó a la recepción. Encargó para esa noche una limusina blanca y reservó mesa para dos en el Gran Casino. Jugarían de lo lindo a la ruleta. T. adoraba la ruleta.
Entonces sacó de una carpeta dos hojas con el sello del hotel y se dispuso a escribir un poema. Era un poema triste. Hablaba de la soledad de T. cuando él hubiera muerto. “Dormir y olvidarlo todo durante unas cuantas horas”, era el primer verso. Lo escribió de un tirón sin rectificar nada. Lo releyó y le gustaba. “Irresistible como la marea” era su título. Se lo daría a T. durante la cena. Ella adoraba esa clase de regalos.
Dos horas más tarde esperaban la limousine en el hall del hotel. Permanecían en silencio, cogidos de la mano. Carver conocía demasiado bien a su mujer y sabía que antes o después volvería sobre el episodio de la lavandería. Estaba preparado para ello. Había metido el poema en el bolsillo.
El chófer llegó por fin. Bajó y les abrió ceremoniosamente la puerta trasera. Se acomodaron uno enfrente del otro. En Reno resulta absurdo pedir un coche. Pocos minutos después la limousine se detenía frente a la entrada del casino.
Se dirigieron directamente a la ruleta. Apostaron fuerte. Ganaron. Estaban en racha. Era un buen presagio. Pagarían la cena y el coche y aún les sobraba buen dinero. T. hizo aquellos cálculos con rapidez. Por un instante se disiparon todos los temores, pero T. sabía qué falsa era la seguridad del dinero.
Cenaron bien, sin prisa, sin sobresaltos. Hablaron del libro que entre los dos estaban componiendo. Un libro con poemas de Ray intercalados con fragmentos de otros escritores. Chejov, sobre todo, y Tranströmer. Un viático para aquellos días de enfermedad de Ray. Fue entonces cuando alargó la mano y sacó el poema del bolsillo. T. insistió en leerlo en bajo. Ese silencio aterraba a Carver. Por eso dijo: “No sé si funciona”.
Por fin T. elevó la vista sobre el papel y sonrío. No había entendido nada. Sabía que el poema hablaba de ella pero le pareció algo confuso. Como una suave niebla de verano. Como la enfermedad y la muerte. No pensó en el libro que estaban componiendo. Era un desahogo, un poema malogrado. Por alguna razón oscura lo asoció con la lavandería. Después de todo, no quería volver sobre eso. Volvió a mirar a Ray con ternura. “Sí funciona”, dijo. “Lo has logrado”. Carver le repitió que estaban haciendo historia.
No era el dolor. Era el recuerdo vago de Reno lo que le impedía conciliar el sueño. Los recuerdos queridos le había traído otra noche de insomnio en Port Angels. Raymond Carver vivió otras tres semanas. Nunca más habló con T. de la lavandería de Iowa City. Nunca más habló con nadie de aquella visión y de lo que entonces se le reveló sobre la vida.
(Mi relato ha aparecido en el número 27 de la revista Sibila, de abril de 2008)
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