sábado, 29 de mayo de 2010

Two Lovers

Un amigo, con quien desayunaba el pasado jueves en el hotel La Perla, me aconsejó que fuese al cine, a ver Two Lovers. Aprecio su criterio, de manera que no lo dudé; anoche Paula y yo vimos la película. Además, mi amigo me había puesto delante un reto, uno de esos que me estimulan intelectualmente. Simplificando mucho, me dijo: mira, creo que te gustará, se trata de un tipo que tiene que elegir entre dos amores, entre dos formas de amor, y me gustaría que cuando la veas me digas que hubieses hecho tú en su lugar. ¡Un ejercicio de comparatismo! Genial: creo que por naturaleza y por profesión soy un comparatista, así que no sólo lo haré, le respondí, sino que procuraré darte las razones de mi elección.
La peli me gustó. En efecto, un tipo (Joaquin Phoenix), personaje frágil, entrañable y un tanto desequilibrado (padece un trastorno bipolar, que se le manifestó a causa de un desengaño amoroso previo, y que le ha llevado varias veces al borde del suicidio), judío, vive y trabaja con sus padres en Nueva York, sobrevive anímicamente como puede, tomando o dejando de tomar el litio. Sus padres, amorosos, se preocupan por él. Últimamente se diría que el Cielo ha acudido en ayuda de la familia: planean una fusión de su modesto negocio con el de otra familia, amiga, judía también, que, para plena satisfacción, tiene una hija, Sandra, bella y adorable, soltera y de la misma edad del protagonista. Se conocen, ella se enamora, él la aprecia, intiman, se acuesta con ella y llega incluso a considerarla "su novia". Los padres exultan de gozo. También es un modo de asegurar la vida de su hijo enfermo. No obstante, en secreto, la madre del chico tiembla: le conoce bien y sabe que, en el fondo, todo es demasiado perfecto, demasiado legal y aparente para un alma que anhela la verdad, lo auténtico, lo que no puede ser manoseado; creo que la película insinúa que la madre sabe que es un artista. Simultáneamente, el personaje se topa, en la escalera de la casa paterna, con una nueva vecina: Michelle/Gwyneth Paltrow. Phoenix se enamora locamente. La observa desde su ventana, la busca en todo, no sólo pretende vivir con ella sino, como decía Goethe, desde el primer instante vive en ella. El amor de la novia judía palidece a la luz, ¿tenebrosa?, de un amor absoluto. En lo que termina siendo una cadena de amores imposibles, Michelle ama a un hombre casado, un tipejo que juega con ella, que le promete lo imposible y que la cosifica de un modo infantil y cruel. Por un instante, en plena crisis, Phoenix casi logra desencantar a Michelle: en sus horas más bajas, le convence de que ponga fin a la relación adúltera y destructiva, y le pide que huya con él, que inicien juntos una vita nuova. Dejo aquí el relato, convencido de que resulta preferible ver una película sin que un gracioso nos la haya destripado previamente.
Me metí de lleno en la historia. La narración es lo suficientemente morosa como para irla contemplando a la vez que uno piensa en muchas cosas, en planteos intelectuales pero también, antes incluso, en la propia experiencia de la vida, que a la altura de los cuarenta y cinco viene siendo ya bastante iluminadora y significativa.
Confieso que, inicialmente, no entendí siquiera en qué consistía el reto amistoso que me habían lanzado. La cosa parecía presentarse de un modo simple y convencional: Phoenix ama a Michelle y no a su novia judía. Michelle ama a su amante casado, y Sandra le ama a él. Ninguno es correspondido. A eso me refería con la cadena de amores imposibles y frustrados, aunque se pueden establecer notorias diferencias entre unos y otros enamoramientos. Sin duda, el más radical, el más pasional e incondicionado es el que Phoenix siente por su diosa. Es exactamente eso que Salinas llamaba un amor en vilo. Pero conozco la sutileza de mi amigo como para predisponerme a dar más de una vuelta al asunto. ¿Se puede realmente negar que Phoenix, a la vez que adora a Michelle, ama también a Sandra? De hecho tienen sexo, y del bueno. ¿No será, además, un amor, el que ambos sienten, más idóneo para asentar un futuro familiar? ¿No vale un amor la medida en la que de verdad somos amados y correspondidos? Creo que, en lo que al fondo se refiere, la película deja las cosas abiertas. Phoenix y Sandra pertenecen a una misma clase social, a una misma tradición cultural y religiosa. Casarse con Sandra es casarse con la Ley. Michelle, en cambio, es inalcanzable, tenebrosa, fugaz, representa una libertad y un ansia de absoluto que casan mal, valga la expresión, con las obligaciones y las responsabilidades contractuales derivadas de la figura matrimonial. Por tanto, claro que hay tema para pensar, para hablar, para examinarse.
No obstante, mientras veía la película, y después, ya en la cama, sentí lástima por todos los Phoenix que en el mundo han sido. Me los imaginé, insomnes, con la vida íntimamente arruinada, sin ilusión, anhelando siempre aquello que Paul Claudel formulara en un famoso épodo de sus Cinq Odes: "J´entends mon antique soeur des ténèbres/qui remonte une autre fois vers moi./L´épouse nocturne qui revient une autre fois vers moi sans mot dire./Une autre fois vers moi, avec mon coeur, comme un repas qu´on se partage dans les ténèbres".

miércoles, 26 de mayo de 2010

sábado, 22 de mayo de 2010

Viena, Austria

Para Lourdes y Andrew, con profundo agradecimiento.

"Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo". Me fui a Viena, a las pocas horas de correr la media-marathon de San Sebastián. Me fui obsesionado con esa frase con la que comienza Anna Karénina. La verdad es que no tengo ni idea de por qué me taladraban la mente esas palabras, leídas y meditadas mil veces, pero así era. Creo que tiene que ver con una obsesión por la verdad, por la autenticidad, que me ha rondado siempre. ¿Qué es, si no, la escritura? Dar vueltas a la muralla de Jericó, durante seis días, en silencio, para, al séptimo, tocar la trompeta y esperar a que los muros se derrumben, de una vez y para siempre. He transcrito la versión que mi amigo Víctor Gallego acaba de publicar en Alba (2010). El original ruso repite la palabra "desgraciada", de modo que una traducción literal, que él ha preferido evitar, rezaría así: "Todas las familias felices se parecen una a otra, cada familia desgraciada es desgraciada a su manera". Yo, que no soy traductor, lo hubiera dejado de ese modo: me parece un acierto (menuda palabra, después de la frase de marras) el que se repita la palabra "desgraciada", y no la palabra "felices". Al fin y al cabo, esta forma apuntaría a la idea de fondo: felicidad (una), desgracia (varias). Pero, bueno, ¿a quién le importa esta cuestión de la felicidad y la desgracia íntimas, familiares? A mí, por ejemplo. ¿Hasta qué punto pensaba Tolstói en la frase de Aristóteles según la cual hay muchas maneras de errar y una sola de dar en el clavo? Esto será o no así en el plano ético, ¿y en el estético? El arte no tiene que ver con el mito, sino con los mitos, en plural; con lo múltiple y lo diverso. En el plano espiritual, el mal es la división, pero una cosa es no provocar la división y otra no ser capaz de realizar distinción alguna. La inteligencia se ocupa de distinguir las cosas, pero qué fácilmente, al intentar ver claro en la propia vida, al comparar con el fin de elegir, producimos ese "parto montruoso" que es el error moral, la equivocación que nos conforma y que se proyecta más allá de nuestro ser, sobre todo aquello que no controlamos y sobre aquello que nos trasciende.
Llegué a Viena atenazado con estos pensamientos. No hay mejor lugar en el mundo para plantearse el problema de la felicidad psicológica. ¿De qué, si no, hablan las novelas de Schnitzler o Zweig, los ensayos de Adler o Freud, los cuadros de Schiele y de Klimt? A mí me fascinan esas obras, cada vez más, y no tardé mucho en plantarme delante de ellas. Cuando subía por los jardines del Belveredere, seguía pensando en el laberinto de la intimidad. Quizás influyera el hecho de haber tomado café y charlado durante dos horas con el poeta Carlos Ortega. Le llamé nada más llegar. Apenas nos conocíamos personalmente, pero yo lo admiro desde que leí, hace muchos años, su traducción de Las ensoñaciones de un paseante solitario de Rousseau. Se lo dije, en cuanto pude: lo mucho que me había aportado su trabajo. Hablamos de la obsesión del ginebrino por la felicidad, y por la verdad sobre sí mismo. Sobre la búsqueda de la transparencia y los obstáculos que nos impiden mostrar lo que somos y lo que llevamos por dentro. Coincidimos en que era eso lo que nos lo hacía tan cercano. Cuando me encaminaba hacia el Upper Belvedere, al ver todo aquel esplendor, se me hizo patente la dimensión política e histórica del asunto. ¿Qué tipo de sociedad había podido hacer aquel despliegue de armonía y sentido estético? ¿qué clase de valores se encarnan en un palacio en el que los establos eran de mármol? ¿qué príncipe dedica ese lujo a su yeguada, manteniendo al pueblo en el subdesarrollo? ¿en el nombre de qué Dios se vivía así en la monarquía que se enfrentó políticamente con la modernidad representada por la Revolución francesa?
Me fascinan los desnudos de Egon Schiele, esa voluntad de expresar cruda (y bellamente) las exigencias psíquicas del cuerpo (se trata de eso más bien que de su contrario). Hay algunos cuadros increíblemente auténticos. Sexualmente hablando. En esas imágenes, el límite entre cuerpo y mente es mínimo, inexistente e invisible. Me interesa eso. El terreno de "nuestra vida". No obstante, esta vez, me quedé mucho más rato delante de un pequeño paisaje. Cuidad ante el Danubio, creo que se llama (en la foto). Es pequeño. El río es de un azul intenso, casi negro. La ciudad del hombre está circundada por esas aguas profundas, y se amolda a ellas sin saberlo. Como nuestro ser ante las corrientes de éros y thánatos.
La gente apenas sonríe en Viena. Los rostros, magiares, eslavos, panónicos, reflejan una tristeza lacerante. ¿Y nosotros? ¿Acaso estamos mejor? A mí me gustaría pensar que sí, pero no quiero engañarme demasiado. Las cosas no pueden ni deben darse nunca por supuestas. Y menos que nada puede darse por supuesta la felicidad propia y la de aquellos que conviven con nostros, aquellos que hemos elegido para pasar por la vida de la mano. Nos ronda la enfermedad, en todas sus formas. Pasan los años y seguimos en el mismo punto muerto. Sin ilusión, nos atenaza la falta de libertad interior. La falta de admiración y de respeto mutuo. Nos alejamos de la persuasión… ¡Habla por ti! Sí, claro, hablo por mí. Y por ti.
¿Y qué es la persuasión? "Lo contrario de la retórica, de la pereza, del acostumbramiento. Vivir, sentir, escribir la verdad, estar como el primer día." ¿Eso quieres? "Claro que sí". Pues madura, por favor "Si eso es madurar, si me dices que no es posible vivir persuadido, yo no tengo ninguna intención de hacerlo"

sábado, 15 de mayo de 2010

Auto-Bio-Grafía

Desde que tengo recuerdos, desde las primeras imágenes impresas en mi mente, encuentro atisbos de la actividad de escritura. He escrito desde el primer momento, he escrito siempre, y, seguramente, de las últimas cosas que haga en esta vida sea escribir. Por macabro que te parezca, me imagino perfectamente la escena (otros lo han hecho, y se ha cumplido a la letra la imagen de como sería su muerte propia, i.e. Robert Walser durmiéndose en la dulce nieve, en pleno último paseo): pocas horas antes, yo (te) pediré un cuaderno, un lápiz, mi pluma (de la que no me separo desde hace más de treinta años) y garabatearé algo, probablemente algo incomprensible y sin sentido aparente, con una letra pequeña y nerviosa, algo que hable de ti, de todo lo que fue esta locura de vida, quizás te pida perdón, quizás me arrepienta (¿de no haber dado mejor ejemplo? ¿de haber mostrado que soy demasiado humano? ¿quién sabe?), quizás simplemente te diga que te espero (purgando) del otro lado, ese será mi testamento, sólo eso, nada más importará (ni me importa ya, de hecho). Después pasará un rato. En mi final, encontraré mi principio, te encontraré a ti, y quizás mi escritura. Me he pasado la vida escribiendo. Lo he escrito todo. Comencé en serio en Inglaterra. Recuerdo tardes enteras en la sala de estudio mal iluminada y peor ventilada. Tengo dentro el olor del papel, de la tinta, de la madera y de la verdura hervida que nos esperaba tibia en el comedor. Los demás estudiaban o perdían el tiempo. Yo lo atesoraba en forma de letras y líneas. Ya estaba completamente persuadido de su valor infinito. No obstante, no guardo nada (ni una brizna de diario, ni una carta) de esa época. Y qué dramas, heróicos, qué tragedias, qué comedias románticas contenía todo aquello. Creo recordar que un día, en una crisis sentimental, hacia los quince años, lo destruí todo (y no sabes cuánto me gustaría recuperarlo y bucear en esa fuente claraturbia).
Lo primero que guardo es de un poco después. Conservo un diario, escrito día a día, sin faltar casi ni uno solo, desde que tenía diecisiete años. Cientos de páginas que algún día transcribiré. De hecho, conservo diarios de varios tipos. Un cuaderno negro, con lo peor (o lo mejor, de nuevo no sabría juzgar, es en el que he escrito la verdad desnuda), cuadernos de lectura, cuadernos de viaje, cuadernos con notas de trabajo, con pensamientos más o menos formulados, con poesías (siempre de amor). Hace un año comencé uno con los lugares de Navarra por los que paseaba con Alvarete. Describía el lugar, nuestras conversaciones, el tiempo que hacía, nuestro estado de ánimo. Hace tres meses, comencé otro con los días del entrenamiento para la media marathon. Quizás algún día lo convierta en una novela-río o mar. ¿Un hombre-pluma? Por supuesto que sí.
Y estas notasparaundiario. Otro ejercicio más. Otra dura ascésis. Un intento de mostrarme como soy, para ver si así me reconozco. Han evolucionado bastante. Al principio eran más automáticas y telegráficas, como lo es el original del meister Pla, del que toman el título y en el que me inspiré inicialmente. Eran sólo unas frases yuxtapuetas a otras, unidas no por la sintaxis sino por el fondo y las reiteraciones a partir de las que se construían. Ahora las elaboro más. Las conformo primero en mi mente. Me gusta más así, escribir con la mente, más que con la mano o con los ojos. No es lo mismo. En absoluto. Todo depende de lo que uno se deje ir; una escritura es más materialista que otra. Seguro que lo has experimentado, pero quizás no tengas conciencia de ello. Para tener ese feeling, hay que haber pasado muchas hora escribiendo. Sólo entonces, sólo entonces se oyen cosas que de otro modo pasan totalmente desapercibidas al resto. Un misterio grande. Claro.
P.S. He encontrado esta casa en internet. Se la hizo un escritor con sus propias manos. ¡Qué chulada! Alguna vez yo también he fantaseado, pensando que era Wittgenstein, en hacerme una cabaña para mí solo en los bosques de Noruega. Pero no, no lo soy, para bien y para mal. Soy un tipo muy normal, que si no escribe estalla. Eso no tiene nada que ver con la calidad de la escritura, y mucho menos con el éxito de la misma. Algo que, por cierto, me deja totalmente frío. Lo mío es otra cosa. Una práctica existencial, por muy pedante que suene no se me ocurre otro modo de decirlo. Y no necesito cabaña. Me basta y me sobra con una mesa en una terraza, en una biblioteca pública, en un banco en un parque o en cualquier rincón de mi casa (después de veinte años no he conseguido tener ni un despacho, escribo féliz en un comedor a medio poner). Creo que a mí me pasará como a Severo Sarduy, que el día que ordene mis cosas, mi biblioteca, mi despacho, mi alma, ese día voy y la casco (qué pesadito estás con ese pensamiento de muerte). En cambio, sin ti, sin tenerte en mi horizonte vital, no podría escribir una sola línea. Qué contradictorio, ¿no? ¿No éramos inconciliables el poema y yo? Pues sí, pero es que la contradicción es el principio, el medio y el final de mi escritura: el entrecruzamiento, el malentendido, la cruz.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Tierra de Angeles

Anoche vi una película sueca, candidata al Oscar a la mejor película extranjera (2005), que se titula En tierra de ángeles. La traducción del sueco, creo, sería literalmente Así en la tierra como en el cielo. Y cuánto mejor refleja esta fórmula el contenido de la cinta. Un director de orquesta, de fama internacional, sufre un colapso en plena actuación musical. Su corazón se ha debilitado, y decide renunciar a su carrera de éxito. No le importa demasiado. Al contrario: está harto de vivir la música de un modo, competitivo y elitista, que no concuerda con sus más íntimos sentimientos. Anhela una música interior, del corazón, una música liberadora y libre. Decide retornar al norte, al pequeño pueblo en el que creció. A pesar de que no tuvo una infancia feliz (huérfano de padre, inadaptado en el colegio), escoge ese lugar para recuperarse. "He venido a escuchar", le dice al pastor del pueblo, cuando se encuentran a su llegada. Un buen día decide pasarse por la Iglesia, y entrar, en plena actuación del coro parroquial. Uno de tantos coros como hay en el mundo, cargado de buenas intenciones. Le piden que lo dirija y, sin gran entusiasmo por su parte, decide hacerlo. Se da cuenta de que la música, en realidad, ha sido creada para todos, para la gente normal y corriente. Al menos, la música tal y como él la concibe. Lo que empieza siendo casi una casualidad, acaba por convertirse en una experiencia extraordinaria (religiosa, en el fondo). El coro se convierte en una familia, unida por lazos invisibles, irrompibles, espirituales. Los lazos del amor, del perdón, de la comprensión mutua, de la solidaridad profunda. Los cantantes se abren al resto, y lo que es más importante y difícil, se abren a sí mismos. El coro, y cada uno de sus componentes, adquieren vida propia. Nadie es excluido. Sólo aquellos que con su intolerancia prefieren quedarse fuera, prefieren afirmar su propia imagen, vivir del prejuicio y la sospecha, juzgar al resto. De entre las muchas verdades teológicas que se entrelazan en esta bella historia, me quedo sobre todo con la que refleja su título original. Así en la tierra como en el cielo. O sea, que entre la tierra y el cielo hay un vínculo más estrecho de lo que a veces pensamos. Lo que es bueno aquí, allí es bendecido. Y a la inversa. El reino de Dios está entre nosotros. No lo malbaratemos con una visión estrecha y raquítica.

sábado, 8 de mayo de 2010

Notas para un diario 161

"Quieeeeeeeeeeeero ser/ una palabra/serena y clara". Pues, qué quieres que te diga: a mí me encanta esa canción de Amaia Montero, sobre todo ese "Quiero saber que dormiré/a la verita tuya". Me gusta esa palabra. Vera. Orilla. "En las orillas vellosas de tu cabellera" de las que hablaba nuestro querido Beau-de-l´aire. "Que no se escribe así". Y, ¡qué mas da! Y vuelta: "Quiero creer/quiero saber/que dormiré a la verita tuya". Ay… una palabra, serena y clara, eso querría tener yo para ti, una palabra conseguida, pura, la genciana amarilla y azul. Estamos aquí para decir: casa, puente, surtidor, puerta, cántaro, árbol, frutal, ventana, todo lo más: columna, torre… pero para decir, compréndelo, oh para decir así, como ni las mismas cosas nunca en su intimidad pensaron ser (1). Las cosas. Les choses. Recuerdo esas palabras que me pasaste el otro día, aquellas que decían que por muy dura que sea la vida, lo que importa es hacer algo interesante con ella. Y eso tiene que ver mucho con el mundo físico, con mirar las cosas, la nieve y la luz y el olor de la puerta y todo aquello que constituye a cada instante tu existencia fenoménica. Qué gran consuelo… saber que estas cosas persisten en su ser (2) ¿Te acuerdas del poema de Brodsky a su hija, cuando le dice que, cuando él se muera, persistirá en las cosas, en el falso mármol de las mesas del Caffè Rafaella de Venecia? "Existencia fenoménica" ¡Pues vaya consuelo! Y si te digo que a mí las cosas no me importan absolutamente nada, que sólo, sólo me importan las personas. "Pues dílo, y quédate tranquilo, que para algo es tu cumpleaños, pero, si lo piensas un poco más, un poco mejor, quizás te des cuenta, por una vez, de que una cosa no es incompatible con la otra. En el mes de agosto de 1940 he accedido a la familiaridad de los pinares. En esta época, esa suerte peculiar de cobertizos, de claustros, de mercados naturales tuvieron la oportunidad de salir del mundo mudo, de la muerte, de la no-percepción, para acceder a la palabra, al de la utilización por el hombre para sus fines morales, EN FIN, AL LOGOS, o si se prefiere y para hablar por analogía, al REINO DE DIOS (3). Te lo he dicho de varias formas últimamente. No me utilices. No me conviertas en cosa. Das Ding. No quiero ser una cosa transformada por ti en palabras. No reserves tu eros para tu logos, para tu pequeño e insignificante logos (4). Y tú, como si nada, vas y me espetas aquellas preguntas tan manidas: ¿qué caminos tomaremos sino los que nos abre nuestra pluma (nuestra escritura)? ¿Qué caminos podemos tomar, si no son los que nos abre (traza) la escritura? No vayamos dando rodeos (con desvíos y precauciones). No daré rodeos para explicar mi método creativo. No resultaría bueno cruzarse en su camino (contrarrestralo). LA CREACIÓN NOS HARÁ VER EL CAMINO (5). ¡Ya! Todo eso está muy bien, muy francisponge, muy annecarson, muy josifbrodsky y muy saulbellow, ya sé que has leído un montón, hasta atrofiarte del todo, y espera a ver lo que te queda, a ver quién coño te aguanta en los próximos años, perdona que te lo diga así, pero yo te respondo con el poeta, el de verdad, el que cruza la montaña por la ladera del borde y proclama que todo está de acuerdo en silenciarnos y que en los cruces de dos caminos del corazón (eso, innombrable, que sigue sobrepasándonos) no se alza ningún templo para Apolo (5). Vaya, veo que sigues en tus trece. Veo que sigues siendo la más cabezota (¿debería mejor decir obstinada?) que quepa imaginar. Voy a intentar explicártelo por última vez. Quiero, ahora que la tormenta inicial ha hablado largamente en nosotros, que lo entiendas, nos jugamos mucho. Quiero que atendamos a lo urgente, que preparemos una página en la que pueda hoy nacer una verdad que sea verde, aunque es más que posible que yo carezca de cualidades para emprender una empresa así. Sólo me interesa lo que, de distinto del poema, hay en ti. Tu eres algo más valioso que mi trabajo, más interesante, no tienes ningún deber conmigo. Tú y el poema sois inconciliables (6)

1. Fragmento de la Elegía IX (Elegías de Duino) de Rainer María Rilke.
2. Fragmento de Hombres en sus horas libres de Anne Carson.
3. Fragmento de El cuaderno del pinar de Francis Ponge.
4. Paráfrasis de una frase de Saul Bellow.
4. Fragmento de La fábrica del prado de Francis Ponge.
5. Fragmento de la Elegía IX (Elegías de Duino) y del soneto III (de los Sonetos a Orfeo) de Rainer María Rilke.
6. Paráfrasis de Las riberas del Loira, de Francis Ponge.

viernes, 7 de mayo de 2010

jueves, 6 de mayo de 2010

Kleine Fabel (Pequeña fábula)


"Ay", dijo el ratón, "el mundo se empequeñece con el paso de los días". Al principio era tan ancho que le tenía miedo. Corría y corría y la verdad es que me alegré al ver por fin, a derecha e izquierda, aquellos muros que se alzaban en la lejanía, pero esas largas paredes confluyen tan rápidamente que ya me encuentro en el último cuarto, y allá en el rincón espera la trampa en la que voy a caer." -"Tienes que cambiar el rumbo de tu carrera" -dijo el gato, y lo comió ("Ach", sagte die Maus, "die Welt wird enger mit jedem Tag. Zuerst war sie so breit, daß ich Angst hatte, ich lief weiter und war glücklich, daß ich endlich rechts und links in der Ferne Mauern sah, aber diese langen Mauern eilen so schnell aufeinander zu, daß ich schon im letzten Zimmer bin, und dort im Winkel steht die Falle, in die ich laufe.“ - "Du mußt nur die Laufrichtung ändern", sagte die Katze und fraß sie) (Franz Kakfa, 1920)

miércoles, 5 de mayo de 2010

martes, 4 de mayo de 2010

La puerta de la Ley

Ante la puerta de la Ley hay un guardián. Detrás del guardián, espera un señor bien trajeado. El tipo desea atravesar la puerta, por encima de todo. Pero el guardián se lo impide. ¿O no? Quizás esté ahí sólo para dirigir el tráfico. Tampoco es que haya mucha gente alrededor; nadie parece agolparse frente a la puerta. El hombre, en su delirio, en su obsesión por acceder, llega a creerse que la puerta está destinada solamente para él mismo. Se ruboriza por dentro ante un pensamiento tan jactancioso, y pronto lo abandona del todo. Prefiere concentrarse en la posibilidad real de entrar. Piensa tanto, lo desea tanto, se obsesiona de tal modo que al cabo del rato se agota y se queda dormido. El canto de un mirlo le despierta. Como tiene una mente tan peculiar, se pregunta si el mirlo –qué canto más bello, se dice– pertenece a la familia de los córvidos. "¿A quién puede importarle eso ahora?", se responde a sí mismo. "Concéntrate en lo único importante". Se levanta y mira hacia la puerta. No se lo puede creer, pero parece que el guardián ya no estuviera, y que la puerta haya quedado entreabierta. Se debate entre la excitación y el pánico. Se estremece. Se levanta y se acerca a la obertura. Se asoma, abriendo las hojas de hierro como si fueran cortinas. Pero no ve nada. No ve a nadie. Entonces se asusta. Ahora, que parece que podría entrar sin más, se pregunta para qué habría de hacerlo. Llega incluso a pensar que echa en falta al guardián; que quizás fuese él quien pudiera resolverle sus dudas. Ahora piensa que la puerta no conduce a ningún sitio, que está suspendida en un terraplén en medio del desierto. Le parece que la puerta da sobre un abismo al que no desea precipitarse. Allí está él. Sólo en medio de la nada. Patético.

domingo, 2 de mayo de 2010

Los pecados de la Iglesia Católica

En una crítica que se hizo a mi libro sobre Kakfa, un señor me afeó que hubiera escrito una frase concreta: "Nunca ha resultado fácil encontrar sacerdotes que defiendan abiertamente la mentira y el orden de lo necesario". No me pareció mal que lo dijese. He pensado mucho ese reproche y creo que no volvería a escribir dicha frase; si al final redacto mis retractaciones, a lo mejor la incluyo como un error. En todo caso, lo escrito, escrito queda: lo de todos, para bien y para mal. He pensado mucho en esa frase, al hilo de las revelaciones crecientes acerca de los abusos sexuales en el interior de la Iglesia Católica, y de su ocultación durante décadas por sus responsables jerárquicos. Ese sería un caso claro de que el pecado y el horror, además de ser cometidos, se han ocultado con una doble moral. Nadie, que yo sepa, ha defendido la pederastia desde un púlpito. Me refería a eso con aquella frase. De hecho, creo que la crítica más de fondo que se está haciendo al comportamiento de la Iglesia tiene más que ver con el hecho de que ella, al proclamar su mensaje, un mensaje de exigencia moral, parece que estuviera a la vez condenando a los que no se ajusten a él, cuando, simultáneamente, en su mismo seno, ha albergado y amparado a quienes cometían, no ya pecados, sino crímenes que habría que incluir en el catálogo de los delitos de lesa humanidad.
He leído lo que se ha escrito estas semanas pasadas, y, como es natural, tengo mis propias opiniones. Hay muchas cosas en las que no yo no voy a entrar. Entre otros motivos, porque detrás de todo esto hay personas que han sufrido y sufren, y me niego a trivializar ese dolor, sea ignorándolo o haciendo con él mi propia bandera.
La Iglesia ha conocido el pecado en su seno desde su mismo origen. Es más, en alguna medida, fue fundada sobre él. Me refiero al pecado del primer Papa, que negó al Cristo nada menos que tres veces. Los Evangelistas lo contaron, sin ahorrarnos ningún detalle. Los cuatro. A ninguno se le ocurrió ocultarlo. Y a San Pedro menos que a nadie (qué desprecio de la propia imagen: se ve que el hombre estaba preocupado por otras cosas). El Cristo reaccionó como sabe, como siempre: perdonando y, lejos de reprimir al pecador, lo constituyó en pastor supremo. Previamente le pidió por tres veces que le expresara su amor. Significativo, ¿no?
A lo largo de la historia, la afirmación de que los pecadores no pertenecían a la Iglesia ha sido sostenida por novacianos, donatistas, mesalianos, cátaros, albigenses y husitas. La Iglesia ha rechazado esta idea de un modo inequívoco.
Mucha gente preferiría que la Iglesia fuese impecable, y si no, que directamente se callase. Mucha gente piensa que el pecado impide proclamar el mensaje evangélico. Yo no.
Cuando digo que mucha gente preferiría que la Iglesia fuese impecable, no me refiero sólo a quienes la odian. Me interesa mucho más (y me espanta aún más) la posición de quienes, dentro de la Iglesia, sostienen directa o indirectamente esa postura. Quienes, por ejemplo, en el contexto de estos hechos recientes, piensan que todo es una campaña diabólica. Que sería mejor que todas estas cosas no se supieran, ni trascendieran al público. Que hay que velar por la buena imagen de la Iglesia. Yo no lo comparto. Creo que en esa posición puede anidar el orgullo. El deseo de sentirse distintos o superiores a los demás. De ser o parecer impecables, como si eso fuese lo que condujese hacia Dios. La creencia ingenua de que se puede vivir en un orden –el de la Gracia, se dice– que de un modo u otro garantiza la impecabilidad de quienes se acogen a su influjo. Me parece falso todo eso.
No es que la Iglesia admita en su seno a los pecadores, es que esa es su razón de ser.
Lo que salva es el mensaje del Cristo, no sus mensajeros. Y salva del pecado, lo que equivale a decir que quien no lo experimente no será salvado.